Las buenas intenciones

5/01/2007 | Opinión

La vida de Roméo Dallaire, el general canadiense que estaba al mando de la misión de la ONU en Ruanda en abril de 1994, se convirtió en una pesadilla de remordimientos. Porque no pudo parar el peor genocidio que ha vivido la humanidad desde el holocausto nazi. Lo expía y lo explica en su libro “Yo he estrechado la mano del diablo”. Dallaire se desgañitó desde Kigali para pedir del Consejo de Seguridad de la ONU una intervención militar –en este caso un refuerzo de la misión de paz ya desplegada: se hizo todo lo contrario, se redujo a una ridícula fuerza de 270 “cascos azules”- que pusiera fin a las matanzas. Pese al compromiso con el que se creó la ONU tras la hecatombe de la II Guerra Mundial, en Ruanda se toleró el asesinato sistemático de más de 800.000 personas en tres meses. Se hurtó el término “genocidio” para no tener que intervenir. Era un caso sangrante al que la comunidad internacional no supo responder.

En la región sudanesa de Darfur se están cometiendo ahora mismo crímenes contra la humanidad, otro episodio de “limpieza étnica”. La ONU quiere reemplazar, con un nuevo mandato, a la misión de la inoperante Unión Africana, pero se encuentra con el rechazo de Sudán, que cuenta con paraguas chino (principal receptor del crudo sudanés), que se niega a entrecomillar su soberanía. El ya ex secretario general de la ONU, Kofi Annan, hizo de la tesis de que la sacrosanta inviolabilidad de las fronteras debería quedar en suspenso cuando un gobierno dimitiera de sus obligaciones y bajo su égida se cometiera masivas violaciones de los derechos humanos, uno de los ejes de su mandato, al frente de una organización capitidisminuida, por su papel secundario en la catástrofe de Irak: primero porque no pudo impedir una invasión que se efectuó sin su visto bueno, después porque se vio obligada a legitimar una ocupación que sigue sin ser capaz de parar lo que ya es una guerra civil abierta.

El intervencionismo humanitario, y más cuando se viste de caqui, plantea grandes dilemas. Las supuestas buenas intenciones no suelen ser políticamente neutrales, y a veces causan más mal que bien. ¿Hasta qué punto algunas intervenciones humanitarias, desplegadas bajo el pretexto de asistir a Estados en bancarrota, o en situación de grave crisis alimentaria o política, acaban teniendo efectos devastadores sobre el espectro político o económico del país “víctima”?

El periodista anglosajón Stephen Smith dedicó su polémico último libro, “Negrología. Por qué África muere”, a criticar el victimismo africano y los estragos que la ayuda ha causado en el continente negro, perpetuando situaciones de subdesarrollo, corrupción e injusticia. Smith, que ha trabajado como corresponsal para África de los diarios “Libération” y “Le Monde”, escribe con ironía que la década 1989-1999, cuando el antecesor de Annan al frente de la ONU, el egipcio Boutros Boutros Ghali, declaró que “el tiempo de la soberanía absoluta y excesiva ha pasado”, fue “la edad de oro de lo humanitario –el adjetivo inventado en 1839 por Alphonse de Lamartine, cuya “poesía del alma” pretendía ser “expresión de un corazón que se engaña con su propio llanto”. La opinión internacional, muy emocionada y sacudida por la urgencia (“Hay que hacer algo”), aplaudió la ley del más fuerte, convertida en el derecho a socorrer al más débil libremente y, si es preciso, en contra de su voluntad”. Contra esas actitudes, que considera otra forma de paternalismo, se rebela también la periodista británica Michela Wrong, quien critica acerbamente la operación desplegada por la ONU en el sur de Sudán desde hace años para atender a las poblaciones víctimas de la guerra civil y se pregunta si además de salvar la conciencia de algunos occidentales no ha sido un agente que ha “perpetuado la situación”.

En una reflexión útil –aunque las coordenadas, el contexto y la geopolítica son muy otros- para lo que ha ocurrido en Irak, Smith destaca que los somalíes, “sin ningún complejo de inferioridad”, dieron a comienzos de los noventa a Occidente “cuatro lecciones”: “la de su vulnerabilidad o, para ser más exactos, de la superioridad de los intereses vitales del débil sobre las veleidades del más fuerte de imponer un “nuevo orden internacional” hasta en los más remotos rincones del planeta; la lección de que la ayuda humanitaria constituía una fuente de riqueza para la guerra; la enseñanza de que, en vez de un Estado-nación, podía existir una “nación sin Estado”, como ocurrió en Somalia en 1991, ya que ningún gobierno –ni el de Puntland o el de Somaliland ni el “gobierno interino” de Mogadiscio- fue reconocido por la comunidad internacional, y, por último, la lección, vinculada a la anterior, de que la homogeneidad étnica, religiosa y cultural de un país no pone necesariamente a salvo de una guerra de fragmentación, de clanes en este caso”.

