El tercer milenio se ha abierto con miedos: el bug del sistema informático, el choque de las civilizaciones según las teorías de Samuel Huntington, pero también la subida de la extrema derecha en Occidente. Por cierto, algunas de estas ideas nos hacen pensar a la situación en vísperas de la I Guerra Mundial, que prolongaba ciertas visiones de la segunda mitad del siglo XIX. Cuando se reflexiona en ello, los individuos pierden cada vez más el reflejo colectivo, la confusión entre los intereses individuales y la sobrevivencia de la colectividad, representando la amenaza más grande contra la cohesión de la las sociedades. Precisamente es eso lo que las revoluciones del Magreb nos han recordado. El leadership vejestorio de la gran parte de los países al norte como al sur del Sahara está desconectado de las aspiraciones de los pueblos y sobre todo de su nivel de información. Se ha hecho mucha glosa sobre el papel de internet, de las redes sociales y de la televisión (Al-Jazira).
Paradójicamente, es durante estas décadas de lucha contra la corrupción, donde el breviario de todo gobierno debía girar alrededor del reparto equitativo de los recursos y de la buena gobernabilidad, que hemos visto erigirse en sistema la patrimonialización y la privatización de las estructuras estatales al servicio de los intereses particulares. Las lógicas de acaparamiento han obtenido instalar la mafia en el corazón de los Estados. Gamal Abdel Naser, en el momento de su muerte en 1970 no poseía gran cosa y su figura está asociada a unas ideas fuertes: panarabismo, panislamismo; mientras que Hosni Mubarak hace parte de las grandes fortunas árabes, incluso del mundo. Por consiguiente, la pregunta legítima que debemos plantearnos es la siguiente: ¿Cuál es la finalidad del poder? ¿Hay que utilizarlo para sustituirse al sector privado de los países, convertirse en el gran accionario de las multinacionales? Las revoluciones tunecina y egipcia nos obligan a repensar la política y la finalidad del poder.
La reflexión está activada y basta con prestar atención al proceso de secularización en los países musulmanes. Desde el cambio que constituye la revolución iraní de 1979, la confusión entre el islam y la política se convirtió en un punto de cristalización entre Occidente y el mundo musulmán. Desde ese momento la figura de la mujer en las sociedades musulmanas fue objeto de una apuesta particular. La confrontación entre una visión con “esquemas reductores del islam, considerado por los occidentales como un todo monolítico, inamovible en el tiempo y estático en el espacio” y de las posiciones fundamentalistas completamente herméticas a toda concesión hacia las libertades individuales fueron el motor de una verdadera transformación. Los estudiosos como Gilles Kepel y Olivier Roy tienen razón, hoy, de evocar la caída del islamismo. Pero cuáles han sido, según mi humilde criterio, los verdaderos factores de este cambio?
En primer lugar, debemos notar la demistificación del ejercicio del poder de los religiosos, porque al fin de cuentas esto no se ha traducido en una mejora de las condiciones de vida de las poblaciones; más, la corrupción no ha ido a menos. Y un dato interesante, el hecho de asociar la violencia al hecho religioso hace que las jóvenes generaciones sean más escépticas. Rachid Ghennuchi, en Túnez, ha renunciado a conquistar el poder mientras que los Hermanos musulmanes, en Egipto, prometen no poner en tela de juicio las conquistas democráticas y las libertades individuales. La represión que se abatió en su día sobre los islamistas contribuyó a debilitar sus organizaciones.
Pero, hay que reconocer que han sido los intelectuales los que han preparado estas mutaciones importantes. Es el lugar de citar algunos de ellos que podemos considerar como los más fecundos como Abdu Filali-Ansari, el traductor y comentador de Abderrezak, el gran teórico de la separación de poderes en el islam; el juez egipcio Said el-Ashmaui que ha escrito El islamismo contra el islam (1); el sudanés Abdallah Eb-Na’im, jurista y discípulo de Mohamed Taha que se apoyó sobre un análisis de los derechos humanos en el islam para desembocar en una apología de la neutralidad del Estado; o también, el filósofo senegalés Suleiman Bachir Dyagne, comentador de Iqbal, el pensador del movimiento. Todos han trabajado en el sentido de una separación entre religión y política pero sobre todo de un humanismo en el islam. Esta dinámica se encuentra reforzada por la reflexión sobre la ciudadanía de Tariq Ramadan. Que Occidente nutra una cierta precaución sobre esta persona, no quita que esto quite su aporte decisivo sobre la reflexión sobre el islam moderno.
Sin embargo, el éxito recae sobre las tesis que llevan como sujeto el feminismo en el islam. Todavía no nos damos cuenta del alcance de la lectura feminista de las escrituras por intelectuales musulmanes, en un contexto de globalización. Estas revoluciones, estoy convencida, van a ser protegidas y vigiladas por las mujeres. Porque, desde hace algunas décadas, la movilización de las organizaciones de los derechos humanos y de las asociaciones de mujeres han posibilitado el desencajonamiento de las sociedades musulmanas y sobre todo la emergencia de una verdadera sociedad civil.
En realidad, la voluntad de las mujeres musulmanas de acceder a la libertad de expresión y a una participación creciente a la vida activa ha abierto la reflexión sobre sus condiciones de existencia. La publicación del libro de Fátima Mernissi, El harem y la política; el profeta y las mujeres (2), sigue siendo un hito del nuevo pensamiento feminista en los países musulmanes. Incluso si el origen del feminismo “de esencia musulmana” nace en el siglo XIX en Egipto, hay que reconocer que los lectores occidentales descubren, con Mernissi, una teoría diferente a aquella que marginaliza a la mujer en el islam.
A partir de los años 1990, la exigencia de definir los derechos humanos en el islam en relación a la realidad sociológica, empuja a fijar unas líneas de demarcación entre lo que toca a las escrituras, la manipulación o la interpretación tendenciosa. Ha sido la confusión la que ha dado sentido a la exégesis feminista porque sencillamente se buscaba forjar las armas que pudieran ayudar a la mujer musulmana a liberarse más. Entre las que han trabajado en este sentido, podemos citar Nawal Saadawi, Riffat Hassan o también Amina Wadud.
Si nos hemos dado la pena de recordar todo esto, es solamente para insistir sobre el hecho que las revoluciones que se están gestando o están en curso, son el fruto de una larga maduración preparado por los intelectuales y llevado por la sociedad civil. La autonomización de grupos dotados de instrumentos excepcionales como son las redes sociales, apoyados por una reflexión sólida, jamás encontrarán una respuesta en la represión, en el acaparamiento del poder y de los recursos. El siglo XXI es el siglo de la transparencia, de la democracia pero también de la redefinición de un pensamiento solidario. Solo a este precio será preservada la cohesión de las sociedades en un mundo donde todavía no hemos terminado de vivir toda clase de trastornos.
1. L’islamisme contre l’islam, de Muhammad Saïd Al-Ashmawi, La Découverte/Al-Fikr, 112 páginas, 11,20 euros.
2. Le harem politique ; Le prophète et les femmes, de Fatima Mernissi, Albin Michel, 293 páginas, 9,50 euros.
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