Las tormentas de África no tienen nombre. Esto es una atávica maldición. Por lo que parece, que te golpee una lluvia acompañada de fuertes vientos que se llama Isaac te hace merecedor de atención mediática, indemnizaciones y suspiros generalizados de solidaridad. Pero si la lluvia y las riadas y los derrumbes no tienen nombre es como si formaran parte de una suerte de sino maldito al que no vale la pena dedicar ni un segundo de nuestra civilizada preocupación.
Y eso que la muerte es la misma. En la comunidad rural de Diaoulé, los gemelos Adama y Awa Dialo, de cuatro años, y la pequeña Bineta, de un mes y medio, están tan muertos como los siete fallecidos que dejó tras de sí la tormenta Isaac en Luisiana. O el joven al que se llevó las aguas en Pikine. O los seis muertos en Touba, o las decenas de desaparecidos de Niamey. En total, más de setenta muertos sólo en Níger y Senegal. Por no hablar del medio millón de personas que se han quedado no sin luz, sino sin casa.
La diferencia es que si a unos los ha matado una tormenta con DNI, a los otros se los ha llevado por delante una lluvia estacional sin nombre que cuenta, como perfectos aliados, con la indiferencia y la miseria de un mundo mal repartido. Hoy ha vuelto a llover a manta en Senegal. Me levanto por la mañana con el estruendo del agua que veo caer en la calle y no puedo dejar de pensar en esos barrios y pueblos donde la gente estará, ahora mismo, intentando burlar a esta maldición sin nombre.
Ayer comentaba esta triste paradoja con un amigo. Y me decía «no sé de qué te sorprendes, esto es África». Pero no es sorpresa, es indignada confirmación que de vez en cuando conviene sacar de las catacumbas de uno mismo para nunca perder la perspectiva de que, en realidad y pese a lo que parece, setenta muertos son más que siete, aunque su muerte no tenga nombre ni merezca titulares en los periódicos.
Original en : Guinguinbali