Al inicio de “Las ‘buenas intenciones’. Intervención humanitaria en África», Itziar Ruiz-Giménez señala que «el auge del ‘altruismo agresivo’ a principios de los noventa se debió a ciertos cambios en el contexto normativo internacional. Cambios producidos, entre otras causas, por el deseo y el esfuerzo de Occidente, desde su «victoria» en la Guerra Fría, de reconstruir su hegemonía en el ‘nuevo orden internacional’. Pretendía imponer sus normas y valores y, en concreto en relación con el régimen de soberanía, intentaba hacer resurgir, lenta pero inexorablemente, el antiguo ‘estándar civilizatorio’. Pero con nuevos ropajes ya que, esta vez, el grado de ‘civilización’ vendría determinado por el carácter democrático y respetuoso con los derechos humanos y la economía de mercado”. La profesora de Relaciones Internacionales y experta en África hace hincapié en la necesidad de analizar “caso por caso”, contraria a toda demonización o sacralización del intervencionismo humanitario, aunque se muestra muy cautelosa de las intervenciones en las que prima el carácter militar, de ahí que no contemple con buenos ojos la sugerencia que algunos esgrimen de desarrollar en la ONU el brazo militar que se dejó sin elaborar cuando en San Francisco se crearon las bases del mayor organismos multinacional del planeta: un ejército propio capaz de intervenir con rapidez en caso de necesidad extrema, con un alto mando permanente. Ruiz-Giménez prefiere que se trabaje más en la prevención de conflictos, en evitar las causas para no tener que recurrir después a las armas, en evitar el flagelo de la guerra, que a fin de cuentas está en la carta fundacional de las Naciones Unidas, en su origen. Le desasosiega la idea de “guerra justa”, que con tanta pasión esgrimió Tony Blair en Sierra Leona (con buenos resultados) y en Irak (tan pésimos), en la medida en que se recurre a la guerra (“que causa la muerte”) para defender un bien (los derechos humanos).

La pregunta estaba a la orden del día en Sarajevo durante el cerco: ante un mandato inoperante de la ONU, que permitía que ante sus ojos se cometieran crímenes contra la humanidad, fue necesaria la intervención militar impulsada por Bill Clinton para poner término a la guerra de Bosnia. Del mismo modo que no se puede defender un intervencionismo “neutral” (el interés suele primar la acción de las superpotencias), también recalca la autora de “Las “buenas intenciones”” en la necesidad de que ante cada operación las organizaciones no gubernamentales analicen si su participación agudiza los problemas o los resuelve, se convierten en agentes que perpetúan la dependencia o pervierten un estado de cosas donde la pureza salta por los aires. Con las mejores intenciones se puede propiciar el espanto.

El congoleño Mbuyi Kabunda, profesor de Relaciones Internacionales en la universidad de Basilea, estima que «a raíz de las intervenciones humanitarias en los conflictos africanos de la última década, se puede hablar de un disfraz humanitario del derecho de intervención por los Estados, derecho previsto por la Carta de las Naciones Unidas en el caso de la amenaza a la paz y a la seguridad internacionales, pues permiten eludir los vetos del Consejo de seguridad. Bajo la excusa del humanitarismo, se pretende poner en marcha los mecanismos de mantenimiento de la paz y de la seguridad, que están en el capítulo VII de la ONU. Es decir, se da a los Estados del Norte la perfecta tapadera para organizar operaciones con intenciones ocultas o no declaradas. Asistimos, por lo tanto, a la confusión de las responsabilidades estatales y de las responsabilidades humanitarias, dando lugar al “derecho de injerencia” contra la soberanía de los Estados africanos, que tienen la primera responsabilidad para acabar con el sufrimiento de las poblaciones».

Vinculado a la organización no gubernamental Sodepaz, Kabunda cree que «el principal objetivo de las intervenciones humanitarias no suele ser la protección de los ciudadanos no armados, la erradicación de las violaciones contra las mujeres en los campos de refugiados tanto por las fuerzas gubernamentales como por las milicias o la lucha contra las epidemias (caso del Darfur), es decir la construcción y consolidación de la paz, sino la utilización de los humanitarios para crear “corredores”, que permiten a uno u otro de los beligerantes la entrada de armas, junto la realización de los intereses geopolíticos y comerciales de las potencias intervinientes”. Sostiene Kabunda que “tampoco se lucha contra la droga en la base a la hora de la criminalización de conflictos africanos, no sólo por influir el tráfico de droga en las causas de los mismos, sino también en los comportamientos atroces de las milicias (Sierra Leona, Liberia, Casamance, Cabinda, Somalia, Burundi, Ruanda, sur de Sudán). En lugar de agua para apagar el fuego, dichas intervenciones suelen ser combustible arrojado sobre el fuego, al dejar intactas las causas del conflicto o por apoyar a uno u otro de los beligerantes, como en los casos de la República Democrática del Congo o de Angola, donde no se dio prioridad ni a la desmovilización de los ex combatientes, ni a la reinserción de las fuerzas de seguridad pública bajo control civil (caso particular de Mozambique), ni a la reforma de la justicia. Tampoco se insiste en la creación de nuevas instituciones democráticas y de las bases del crecimiento económicos a largo plazo.

