Louages, tro-tro y matatu

31/03/2021 | Opinión

Para viajar por Túnez “de manera independiente a un precio mucho más económico y a vuestro aire”, una guía en castellano aconseja utilizar “sobre todo louages (taxis compartidos en forma de furgoneta)”. Y así los describe una guía en francés: “Apenas más caro que el autobús y mucho más rápido, se trata de furgonetas que parten una vez llenas, sin horarios, pero bastante frecuentes. Existe una estación de louages en cada ciudad, a menudo junto a la estación de autobuses”. “Se acusa a menudo a sus conductores de falta de prudencia”. “En los recorridos largos, puede ser duro y fatigoso (vehículos sobrecargados e innumerables paradas)”.

Los transportes colectivos de tamaño medio no son una especialidad africana. En Cuba los llaman “almendrones”, en Israel “sherut”, “dolmus” en Turquía, etc. Pero sí que abundan en todos los países del continente africano, con nombres a menudo bastante llamativos: “candongueiro” (Angola), “matatu” (Kenia), “dala-dala” (Tanzania), “tro-tro” (Ghana), “mashru’” (Egipto), “gbaka” (Costa de Marfil), “tanka-tanka” (Gambia). Reflejan en algunos casos el impresionante resultado de la iniciativa e imaginación tecnológica locales. Las camionetas Peugeot 404 utilizadas para el transporte de personas gracias a carrocerías fabricadas en los talleres de Bamako, formaron parte durante años, con su inconfundible color verde, del panorama habitual de las carreteras malienses. Fueron introducidas en la región durante el periodo colonial. Tras las independencias se popularizaron como “duruni” (25 francos en bambara), término de origen portugués que evoca la presencia morisca en el país a finales del siglo XVI. La falta de piezas de recambio de calidad y la aparición de buses y minibuses hicieron que ya en 2015 se hablara de ellos con cierta nostalgia. “A los mayores nos cuesta verlos desaparecer”, explicaba Abdoulaye Kanté en 2016 a un periodista de la BBC mientras reparaba una bomba de un duruni. “Con los duruni no había problemas ni accidentes. Pero ahora no hay piezas de calidad. Esta bomba va durar dos semanas y enseguida vendrán los problemas. Y se quejarán de que no hago bien mi trabajo”.

El que no hubiera accidentes, hay que tomarlo probablemente como un eufemismo. Según la OMS los accidentes de tráfico causan en África 26’6 muertes por cada 100.000 habitantes, tres veces más que en Europa. Y en casi la mitad de los países del continente no se aplican límites de velocidad. Enoch Teye-Kwadjo ha estudiado el caso de Ghana, su país. Una media de cinco personas mueren diariamente en nairobi_ciudad_kenia_matatu_trafico_cc0-3.jpgaccidentes de tráfico (24’9 por 100.000, algo menos que la media africana), lo que acarrea una disminución del 1’6 % en el PIB nominal. Profesor de psicología en la Universidad de Ghana, Enoch Teye-Kwadjo ha investigado los factores sicológicos que contribuyen a los accidentes, e insiste en la importancia, entre otros, del “fatalismo ” (“ocurrirá lo que tenga que ocurrir”) que lleva a algunos chóferes a minusvalorar los peligros de la carretera y conducir de manera temeraria. Cita en especial a los conductores de tro-tro, adultos jóvenes en su mayoría, que, desde que comienzan a conducir, tardan una media de dos años y seis meses en estar involucrados en un accidente serio.

Otro ghanés, Festival Godwin Boateng, actualmente investigador en The Earth Institute de la Universidad de Columbia, acaba de publicar este mes en The Conversation, un artículo sobre los conductores de tro-tro, cuyos accidentes provocaron en los primeros cuatro meses de 2019 la muerte de 300 personas. Con algunos matices, se puede extrapolar algunas de sus conclusiones a otros países del continente (En Kenia, por ejemplo, los “matatu” están implicados en el 95 % de los accidentes mortales de tráfico). Boateng admite de entrada algunas de las acusaciones dirigidas a los conductores por parte de las autoridades: elevado número de pasajeros, velocidad excesiva, conducta temeraria, indisciplina. Pero muestra también como esos mismos conductores, jóvenes en busca de trabajo, son a su vez víctimas de un sistema que los explota. Los dueños de los vehículos les pagan poco, porque son muy numerosos los jóvenes en paro que buscan ese trabajo, y les pagan en función de los resultados. Lo que les empuja a conducir demasiadas horas y hacerlo temerariamente. Sin contar con que tienen también que “convencer” a los policías que los paran por el camino.

