CON UNAS COPITAS DE MÁS Y UN, joder, olvidé lo que iba a decir. Algo de las sensaciones. Eh, básicamente la intención del post de hoy es hablar de la gente que se va. De la gente que uno se encuentra en este país y que un día como otro cualquiera, flif flif, desaparecen. Por eso, entre otras muchas razones, nos aferramos más a las amistades de la infancia: porque ellos tardaron en irse, y al fin al cabo, nunca acaban de marcharse. Siempre están ahí, lo cuál resulta tan grato como molesto.
Al mirar en El Jardín a Vierxa y su camisa blanca, pienso en la espontaneidad de su presencia, en la temporalidad de su barba, en lo circunstancial de la cerveza Asoc que mantiene en su mano izquierda. En lo fantasmal, al fin y al cabo que me resulta su presencia. Este tipo un buen día, te envía un e-mail y te dice que se marcha a Ruanda. Y adiós. Él, que un día me presentó a ella, él con el que compartí tantas tardes de fútbol, él con el que me emborraché muchas veces, un buen día hace chas y desaparece a tu lado. Entonces la distancia. La frialdad. La negación de los hechos. Nunca nos conocimos. No nos acordamos. La pereza del contacto a posteriori.
Me apetece fumar.
No lo haré porque no sé fumar y a escribir al mismo tiempo. Es realmente complicado, casi falso. Como las fotografías que nos muestran rostros, sonrisas, abrazos de gente que ya no está, que se fueron. Gente que durante un día, un mes, unos años, compartieron experiencias contigo y un día cualquiera se esfumaron ¿Habría que pedirle explicaciones a Maishon con el que tanto me reí, a Portu que fue la primera persona que conocí en África, a Mary que en el aeropuerto me agasajó, a Jalia que fue la primera en darme la mano? Todos se han ido. Culpables.
Y escribirse un e-mail a partir de ahí, es algo casi miserable, escaso, tan incapaz. Un e-mail es completamente insuficiente y Facebook tiene poca gracia, tan poca gracia que no nos acerca sino que nos recuerda artificialmente. Un saludo desde un coche que pasa muy rápido. Qué alivio que se vaya tanta gente. Por otro lado.
¿Cómo es que uno no se extraña al ver como la carne humana un día se mete en un avión y se evapora? En realidad, las despedidas no suceden en los aeropuertos, en un avión. Las despedidas son mucho más vulgares aquí. Una mera visita a tu oficina y un hasta luego fugaz ¿Y después qué, eh? Después la extrañeza, la confirmación de la brevedad de los respiros. Él último en recordarlo, el gran Steve Jobs, descanse en paz ese gran tipo. El tiempo es limitado decía Jobs, no lo malgastes.
La gente se va.
Y algún día me iré yo. Y en este mundillo del “desarrollo”, la gente se va más de lo normal, y las caras adoptan una insustancialidad y una brevedad escalofriantes, casi siniestras. ¿Sabes lo que es mirar a una cara, a unos ojos, unos huesos y sentir miedo? Ver un cuerpo, un simple cuerpo que no se asombra ante la magnitud desorbitada de la existencia. Un cuerpo, una barba sentada en frente de un ordenador, aportando la milésima parte de su micra a unas teclas, a un e-mail, a un asunto ínfimo, y aún así, asombrosamente, sonríe. El tío, sonríe. Pero ¿cómo te atreves a sonreír ante la inmensidad de la ocasión? Culpable.
Y así estamos. Viniendo y yéndose, viniendo y yéndose, la renovación de la especie, la razón darwiniana, el alivio de lo nuevo, la tristeza de la marcha del carisma. Y no llueve. Hace sol. ¿Se dice así? ¿Hace sol? ¿Qué significa hace sol?
Un segundo, voy a fumar algo.
Luego están los plastas que nunca se van. Los sitios pequeños. Siempre están ahí. Iros ya, joder. Ya estoy fumando, y mientras fumo, escucho a mis vecinos. Hay una tipa ahí hablando con un tono amenazante, y ella también se irá un día. Y le importaré un huevo. Y sí, vale y viceversa, pero al menos. El instante repito, es algo que la fotografía ya se encarga de falsear. Muchas veces. Pero hace falta que usted también me fotografíe cuando no cabe la actuación, sino la realidad estática, la maquinaria de la rutina, la hoz de los hechos. Nadie cuelga esas fotos en Facebook. La tristeza es el tabú. Sólo el chat sabe algo de la vida.
La tipa parece que se ha callado un poco, en la casa de al lado sigue entrando gente. Y hoy, después de comer, me he cruzado con un coche dirigido por un pelito corto y una sonrisa. Y he corroborado que en eso consiste casi todo. En bajar unas escaleras acompañado, en irte con esa persona, sentir que te pertenece y que baja las escaleras a recoger el paraguas porque se tiene que ir. Contigo. A las ocho de la noche, para ser más exactos.
Hubo un tiempo en que perseguí a los huidos. A los que se fueron. En la universidad, era costumbre que visitase a los que ya habían abandonado el piso, a los que ya no comían con todos nosotros. Caminaba y caminaba y apretaba un botón preguntado por el prófugo, por el trozo de pasado que se había marchado. El aludido o aludida, sorprendentemente sorprendido abría la puerta y tras el júbilo, me ofrecía café. Y mientras el absurdo se reproducía, yo miraba a esa cara pasajera y huida en un intento más de vivir en un pasado que nunca existió, insistiendo en echar de menos algo que nunca ocurrió. Porque ese algo ahora, era valioso. Por eso planeé varias veces secuestrar a los desertores. Pensé en encerrarlos en un cuarto de paredes color vainilla y sentarlos alrededor de una mesa donde sólo se permitía hablar del pasado, de lo que ocurrió. Y ya no cabría nadie más en ese cuarto. Sería imposible. No existiría más gente. Hubo un tiempo que pensé en secuestrar a Scarlett Johansson y a Bill Murray para que me repitiesen durante toda la vida, todo el pasado, la misma película, Lost in Traslation. Una y otra vez. Una y otra vez. Prohibido progresar, cambiar. Encerrados.
En eso y en bajar unas escaleras con ella a recoger un paraguas, consiste casi todo. Y luego el humo.
Original en Las palmeras Mienten