Se levanta el telón y Hasan comienza la entrevista invitando a la audiencia a dar la bienvenida a Prince con una ronda de aplausos. Resulta chocante que los asistentes, que ocupan los 450 asientos del espléndido salón de debates, aplaudan como si hubieran acudido a escuchar a una estrella de rock & roll contar las anécdotas que le suceden desde que decidió actuar repeinado, con chaqueta y corbata en lugar de con vaqueros y camiseta; o como si estuviesen atendiendo a la clase magistral de un cocinero de moda que se dedica a ‘deconstruir’ tostadas untadas de mantequilla y mermelada.
Se trata de un público –al menos en gran parte- formado en una universidad considerada la número uno del mundo por diversas clasificaciones internacionales, establecida en el siglo XI en el Reino Unido, país que participó en una guerra de agresión contra Iraq, en la que Prince era el jefe de los mercenarios que –entre otros crímenes horribles- dispararon impunemente contra civiles iraquíes que causaron la muerte a 17 personas y heridas a otras 20.
¿El poder de sugestión de la televisión sobre las personas? ¿El consumo de debates-espectáculo sobre cualquier tema? ¿La banalización de la guerra? ¿Un disparo sin pólvora contra los mercenarios que en realidad lo que busca es anticipar su normalización en el porvenir? ¿Tiene la entrevista alguna consecuencia de interés para la paz y el respeto a la ley internacional, por ejemplo impedir la actuación de este tipo de empresas, castigar a los responsables de los crímenes?
Las primeras palabras de Hasan muestran el carácter de las preguntas de la entrevista:
“Prince, bienvenido, aparece usted de nuevo en las noticias por proponer un plan que básicamente está destinado a privatizar la guerra liderada por Estados Unidos en Afganistán; sin embargo usted fue el fundador y director ejecutivo de Blackwater, probablemente la empresa de seguridad privada más notoria del mundo y que fue sinónimo de violencia, corrupción y actividades ilegales durante la guerra de Iraq, pero nunca se disculpó por nada de esto”.
La respuesta de Prince hace prever cómo serán sus intervenciones durante el resto de la velada:
“Creo que la descripción es injusta. Blackwater hizo exactamente lo que el gobierno de Estados Unidos le pidió que hiciera: proteger a sus diplomáticos, personal de la ONU, contratistas, delegaciones de congresistas (de Estados Unidos)… hicimos más de cien mil misiones, ninguno de ellos resultó muerto o herido y hay gente que intenta describir a la compañía como muy agresiva cuando en menos del uno por ciento de las misiones se abrió fuego; esto en una época en la que había un montón de violencia en la capital, donde la insurgencia tenía su centro de gravedad y… bueno, 41 de nuestros hombres resultaron muertos en aquella misión”.
Esta respuesta no puede estar más calibrada. En realidad tampoco puede dar otra porque abriría la puerta de par en par a que Hasan dijese ante la audiencia que él mismo estaba admitiendo crímenes de guerra cometidos por empleados de su empresa, cuando hasta el momento dijo solamente que ésta “fue sinónimo de violencia y actividades ilegales”.
Lo primero que hace Prince es rechazar de plano las palabras de Hasan sin ni siquiera mencionarlas, le basta con espetar: “descripción injusta”.
Inmediatamente después coloca toda la responsabilidad sobre Estados Unidos sin admitir ninguna propia: “Blackwater hizo exactamente lo que el gobierno de Estados Unidos le pidió”.
Aquí está la clave de todo sin dejar resquicio: “hizo exactamente”
Prince esconde a Blackwater detrás de su poderoso jefe. Es éste el que habría de dar cuentas si le parece oportuno, la empresa cumple órdenes, para eso le paga el jefe.
Si en lugar de estar en la Oxford Union Society hubiera estado ante el Tribunal de Núremberg, de nada le hubiera valido su verborrea:
“Cuando el 8 de abril de 1945 los aliados firmaban el Estatuto y Acuerdo de constitución del Tribunal Militar Internacional que juzgaría los crímenes de la Segunda Guerra Mundial (más conocido como Tribunal de Núremberg, se asistía a un cambio fundamental en la institución de la obediencia debida (u obediencia jerárquica). En efecto, al afrontar el juzgamiento (sic) de los crímenes de lesa humanidad cometidos, el tribunal se encontraba ante la posibilidad de que las responsabilidades se diluyeran entre las órdenes y jerarquías de la organización nazi, con el riesgo de que los hechos quedaran en la impunidad. Con el fin de impedirlo, el art. 8° del Estatuto establecía: «El hecho de que el acusado haya obrado según instrucciones de su gobierno o de un superior jerárquico no le eximirá de responsabilidad, pero podrá ser determinante de disminución de la pena si el Tribunal lo estima justo»”.
