“Tenga cuidado señor, este es un barrio peligroso”. Desde que, hace algo más de un año, empecé a vivir en la Gare Routière de Libreville (Gabón) debo de haber .escuchado esta frase ya unas cinco veces de labios del policía que me ha parado en la calle para pedirme la documentación. Y siempre he respondido de la misma manera: “Muchas gracias. Soy residente de este barrio y hasta la fecha no he tenido ningún problema”.
No es Gabón el único país del mundo donde al viajero se le aconseja que extreme las precauciones en las proximidades de una estación de transporte urbano, consideradas por lo general por sitios donde abundan los raterillos amigos de lo ajeno o incluso delincuentes que apuntan más alto, ya sean jefes de mafias, de tráfico de droga o de atracadores organizados. Pero, salvando las precauciones lógicas que siempre dicta la prudencia, la verdad es que Libreville nunca ha sido una ciudad peligrosa, por lo menos para los que la transitamos as plena luz del día. Suelo desplazarme casi siempre a pie, y los peligros que podrían causarme algún problema vendrían más bien de una circulación caótica y hasta agresiva, agravado por la ausencia casi absoluta de semáforos y de guardias de tráfico. Eso sucede en toda la ciudad, y más en la Gare Routière, o estación de autobuses.
La verdad es que se trata de un título pretencioso. Porque ni en Libreville hay autobuses (con excepción de dos líneas municipales muy irregulares) ni en el barrio hay ninguna estación. Se trata, simplemente, de un ruidoso y muy concurrido cruce de avenidas en cuyas esquinas se alinean destartaladas furgonetas con destino a alguno de los puntos de la ciudad. A veces, estos vehículos, que como en toda África salen cuando están llenos, tienen tantos descuidados años a cuestas, que uno tiene que tener cuidado con no apoyarse contra la puerta durante el trayecto, porque ésta se puede desprender de repente y caer estrepitosamente sobre la calzada. La otra alternativa para viajar por la ciudad es parar un taxi, que ya tendrá algunos clientes dentro, y proponer con rapidez al conductor un precio al mismo tiempo que le decimos nuestro destino. Si el chófer –por lo general de Malí, Costa de Marfil o Nigeria- está de acuerdo, nos hará una señal para que montemos. Si no está dispuesto a llevarnos en la dirección requerida o le parece que el precio es muy bajo, seguirá su trayecto sin ni siquiera dignarse mirarnos. Es la ley económica de la oferta y la demanda en contexto africano. A los dogmáticos del liberalismo del mercado les dejaba yo en medio de Libreville con doscientos francos en el bolsillo a ver si es verdad que, según dicen ellos, la ley de la oferta y la demanda crea el equilibrio en la economía o bien deja tirados en la calle a más de uno.
La Gare Routière empieza a ser un hervidero de gente de buena mañana, hacia las seis o seis y media. A la puerta de sus tiendas se colocan muy pronto mujeres que venden buñuelos, plátanos, improvisados bocadillos de bajo precio y alta probabilidad de infecciones provocadoras de diarrea (algo de lo que doy fe) y vasos de café humeante. Libreville es una ciudad por lo general muy sucia, donde las basuras se tiran en cualquier parte, con el consiguiente riesgo de enfermedades ante la deplorable ausencia de higiene. Eso hace que caminar a pie por sus calles sea francamente incómodo, y no raramente incluso desagradable. Mientras tanto, los “boys” de los mini buses gritan su destino mientras en las esquinas se agolpan grupitos de personas que se dirigen al trabajo o a los centros escolares mientras esperan que pase algún taxi para abalanzarse a sus puertas y negociar en dos segundos un precio y un destino. Poco a poco, abren las tiendas, la mayoría de papelería y artículos escolares, aunque en las calles adyacentes nos encontraremos con peluquerías, sastrerías (generalmente regentadas por malienses), tiendecillas de alimentación (casi siempre con su dueño de Senegal), clínicas, improvisadas “farmacias” que prometen remedios contra las lombrices, la diabetes, la infertilidad o la impotencia y, cómo no, bares donde ya a las siete de la mañana uno ve mesas muy concurridas de hombres que buscan entonarse con alguna cerveza antes de llegar a sus puestos de trabajo. Pobre de sus jefes, o de sus subalternos, que es peor.
Hacia las ocho de la mañana, los bordes de la carretera están llenos de mujeres que venden sus mercancías expuestas en el suelo, por lo general plátanos macho, patatas dulces, maíz, tomates y otras verduras. Bastante a menudo, sobre todo los sábados, aparecen los camiones de la gendarmería, y los guripas con porra empiezan a echar a las vendedoras ambulantes, que apenas tienen tiempo para recoger a toda prisa sus cosas. Tras el conato de batalla campal, los guardias dejarán el lugar, con mercancías esparcidas como testigos del conflicto, y al cabo de una hora como mucho las señoras volverán a ocupar sus puestos gruñendo y lamentándose de cómo les hacen la vida imposible.
Mucho peor son los controles de documentación de la gendarmería en esta zona. Casi siempre temprano, cuando la gente va al trabajo, o tarde al caer la noche. Oficialmente, la razón es cuidad de la seguridad, sobre todo desde que el año pasado el ambiente político comenzó a caldearse con numerosas huelgas y protestas contra el gobierno. Pero tras este río revuelto de conflictos sociales, los uniformados tienen muy claro que intentan pillar a los inmigrantes extranjeros. La mayor parte de los trabajos pesados en la capital gabonesa, como la construcción, la limpieza o el transporte –y en buena medida también el pequeño comercio- lo llevan a cabo inmigrantes de países de África Occidental, y en la Gare Routière abundan los extranjeros. Al que le pillan sin papeles, o incluso con la documentación en regla, ya sabe que no tendrá más remedio que dejar algún billete en la mano del policía que le amenaza para que le deje volver tranquilo a su casa.
Esto crea a veces situaciones en las que uno va en un taxi, y al apercibirse el conductor de la presencia de los policías al fondo de la calle, hace una rápida maniobra digna de una persecución de un filme de James Bond y da media vuelta a toda velocidad para intentar zafarse. Cuando en alguna ocasión me he encontrado en un taxi haciendo una tal manobra de montaña rusa y he protestado, el taxista me ha respondido: “señor, es que cada vez que me paran, les tengo que dar cinco mil francos, y eso que tengo bien los papeles”. Al final, el buen hombre da un rodea para dejarme a un buen trecho de mi casa, y si eso me ocurre al atardecer , lo más seguro es que me parará un gendarme para pedirme la documentación y devolvérmela mientras me aconseja: “tenga cuidado con los ladrones en este barrio”. A veces me darían ganas de decirle quiénes pienso que son los verdaderos ladrones.
Original en : En Clave de África