LOS NIÑOS DEL CHAD, Por Alfonso Armada

2/02/2008 | Bitácora africana

Cargados de buenas intenciones, los activistas de El Arca de Zoé atizaron el mal

«Principios nobles acaban generando resultados podridos»

(Haruki Murakani en «Crónica del pájaro que da cuerda al mundo»)

ALFONSO ARMADA, YAMENA, ENVIADO ESPECIAL

Tres patos despeluchados, famélicos, mutantes, hozan furiosamente en las aguas negras, fétidas, estancadas junto al muro de adobe de la familia de Paul Bainodji, practicanteautodidacta que compra medicinas y las vende, pone inyecciones y fabrica ungüentos en Farcha uno de los muchos barrios-miseria de Yamena, la capital de Chad. Paul Bainodji es católico, tiene 51 años, cuatro hijos (el mayor, de 12, se llama Franklin, «como el gran presidente americano», es el único que va a la escuela y sueña con llegar a ser «ministro de Agricultura y Ganadería») una esposa que no abre la boca en presencia de extraños y una bicicleta. Paul Bainodji dejó su Doba natal en 1974, cuando se descubrió un caudal petrolífero del que él -como muy pocos chadianos- se ha podido beneficiar (la mayor parte de los réditos acaba en la compra de armas). Su capital son dos bancos corridos, un sillón de madera, una cama, dos esterillas y unas cazuelas. Paga 10.000 francos CFA (unos 16 euros al mes) por elalquiler de una vivienda sin agua (se la dan -gratis- los vecinos) ni electricidad. Cuando el mes se le da bien hace en torno a los 30.000 francos CFA. Un pescado del que se alimente toda la familia cuesta 5.000 francos CFA. No tiene radio y la esperanza no forma parte de su ajuar. «Aunque estudien, mis hijos lo tienen crudo».

Apenas ha oído hablar de los niñoschadianos que unos franceses quería llevarse a Francia. Pero si se lo propusieran, que uno de sus cuatro hijos recibiera educación, alimentos y ropa en Europa, diría que sí: «Si es una cosa buena, aceptaría».

Sé cómo amanece en Abéché, la antigua capital de los abasidas y del antiguo sultanado de Ouaddai, al este de un país que no es tal aunque lo digan mapas que han partido y siguen partiendo tantas espinas dorsales. La luz de noviembre tiene al amanecer una esencia de ámbar nacarado por las grandes extensiones áridas, llanuras en las que la primera claridad hace largas hasta las sombras de los niños que asoman desde vanos de adobe. A 700 kilómetros de la capital y a 200 del castigado Darfur sudanés, a ambos lados de la raya imaginaria se parten la madre nómadas y sedentarios, codiciosos de un agua cada vez más escasa, africanos unos, árabes otros, musulmanes todos, con guerrillas atizadas por el Gobierno del otro lado, aunque ahora los dictadores (Omar al Bashir de Sudán e Idriss Déby de Chad) hayan encontrado en las insaciables necesidades chinas de hidrocarburos un aliado político y económico que no sólo no mira la cartilla de derechos humanos, sino que afea a Occidente que ahora se haya vuelto remilgado tras haber explotado a conciencia un continente que en buena medida, pero sobre todo en Chad y Sudán, sigue a la deriva y desangrándose.

Lo cuentan Serge Male, delegado del Alto Comisionado de los Refugiados en Chad (que estaba en Abéché el 25 de octubre, cuando se destapó el escándalo de El Arca de Zoé), y su delegada en la zona, Annette Rehrl. El ACNUR, junto a la Cruz Roja Internacional, Unicef y las autoridades locales, se ha hecho cargo de los 103 menores de entre 1 y 10 años, 21 niñas y 82 niños, que El Arca pretendía llevar fraudulentamente a Francia. Se ha podido establecer que al menos 91 de ellos contaban con un entorno familiar, entendiendo por ello la idea africana de «familia extendida», en la que cuentan padres, tíos, abuelos y primos. De los otros 12 restantes, algunos son demasiado pequeños o están demasiado confusos para poder hacerse una idea. Male cree que llevará semanas y meses, en algún caso años (es decir, será imposible), determinar su origen, su pertenencia. La mayoría (como sus padres) no tienen ni siquiera idea su nacionalidad, para muchos el concepto de chadiano o sudanés no significa nada. La identidad es un concepto muy lábil en esta región, y los términos «árabe», «negro» o «africano» a menudo son utilizados para definir o exacerbar divisiones interétnicas.