(Laura Zúñiga, La obediencia debida, Nuevo Foro Penal, 1991:53, página 331)
En el juicio habido tras la Primera Guerra Mundial algunos acusados evitaron la condena al esgrimir en su defensa la obediencia debida, lo cual se quiso evitar treinta años después en el juicio de la Segunda Guerra Mundial. Esto dio lugar a que el principio de autoridad quedó supeditado al de legalidad.
Setenta años después un show de televisión sustituye a ese avance del derecho internacional. Los responsables de crímenes graves no van a juicio sino que entran en un plató, mienten, niegan la evidencia, provocan al público, se reafirman en que su palabra es oro de ley, amenazan, insultan, hacen publicidad de sus empresas gratuitamente y se sonríen a menudo. Finalmente salen por la misma puerta tal y como han entrado: en libertad y sin cargos.
No conozco qué ley de Estados Unidos y menos aún qué ley internacional autorizan a las compañías de seguridad estadounidenses a asesinar a civiles iraquíes no involucrados en acciones violentas hacia los empleados de ese país, pero no me hace falta porque Estados Unidos, desde su establecimiento, asesina a cientos de miles de personas y en general agrede, viola, destruye todo lo que quiere sin más justificación que la ley del león, que mata y devora cuantas gacelas le place sin rendir cuentas por ello.
La ONU toma nota de las masacres, las deplora y queda a la espera de las siguientes.
Quizás por esto Estados Unidos hace mucho más que el rey de la selva, ya que amenaza urbi et orbe con castigar a quien se atreva a juzgar sus crímenes.
Bajo el titular “Estados Unidos amenaza con arrestar a los jueces del Tribunal Penal Internacional (TPI) si se disponen a juzgar a americanos por crímenes de guerra en Afganistán”, del diez de septiembre de 2018, el canal de televisión France 24, propiedad de la empresa estatal francesa France Médias Monde, informó de que el consejero nacional de seguridad de la Casa Blanca, John Bolton, afirmó públicamente:
“Prohibiremos a los jueces y fiscales (del TPI) la entrada en Estados Unidos. Congelaremos sus fondos en nuestro sistema financiero y los llevaremos a juicio ante el tribunal penal en Estados Unidos. Haremos lo mismo con cualquier empresa y Estado que colabore en un procedimiento judicial del TPI sobre ciudadanos americanos”.
Esta información ha salido en todos los medios del mundo aunque no sé de ninguno que haya publicado una respuesta acorde por parte de un país afectado, es decir, de cualquiera de los 195 que existen a fecha de hoy, ¿será porque ninguno tiene miedo de las amenazas de Estados Unidos o por lo contrario?
Cada medio de información pone el énfasis en el aspecto que le interesa más y aquí aparece únicamente el de The Guardian porque completa las palabras de France 24:
Bolton “afirmó que Estados Unidos negociará acuerdos bilaterales que obliguen más a los firmantes para que prohíban la entrega de americanos al TPI”.
De la gravedad de los crímenes de Estados Unidos, aunque los niegue, da cuenta precisamente que contrate a mercenarios. Si actuase con respeto a la ley internacional ¿para qué tendría que presionar y amenazar al resto del mundo, aliados incluidos? ¿Por qué es preciso contratar a asesinos a sueldo del mejor postor para liberar, llevar la democracia, proteger y ayudar a las poblaciones de otros países?
Aunque Estados Unidos es un país muy poderoso (no obstante cada vez menos) le resulta imposible amedrentar al resto de países en conjunto, por lo que se dedica como cualquier matón a intimidar a los más débiles y a los menos poderosos de forma individual para que se plieguen -aparentemente de acuerdo y hasta de buen grado- a su dictado.
Agustín Velloso
Fuente: Grupo Tortuga
[Fundación Sur]
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