Conocer la cultura de tu enemigo es la mejor forma de derrotarle sin violencia. Comprender sus raíces como camino al entendimiento y el diálogo es la manera de hacerlo. Nos encontraremos en la mitad del puente. Ni en una orilla ni en la otra. Tal vez así se puede sintetizar la historia más reciente de Sudáfrica y el colapso del Apartheid. Durante su recluimiento, Nelson Mandela estudió la lengua afrikaans y la filosofía calvinista; entendiendo entonces que el odio al negro de los afrikaners sólo escondía un miedo a lo desconocido. Algo que apenas cambió desde que Riebeeck y sus seguidores llegaron a El Cabo de Buena Esperanza en 1652.
El pasado 5 de diciembre conmemorábamos la muerte de la más influyente personalidad africana. Su herencia es compleja e incierta pues Sudáfrica viene a representar a ese hijo capaz de lo mejor pero también de lo peor. Una paradoja vertebrada con la costura de las contradicciones. La cara amable nos muestra un país con una transición “pacífica”; universidades que ya las quisiéramos en este cortijo llamado España; un destacable sector del I+D; una bolsa muy dinámica y una economía que mantiene el tipo, erigiéndose en el mayor eje comercial africano e inteligentemente diversificado hacia los mercados asiáticos. La cara B es terrible: las cifras de infectados por sida tienen seis ceros; el capital sigue siendo blanco y las desigualdades sociales, lejos de acortarse desde el fin del segregacionismo, se han incrementado bajo la cruel aportación de una clase negra media alta que se ha revelado como el peor discriminador hacia el propio africano. Negros con modales de blancos se comenta con ironía.
La diáspora de whites cualificados, principalmente doctores e ingenieros rumbo a Australia, Canadá o Nueva Zelanda, continua siendo una sangría social catalizada por el temor a la venganza de la mayoría negra por años de injusticias sociales. ¿Es esta la razón principal en la que se argumentan aquellos que optan por dejar la amada tierra rojiza de sus antepasados neerlandeses? Quizás sí. Lo que sí es indudable, es que el flujo de southafrican´s exiles, empobrece en términos de personal cualificado al país.
La realidad se revela demoledora pues el número de asesinatos y violaciones es inadmisible. La inseguridad ciudadana y el [quizás] mayor flujo migratorio norte – sur del globo, producto del poderoso sector minero, han disparado la delincuencia y la marginación social. El hacinamiento de inmigrantes llegados de Botswana, Moçambique o Zambia, ha creado un cinturón de arrabales y neo Townships en el extrarradio de Jo´burg. Una jerarquía del alcoholismo y la miseria, donde los sudafricanos negros acusan a sus vecinos de la caída de los sueldos – en la mina – por un exceso de oferta en la mano de obra. Lejos de avanzar hacia una homogenización social, Sudáfrica parece estar igual o más estratificada [socialmente] que en los años de la supremacía afrikáner. Solamente en la cultura de la posesión de armas, algo fuertemente arraigado desde siglos atrás, parece haber unificación y de ahí el elevado ratio de muertos por disparos. Las series de televisión y los braai multirraciales proliferan, pero no con ello los matrimonios mixtos. Una rareza socialmente rechazada que difícilmente cambiara. Menudo panorama.
El futuro de Africa del Sur es incierto. Me gusta definirlo, a sabiendas que hay mil problemas de difícil solución, como una patada a seguir de un zaguero de rugby. El país puede avanzar y progresar, pero malamente soluciona sus gravísimos problemas internos heredados de una desastrosa política. Y es que Sudáfrica seguirá siendo tierra de mil contrastes. Un laboratorio social que lejos de ser un éxito, al menos no acabo en una anunciada guerra civil.
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