La persona de la fotografía es Percy Uwimana. Ruandesa. Vive en el campo de refugiados de Dzaleka, en Malawi. Llegó con su hijo en 2002 mientras perdía a otro por el camino sin saber muy bien cómo. Madre soltera, ahora tiene cuatro y encara los abusos de los que vienen a asustarla a menudo, a robarle un poco más de lo poco que tiene.
Tiene a Dios. Desde que dejó su país la esperanza fue una biblia a la que agarrarse por el camino. “Se salvó de las llamas”, recuerda Percy. Entre la montonera de trastos de su minúsculo refugio tiende al periodista el libro cubierto por una tapa azul marina que la protege. Tiene varios folletos de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. “Ésta es”, dice y se encoge de hombros. Es lo único que conserva de un pasado que se quemó.
El presente son sus hijos. Le duele no poder darles un futuro, una educación. Imagina como loca que ACNUR le encuentra un lugar para reasentarse. Un clavo ardiendo al que agarrarse pero que se enfría a diario.
Sabiendo de las pocas posibilidades que tiene, Percy transita por la vida intentando curarse el alma. Los refugiados cargan con el pasado que los derrota día a día en el presente y les impide mirar al futuro. Percy grita de rabia pero nadie la escucha. Sigue vencida e intenta perder el tiempo pero hasta eso se lo quitaron porque no hay posibilidad de trabajo. Encerrada en una llanura de adobe y polvo en mitad de la nada no le queda ni un menester con el que llenarse de responsabilidad.
Curtida a palos conoce todo tipo de ostias, incluso las que no merece. Sigue preguntándose y no encuentra respuesta. Pero se levanta cada día por sus hijos mostrando el coraje de la gente que lo perdió todo por culpa de una puta guerra.
Percy mira sincera. Se despide e incluso deja vislumbrar una leve sonrisa en su rostro. Es la que desafía al destino y le pregunta: ¿a qué vienes, a quitarme más?
*Artículo originalmente publicado en el Día Mundial del Refugiado, 20/06/2014, en The Objective
Original en . Caminos Estrechos