LOTFI RAISSI de Argelia escribe a la secretaria de Estado de EE. UU.

5/11/2012 | Opinión

Carta abierta para la señora Hillary Rodham Clinton

Desde que me enteré de que venía a Argelia, a mi querido país, he sido presa de unas ganas irresistibles de dirigirme a usted, sabiendo que sería imposible acercarme a la número dos del gobierno estadounidense para que escuchara lo que tenía que decirla. Por eso, lo he hecho en la prensa libre de mi país.

Desde que me enteré de que venía al Magreb, cuando debe de estar muy ocupada por la campaña electoral del presidente Obama, me dije que era usted una profesional de la diplomacia que conocía de forma pertinente las urgencias mundiales o regionales; me dije que seguramente hablaría de Mali, de Irán o de tantos otros asuntos de la política internacional que preocupan a EE. UU.

Sin embargo, interesado libremente por esta visita, me enteré de que Argelia es el país 109 que usted visita desde el 2009 y que ha batido un récord sagrado, homologado, que tenía su antepasada, Madeleine Albright, que ocupó su mismo puesto junto a su marido presidente, Bill Clinton, y que recorrió 1 358 027 kilómetros (cifra que data de junio de 2012).

Es evidente que este récord no es en vano puesto que su labor consiste en traernos la buena palabra estadounidense a nosotros, países emergentes, países aliados o países cuartomundistas. Sin embargo, esto no es lo más importante para mí y el hecho de que venga a Argelia sólo aumentará el número de miles [de kilómetros] de su contador de diplomática trotamundos con su lote de cansancio, jet lag, desfase horario y reuniones pesadas e interminables.

Señora Clinton, si conozco los efectos devastadores de los viajes largos y de los aviones es porque fui piloto, señora. En otra época.

Hace mucho tiempo, tenía un sueño. Quería pilotar aviones, hacerlos aterrizar, conocer la embriaguez de las alturas y tutear a las nubes. Para una viajera como usted, el avión es necesario, pero a veces insoportable. Para mí, el avión es una pasión y agradezco haber hecho mi trabajo hasta el 11 de septiembre de 2001.

Aquel día las dos Torres Gemelas se hundieron. Aquel día se hundió también mi vida. Debido a un error judicial mundial. Debido a dos agentes del FBI que elaboraron un perfil criminal digno de boy scout y que encontraron una víctima propiciatoria en mi persona. Un árabe que había vivido en EE. UU., con un título de piloto y musulmán practicante.

Yo reunía todos los ingredientes para que sus servicios secretos, su justicia y su opinión pública me condenaran a un purgatorio de once años sin excusas ni remordimientos.

Usted sabe, señora Clinton, que gracias a esa gente, soy famoso en todo el mundo. Pero habría dado un brazo para no ser famoso de este modo. Como un «terrorista» que sus amigos del FBI han entregado a una opinión pública estadounidense dañada. A unos EE. UU. traumatizados. Los estadounidenses clamaban venganza. No la voy a acusar por Guantánamo o Abu Ghraib, eso no me concierne.

Usted sabe que desde hace mucho tiempo no me cae bien esa gente, que he condenado el terrorismo ante los tribunales británicos, quienes han tenido la decencia y la elegancia de admitir su error para mí. Mi familia estaba en Argelia determinada por el terrorismo cuando EE. UU. ni siquiera conocía a Bin Landen.

No justifico a aquellos que no saben lo que hemos aguantado en Argelia para ganar la guerra contra el terrorismo. El mérito es de mi pueblo que todavía demuestra su valor para no bascular en revoluciones árabes surgidas de ninguna parte y de las que aún disfrutan los extremistas.

He escrito un libro para contar mi historia. Su departamento de Justicia tiene enormes volúmenes de dosieres que no sirven para nada ya que me leen inocente.

Sin embargo, aun ganando todos los procesos judiciales contra mis acusadores a través del mundo, EE. UU. sigue sordo a la verdad. Impermeable a la justicia.

No quiere admitir lo elemental. Los tribunales británicos han cambiado de opinión en cuanto a la justicia estadounidense y el FBI después de que estos últimos quisieran aplicarme la extradición, no saben qué hacer.

Me han pedido que vaya a EE. UU. ¡y me ofrecen generosamente el visado! No iré, señora, porque no quiero ponerme la combinación naranja. No me gusta el color naranja. Esta carta abierta, señora Rodham Clinton, no es una carta de lamentación, ni una reivindicación, ni una súplica y, ni mucho menos, estoy pidiendo un favor. En cambio, tengo un deseo, señora Rodham Clinton, que es ser como usted.
Coger el avión.

Ser libre para viajar a través del mundo. Para visitar países con mi mujer y mis hijos. Para poder circular libremente, lo que es para mí uno de los primeros Derechos Humanos. Para pasar por los aeropuertos con mi equipaje sin tener, pegado en la espalda, una orden de detención internacional inicua, injusta, injustificable, que la justicia estadounidense rechaza examinar y, aún menos, levantar.

Señora, yo quiero ser libre como un ciudadano del mundo libre. Quiero ser un hombre sobre el que se aplique el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país».

¡Yo ya no dispongo de este derecho porque algunos han decidido que éramos enemigos! Que porque he atravesado el infiero para hacer valer mis derechos, tengo que conservar el odio ajeno. El FBI tenía razón en una cosa: soy árabe, musulmán, antiguo piloto y lo asumo. He sido acusado sin razón, pero no odio a su país. Mis últimas palabras proceden de otro estadounidense, Abraham Lincoln, que decía: «No somos enemigos, sino amigos. No debemos ser enemigos. Si bien la pasión puede tensar nuestros lazos de afecto, jamás debe romperlos. Las místicas cuerdas del recuerdo resonarán cuando vuelvan a sentir el tacto del buen ángel que llevamos dentro».

Democráticamente.

LOTFI RAÏSSI

Publicado en Liberté, Argelia, el 29 de octubre de 2012.

Traducido para Fundación Sur por Laura Moreno.

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