Henry Kissinger, críptico embajador del demonio en el cielo e intermediario de Dios en el infierno, lo tenía y muy claro lo tiene: “…ahora mismo, todos están enfocados en la eliminación de Mubarak. Esa es solo la primera escena del primer acto, de un drama que tiene que ser actuado. No queremos hacer ver que estemos imponiendo un gobierno…”. Y ciertamente así ha ido sucediendo. La onda expansiva de aquel alzamiento [aparentemente] libertario y que [ilusamente] suspiró con transformar Túnez en un estado laico, es la misma que derrumbó a Gadafi y catalizó el fin de la dinastía Mubarak. Un efecto dominó al que Washington, sabedor que el Rais ya estaba amortizado, se apuntó de perfil y bajo la esperanza de que la “revolución” egipcia les colocara otro títere que cimentase otros treinta años de paz en El Sinaí. “…lo que ellos llaman democracia no es más que un cambio de líder que no tiene porque ser lo que ellos quieran…”
Respaldar el derrocamiento de Hosni era un órdago tan arriesgado como estratégicamente ineludible. No haberlo hecho no era ni asumible ni inteligente; pues a Obama, se le presentó una inmejorable oportunidad de apuntalar su ya habitual y populista discurso de exteriores con el trasfondo de la eterna democracia para todos los pueblos. Conmovedor, debió pensar Henry. Por otra parte, hacerlo, era arriesgarse a que un poder islamista se cimentase. Los Hermanos musulmanes, que son cualquier cosa menos una alternancia tolerable, no dejan de representar, pese a lo legitimo de su gobierno, una apuesta demasiado arriesgada como para ser aceptada por occidente. Los acuerdos de Camp David pusieron en liza la importancia que desde entonces ha representado un Egipto dócil para la Realpolitik. Rúbricas apadrinadas por Kissinger y, desde entonces, leitmotiv de la doctrina estadounidense para con Oriente Medio.
El ejército egipcio en la calle. Eso es lo que mejor le viene a La Casa Blanca, a Langley, y a Tel Aviv; al menos, hasta que de las urnas salga un nuevo Mubarak. Y pese a que uno es un romántico, el resto son majaderías y un bizantino sueño de verano en la plaza Tahrir. Hay demasiados intereses en juego como para dejar que los egipcios decidan.
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