Si la ideología de los derechos humanos se ha convertido en el principal argumento invocado por los políticos europeos para justificar las acciones preventivas o represivas contra los Estados soberanos “canallas”, que agreden a sus propias poblaciones, en realidad asistimos a discursos hipócritas, a “buenas intenciones” y a la publicidad humanitaria destinados a la opinión pública occidental, por televisiones interpuestas, además de confiar a las ONG la misión de “administración indirecta de la globalización occidental”. El humanitario contemporáneo se inserta en la misma línea –esta vez bajo la forma del “derecho de injerencia” y de las “intervenciones militaro-humanitarias”- de la “misión civilizadora” de Europa o de la “carga del hombre blanco” de los siglos anteriores».

Stephen Smith trae a colación en “Negrología” el a su juicio “mejor tratado sobre la ayuda, y también el más conciso y más pedagógico”: una novela de Anatole France titulada “El señor Bergeret en París”, que sintetiza así: “Su protagonista, profesor de la Sorbona, un día le da una limosna a Clopinel, un vagabundo, en presencia de su hija Pauline, a la que comenta, calificando su donativo de “piedad cruel”, que Clopinel solo tiene “media alma”. Pauline protesta y le recuerda a su padre la bondad del gesto. Monsieur Bergeret le responde: “Tú no sabes sacar de una acción aparentemente inocente las infinitas consecuencias que encierra”.

Ese es precisamente el análisis que hay que hacer respecto de la ayuda al desarrollo”, y más adelante, explica Smith: “Monsieur Bergeret no se acusa de no haberle pedido nada a Clopinel, sino que se pone en el lugar del vagabundo cuando le explica a su hija que este ha perdido la “mitad del alma”. Monsieur Bergeret se ha enriquecido gracias a la beneficencia que valoriza al donante y envilece al mendigo, para quien la moneda recibida, sea cual sea, no tiene valor porque sólo ha podido obtener exhibiendo su incapacidad para ganarla de otro modo. El pobre sigue siendo pobre, aunque pueda gastar el dinero de otro. La piedad es “bárbara” porque al dar despoja al receptor de su dignidad”.

En la línea de la «Negrología» de Smith abunda un libro publicado el año pasado y que se ha suscitado un gigantesco debate. Se trata del ensayo de William Easterly «La carga del hombre blanco: ¿Por qué los esfuerzos occidentales para ayudar al resto han hecho tanto mal y tan poco bien?», es decir, como resume el premio Nobel de Economía Amartya Sen en la reseña que publicó el año pasado en la revista «Foreign Affairs», cómo los pobres del mundo han sido encarcelados por la ayuda internacional. Sen reconoce que el “excitante –y agitado” libro de Easterley sirve bien al propósito de ofrecer una crítica razonada del triunfalismo que enarbola buena parte de la literatura dedicada al desarrollo económico. Sin embargo, Sen lamenta que Easterley se deje arrebatar por su propia prosa, en línea con la de Rudyard Kipling, quien por su parte ya advirtió que las palabras “son la mayor droga usada por el hombre” (una observación que acaso podría servir para el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, un hombre cargado de buenas intenciones). El economista indio reconoce que muchas de las críticas de Easterley son dignas de ser discutidas de manera clara y honesta, como cuando recalca que muchos grandes planes fracasan por su incapacidad para tener en cuenta la complejidad de las instituciones y los sistemas de estímulo que se olvidan de hacer hincapié en la iniciativa individual. El desafío, dice Sen, “es responder a la petición de los desesperadamente pobres sin dejar de insistir que la ayuda debe llegar de manera útil y productiva”.