Se equivocan los gobiernos que creen poder solucionar el problema a base de fuertes multas y largas condenas de prisión, cuando lo que tendrían que hacer es resolver los problemas estructurales del paro, combatir la corrupción de la policía y preocuparse por las condiciones de trabajo de los chóferes, para que un sistema popular de transporte, que funciona bien gracias a la iniciativa privada, siga haciéndolo. A diferencia de lo que ocurre en los países occidentales, el sistema de los minibuses ni es un monopolio de estado ni está en manos de grandes compañías. Se trata de numerosos pequeños empresarios que ponen al frente de los vehículos a un chofer y un revisor. Al europeo que llega a la estación de matatu de Kangemi (Nairobi), o a la de louages de Susa (Túnez), la escena le parece caótica, pero la gente sabe exactamente qué hacer y a donde ir. Y porque funciona, el sistema es extremadamente popular. Casi todo el mundo lo utiliza. Por ello, escribiendo con mucho humor en VUDAF (El mundo visto desde África), una periodista llamada Aïcha (no indicaba su apellido) enumeraba hace tres años los “10 tipos de personas que uno encuentra en los minibuses en África”: “El predicador” en busca de fieles; “El apestoso”, que ojalá no se siente junto a ti; “El metomentodo” que quiere leer lo que escribes en tu teléfono; “El charlatán”, que cuenta su vida en voz alta; “El dormilón”, que te utiliza como almohada; “El jefe”, que actúa como si el minibús fuera suyo; “El provocador”, dispuesto a armar follón por el más leve motivo; “El ricachón” que para pagar el ticket de 100FCFA saca un billete de 10.000; “El señor [o señora] biplaza”, que ocupa por lo menos asiento y medio; y “El silencioso”, ensimismado gracias a sus cascos.

Ramón Echeverría

[Fundación Sur]


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Autor

  • Echeverría Mancho, José Ramón

    Investigador del CIDAF-UCM. A José Ramón siempre le han atraído el mestizaje, la alteridad, la periferia, la lejanía… Un poco las tiene en la sangre. Nacido en Pamplona en 1942, su madre era montañesa de Ochagavía. Su padre en cambio, aunque proveniente de Adiós, nació en Chillán, en Chile, donde el abuelo, emigrante, se había casado con una chica hija de irlandés y de india mapuche. A los cuatro años ingresó en el colegio de los Escolapios de Pamplona. Al terminar el bachiller entró en el seminario diocesano donde cursó filosofía, en una época en la que allí florecía el espíritu misionero. De sus compañeros de seminario, dos se fueron misioneros de Burgos, otros dos entraron en la HOCSA para América Latina, uno marchó como capellán de emigrantes a Alemania y cuatro, entre ellos José Ramón, entraron en los Padres Blancos. De los Padres Blancos, según dice Ramón, lo que más le atraía eran su especialización africana y el que trabajasen siempre en equipos internacionales.

    Ha pasado 15 años en África Oriental, enseñando y colaborando con las iglesias locales. De esa época data el trabajo del que más orgulloso se siente, un pequeño texto de 25 páginas en swahili, “Miwani ya kusomea Biblia”, traducido más tarde al francés y al castellano, “Gafas con las que leer la Biblia”.

    Entre 1986 y 1992 dirigió el Centro de Información y documentación Africana (CIDAF), actual Fundación Sur, Haciendo de obligación devoción, aprovechó para viajar por África, dando charlas, cursos de Biblia y ejercicios espirituales, pero sobre todo asimilando el hecho innegable de que África son muchas “Áfricas”… Una vez terminada su estancia en Madrid, vivió en Túnez y en el Magreb hasta julio del 2015. “Como somos pocos”, dice José Ramón, “nos toca llevar varios sombreros”. Dirigió el Institut de Belles Lettres Arabes (IBLA), fue vicario general durante 11 años, y párroco casi todo el tiempo. El mestizaje como esperanza de futuro y la intimidad de una comunidad cristiana minoritaria son las mejores impresiones de esa época.

    Es colaboradorm de “Villa Teresita”, en Pamplona, dando clases de castellano a un grupo de africanas y participa en el programa de formación de "Capuchinos Pamplona".

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