En torno al orfanato de Abéché se ha instalado un> campamento de familias (algunas han tardado cinco días en llegar a lomos de sus burros o a pie) que reclaman a los que dicen son sus vástagos. «Lo primero es reunificar a las familias y atajar un sentimiento de vergüenza y humillación que esta historia ha desatado no sólo en Chad, sino en buena parte de África recalca Male. Casi nadie tiene papeles, nada parecido a un libro de familia entre los que han llegado a Abéché, de ahí que el proceso de «devolución», con chequeos y escrutinios, llevará
días: «No queremos precipitarnos y cometer errores», dice Male, que celebra que una ONG de los emiratos árabes, Dubai Cares, se haya ofrecido a financiar proyectos que favorezcan a las comunidades de Adré y Tiné (apenas torturadas por el conflicto regional) para que estos niños reciban educación y puedan atisbar algo parecido a un porvenir.

No hay que olvidar que Chad sigue ocupando en el índice> de desarrollo humano que elabora la ONU el puesto 173 entre 177, es pobre entre los más pobres del continente más pobre a pesar de un crecimiento que el petróleo ha elevado a un 48 por ciento en los últimos años. Es como siempre la población civil (y sobre todo la del Este) la que padece la acción de guerrillas atizadas desde las capitales. Si se sombrea en un mapa en blanco la superficie que ocupan Chad (más de dos veces España) y Sudán (casi cinco veces), parece una mariposa negra sobre el desierto> africano. Chad es una genuina creación francesa (nadie se ha hecho con el poder desde la independencia sin su aquiescencia), con una población que no llega a los diez millones de almas que en su mayor parte viven con menos de un euro al día. El 50 por ciento son analfabetas, aunque en el caso de lss mujeres ese porcentaje ronda el noventa por ciento.

Es en ese planisferio de miseria e injusticia atroces donde los «iluminados» de El Arca de Zoé han querido meter la mano sin pararse a pensar, es ahí donde han desdeñado al poder local, animados por la fiebre intervencionista, el «ineludible derecho a la injerencia» justificado por figuras como el ministro de Exteriores francés, Bernard Kouchner, o el controvertido neo-viejo filósofo francés Bernard Henry Levy, críticos con la pasividad occidental ante el genocidio de Darfur. Claro que de los 10.000 niños que El Arca de Zoé quería «poner a salvo» en Europa (1.000 en Francia), los primeros 103 ni eran huérfanos ni estaban enfermos (las vendas, como la sangre, eran falsas), procedían de localidades y aldeas en torno> a Tiné y Adré, del lado chadiano de una frontera arbitraria y porosa. Para Brahim Mustafá, sultán de Goz Beida, la frontera> que separa Sudán de Chad «no existe, es una herencia de lolas> potencias coloniales: Francia «colonizó» el Chad, Inglaterra el> Sudán. Un territorio -el Chad- donde las sombras alargadas de los niños raramente alcanzan la edad adulta: la esperanza de vida es de poco más de 47 años. De cada seis niños que nacen, uno muere antes de cumplir los cinco años.

Para alguien que conoce la zona y trata de no desgarrarse tratando de poner barreras a un mal furiosamente humano, resulta inaceptable la «superioridad moral» que justifica operaciones como la que pretendía El Arca de Zoé (y que no parece la única), pero por «decencia» (un término tan pasado de moda como «conciencia», que a Susan Sontag le gustaba pronunciar, a pesar de todo, durante el cerco de Sarajevo) se pregunta en voz baja qué será de esos 103 niños depositados ahora (y custodiados como nunca) en el orfanato de Abéché, mientras se casa hinchable hace (como nunca antes) un minucioso escrutinio de las razones de sus padres: no> las que les llevaron a ceder a sus hijos para que tuvieran una> vida mejor, sino las que alegan para probar que efectivamente les pertenecen.

Mientras esperan que la democracia (no digamos la justicia) eche raíces en Chad, decenas de miles morirán, o tendrán vidas tan duras y con la esperanza tan enferma como los hijos de Paul Bainodji, en los arrabales miserables de Yamena, tan semejantes a muchos otros de África: un continente que si al atropólogo Michel Leiris le resultaba «fantasmal» cuando lo atravesó desde Dakar a Yibuti (pasando por Chad) entre 1931 y 1933, a finales del siglo pasado, cuando escribió un prólogo a la reedición de «El África fantasmal», contemplaba «de una forma más huidiza que nunca», y «tras algunas esperanzas pasablemente irreales de liberación», a la deriva. Una deriva que sus hijos, niños como los del Chad, deben enmendar. ¿Cómo?. Fin

Autor

  • Alfonso Armada (Vigo, 1958). Ha estudiado periodismo y teatro en Madrid. Ha trabajado para los diarios Faro de Vigo, El País (fue corresponsal para África) y ABC (fue corresponsal en Nueva York, actualmente reportero radicado en Madrid). Ha publicado, entre otros libros, Cuadernos africanos, España, de sol a sol y El rumor de la frontera (ambos con fotografías de Corina Arranz) y Nueva York, el deseo y la quimera, además de poemarios como Pita velenosa, porta dos azares y Los temporales. Es editor y director de la Revista digital FronteraD.

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