A la pregunta de en qué medida muchas actuaciones no convierten a países receptores de ayuda en países dependientes responde Gonzalo Fanjul, director de campañas y estudios de Intermón Oxfam: «Creo que ésta es una crítica legítima, pero peligrosa. La ayuda al desarrollo nunca es una condición suficiente para garantizar el despegue de un país pobre. En ausencia de instituciones fuertes, de líderes comprometidos, de organizaciones sociales y sindicales que fortalezcan la democracia, etcétera, es muy complicado prosperar, incluso cuando hay recursos económicos disponibles (sean externos, como la ayuda, o internos, como los recursos naturales). Pero eso no significa que la ayuda no pueda jugar un papel relevante. Cualquier despegue económico necesita una inyección financiera que, en el caso de los países pobres, no puede venir del consumo o de los impuestos internos. Ésta es la experiencia de todos los casos que han tenido éxito a lo largo del siglo XX, desde Botsuana, Chile y Corea, hasta los países europeos tras la II Guerra Mundial. La clave está, por tanto, en combinar ambas variables, y en conseguir que la ayuda externa promueva el buen gobierno, y al contrario. Si falla el buen gobierno (y esto es lo más habitual), entonces tenemos un problema, porque por mucha ayuda que haya el país no irá hacia adelante, y nos enfrentamos al problema de dependencia que mencionas (y que afecta a muchos países, desde Nicaragua a Etiopía). Se tapan agujeros (lo cual no es moco de pavo, porque se trata de programas sociales de los que dependen millones de personas) pero no resolvemos el problema a largo plazo. Mucha gente se queda en este punto, y admite el papel “asistencialista” de la ayuda, o incluso hay quien aboga por retirarla para forzar los cambios que son necesarios (la tesis del “cuanto peor mejor” que defiende Michela Wrong).

En mi opinión, la pobreza que padecen las poblaciones de estos países es un problema que nos compele a todos, y las soluciones anteriores no sirven. El buen gobierno (por seguir llamándolo de esta manera) no es un regalo que caerá del cielo cuando los dioses quieran. La comunidad internacional puede hacer mucho por promoverlo, empezando por no alimentar la corrupción a través de empresas internacionales, no ayudar militarmente a gobiernos como el etíope, destinando la ayuda a través de organismos multilaterales y no gubernamentales donde el gobierno no tenga acceso, apoyando el fortalecimiento de la sociedad civil y de los medios de comunicación independientes, etcétera, etcétera. El problema no es que la ayuda sea un mecanismo bienintencionado que sirve para poco. El problema es que la ayuda no es la piedra filosofal. Cuando no se dan otras condiciones necesarias, es injusto mirar hacia otro lado”.

Pero hasta qué punto la ayuda alimentaria permite que países como por ejemplo Estados Unidos inunde con su grano países del Tercer Mundo y hunda mercados locales mientras da salida a excedentes agrícolas de un sector protegido precisamente de la competencia de esos países a los que dice ayudar. “El problema fundamental”, dice Fanjul, “es que en muchas ocasiones la ayuda alimentaria en especie responde a los intereses del donante antes que a los del receptor. En el caso de los EE UU (la UE puso fin a estas prácticas hace tiempo), la ayuda alimentaria está vinculada a los stocks de alimentos (cereales, fundamentalmente), y se concede en especie en un 90 por ciento de los casos. Es decir, cuando EE UU se encuentra con excedentes que los mercados no pueden absorber, los exporta como ayuda alimentaria. En 1999-2000, por ejemplo, la sobreproducción de cereales en EE UU provocó una avalancha de exportaciones que hundió los precios de cultivos de los que dependen decenas de países pobres. La ayuda alimentaria también es utilizada para abrir nuevos mercados. La legislación de los Estados Unidos para los programas de ayuda alimentaria establece que la prioridad es exportar productos agrícolas de los Estados Unidos a aquellos países en desarrollo que hayan demostrado el potencial de convertirse en mercados comerciales. Negocio antes que obligación humanitaria. Es indudable que algunas emergencias necesitan alimentos y los necesitan con urgencia, pero no estamos hablando de estos casos. La mayor parte de la ayuda alimentaria entra en mercados en los que sí hay alimentos disponibles, pero no dinero para adquirirlos. Los excedentes norteamericanos inundan estos mercados, hunden los precios de los productores locales y arruinan las posibilidades futuras de producir sus propios alimentos”.

El director del departamento de estudios de Intermón Oxfam aporta un par de ejemplos de grandes estragos causados con supuestas buenas intenciones: “1) Daños a la producción local en los países receptores: en 2002/2003 los donantes de alimentos enviaron a Malaui excesos de ayuda alimentaria por valor de 600.000 toneladas métricas, causando un severo declive en los precios de los cereales y afectando a los productores locales. 2) Desplazamiento de las exportaciones: en el año 2000, las exportaciones de arroz de Guyana a Jamaica fueron desplazadas por la ayuda alimentaria de los Estados Unidos, que súbitamente se duplicó, después de una cosecha extraordinaria de arroz en este país”.

Alfonso Armada

Periodista y escritor.

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