Hoy, 14 de octubre, se cumplen seis meses del secuestro de las más de 200 niñas raptadas en un colegio en el inseguro noreste de Nigeria por el grupo islamista Boko Haram, ante el olvido internacional. Bien atrás quedó el furor del hashtag #BringBackOurGirls y la súplica de los padres y familiares al gobierno local ante su incompetencia, que se continúa dando pero ahora sin el flash de muchas cámaras. Una de las tantas noticias pasajeras. Vendida, luego se descarta.
Pero esta catástrofe ha quedado caduca frente a otra más reciente que recuerda lo egoísta que se puede ser: la epidemia de ébola. Los medios masivos de comunicación generalizan, de a momentos el consumidor de noticias puede llevarse la imagen de que África es un solo país y que sus aproximadamente 1.000 millones de habitantes, sin excepciones, padecen una enfermedad que la psicosis universal haría creer que se transmite por el aire, cuando esa caracterización dista de ser real (así como el infundado miedo de que el virus mute y pueda modificar asimismo la forma de transmisión).
Mientras escribo estas líneas es muy probable que la epidemia de ébola que asola no un continente entero sino tres países, por primera vez, de África occidental (Sierra Leona, Liberia y Guinea Conakry) supere las 4.500 víctimas. En efecto, la última actualización de cifras la dio la OMS esta mañana, con el balance de 4.447 decesos desde diciembre de 2013, cuando la primera muerte, como siempre en cuestiones relativas a África, pasó desapercibida en una región ignorada y siempre acostumbrada a ello, diría un obtuso lector de noticias occidental.
Sin embargo, lo curioso es que el ébola despierte los más paranoicos temores fuera de África al ser noticia en esos tres países mencionados que viven una verdadera situación caótica (sobre todo Sierra Leona y Liberia) y que, por su parte, es poco abordada al interior. Pero lo más llamativo es el enfriamiento de la noticia, que se prolongó durante buena parte de septiembre. La causa es fácil de determinar: no hubo ningún afectado fuera de esas pequeñas naciones siempre ignoradas (y la populosa Nigeria recibió el “alta” tras pagar el precio de ocho decesos). Pero el contagio en España de la enfermera Teresa Romero, que atendió al segundo misionero fallecido a fines de septiembre (Manuel García Viejo), reavivó el tema, y el sacrificio de su perro Excalibur puso al rojo vivo el debate. Del otro lado del Atlántico, al poco tiempo falleció otro profesional de la salud llevado a los Estados Unidos (el liberiano Thomas Duncan) y la enfermera que lo trató también enfermó. Automáticamente comenzaron las sospechas de casos en múltiples sitios, Brasil, Chile, Perú, Portugal, todas descartadas. El chileno ha dado malaria (o paludismo), para variar, y como parte de un dato no menor: según la OMS, por caso, en 2012 unas 627.000 personas murieron de esta enfermedad, sobre todo niños africanos lo que empequeñece el ébola. Por último, se sumó la muerte, en Alemania, de un empleado africano de Naciones Unidas, infectado en Liberia. En resumen, el ébola está entre nosotros, otra vez, y ante todo lo principal, el miedo. Hasta nuevo aviso, África mantiene su relevancia en exclusiva por esto, en el plano de internacionales.
Pero no quisiera cerrar antes este comentario sin apuntar a la denominación de la enfermedad y con eso establecer un flagrante olvido. Esta nueva epidemia, con la que el miedo y la psicosis se mueven más rápido que sus nada desestimables cifras, no tiene nada de novedoso, en realidad. Debe su nombre a un río afluente de uno de los cursos fluviales más imponentes de África, el Congo. Corría el año 1976 y un joven médico belga, Peter Piot, denominó a ese nuevo virus descubierto asociándolo al río más cercano en el gigantesco (por entonces) Zaire, tal como hoy se conoce la enfermedad, que hace casi 40 años dejó 280 víctimas. Desde aquel año la hoy República Democrática del Congo (RDC) ha sufrido siete brotes de ébola, si bien es cierto que el más difundido en África occidental causó mayor número de muertes que todos los anteriores juntos, y no parece detenerse (aunque sí la relevancia de la noticia, si bien de forma errática). En aquel extenso país el ébola es endémico pero la noticia se construye con mucho mayor éxito ante la novedad. Mientras tanto, los congoleños siguen muriendo ante un seguimiento escaso de la atención internacional en un brote diferente del que asola en África occidental. El último en el país de África central se dio en 1995 y se reportaron 317 casos, con una altísima tasa de mortalidad, del 88%, frente al 25% de una cepa distinta (y más benigna si eso puede afirmarse) en la vecina Uganda, en el año 2007. En RDC, a casi 20 años sin ébola (o lo que se reporta), éste reapareció. El saldo hasta ahora, desde agosto, es de 43 muertos (o al menos esa cifra indica la prensa francesa) sobre todo en el noroeste, a menos de 1.000 kilómetros de la capital Kinshasa, una megalópolis africana de casi 10 millones de habitantes. Sin embargo, desde el 11 de agosto han fallecido por cólera 72 personas, en la provincia de Tanganiyka, ubicada al sureste del país. En 2013 este último dejó 491 muertes en todo el antiguo Congo belga.
El cólera en RDC es una noticia que pudiera resultar repetitiva y aislada, pero, si suman todos estos relatos de decesos por diversas enfermedades, las cifras debería impresionar y superarían con creces la actual epidemia que supera 4.000 víctimas en África occidental. Pero la noticia no puede resistir el atractivo de la novedad. Lo repetitivo no causa tanta atención (y conmoción) como lo novedoso. Lo más triste de todo es que la enfermedad lleve el nombre de un accidente geográfico cuyo país al que pertenece tiene escasa repercusión pero, paradójicamente, su nombre cause tanta histeria colectiva fuera de RDC y de toda África en general. En suma, un río olvidado da identidad a un mal cuyas cifras letales quedan pequeñas frente a un fenómeno planetario como la malaria, que causa un promedio de un millón de muertes anuales, siendo el 90% en África. El miedo todo lo puede, si bien no hay que perder la cautela, pero ante todo no la calma. El ébola pasará, como sucediera en 1976, 1995 y hoy. Los africanos (y algún occidental más tal vez) rendirán su tributo en sangre, en cierta forma un reflejo de la moda de la noticia pasajera característica de la irresistible liviandad de nuestras sociedades (y de las grietas de los sistemas sanitarios y médicos).