«¡Antes me despojara yo de la vida que de un buen vestido!», decía el joven Crispín en la obra teatral de Jacinto Benavente «Los Intereses Creados». Estoy seguro de que los congoleños suscribirían totalmente esta frase. Una de las cosas que me llaman más la atención en la República Democrática del Congo es el empeño en que las personas, por muy pobres que sean, ponen para arreglarse y tener una buena apariencia, y eso que está considerado el país más pobre del mundo. Personalmente, admiro la capacidad que los africanos tienen de revestirse de dignidad yendo más allá de los mil problemas acuciantes a los que tienen que enfrentarse cada día, y creo que merece la pena hacer un esfuerzo por estar a su altura para mostrar un respeto que se merecen.
Llevo varios días leyendo dos guías de viajes del Congo, una en ingles y otra en francés, y ambas destacan este aspecto de la vida cotidiana. Recojo este párrafo de la guía « Petit Fute » : « Para los congoleños, vestirse bien es una primera naturaleza y para muchos puede incluso suponer gastos a veces exagerados. Parece como si se permitieran todos los atrevimientos, pero siempre asumidos por una rara elegancia que caracteriza como regla casi absoluta el modo de vida congoleño ».
Cuando llegue por primera vez a Uganda, en 1984, me llamaba la atención lo bien vestidas que iban las personas que venían a ver a nuestros dos formadores en la casa de formación de los misioneros combonianos. Con mi ignorancia supina de aquellos años, deduje demasiado deprisa que los que venían a nuestra casa de Kampala eran solo las personas pudientes y hasta empece a desarrollar un sentimiento negativo cuando veía venir aquellas visitas. Aquel estereotipo se deshizo el día que fui con uno de nuestros superiores a visitar las casas de varias de estas familias y me di cuenta de que vivían en chabolas miserables, sin agua ni electricidad, hacinados y faltos de todo.
Fue de las primeras cosas que tuve que aprender en África con mis apenas 24 años y los esquemas radicales propios de esa edad había venido de España con la maleta llena de unas pocas camisetas, un par de vaqueros y zapatillas de deportes, convencido de que era la mejor manera de « estar presente con los pobres ». Después de unas cuantas semanas yendo a misa los domingos en parroquias de gente muy pobre, pero que se vestían con sus mejores galas, me di cuenta de que les estaba faltando el respeto y después de mis primeras vacaciones puse en mi equipaje un traje y algunas camisas y pantalones más formales. Y por supuesto que desterré para siempre los pantalones cortos, prenda que desde entonces usé en África exclusivamente cuando tenia que pintar un muro o regar los repollos de la huerta. Nunca me han gustado mucho los uniformes, pero cuando ejercí como sacerdote en el norte de Uganda siempre tuve a mano una sotana blanca y un par de camisas clericales para ponerme cuando la ocasión lo requería. Lo contrario hubiera sido desentonar.
Pero si en África, en general, la gente intenta ir bien vestida cuando se presenta en publico, el Congo sobrepasa con creces en este aspecto a todos los países del Sur del Sahara. Ir a misa un domingo en cualquier lugar, ya sea una ciudad o una aldea de una zona rural, es sumergirse en un mar de tejidos de colores, trajes bien cortados, zapatos a los que se ha sacado muy cuidadosamente el brillo y –por lo que se refiere a las mujeres- peinados vistosos que seguramente han tardado muchas horas en hacerse a conciencia. Me da pena cuando veo en la televisión congoleña imágenes de delegaciones de tal o cual país europeo que visitan un proyecto financiado por ellos en cualquier rincón del país y me doy cuenta del contraste entre la indumentaria de los anfitriones congoleños – vestidos de chaqueta y corbata a pesar del calor – y la desastrosa vestimenta de sus visitantes occidentales que hacen pensar que han venido a hacer de extras en una película de Indiana Jones o de Tarzán de los Monos. Y no digamos nada de turistas, voluntarios o visitantes que llegan aquí y se permiten el lujo de entrar en un edificio público o una oficina gubernamental con pantalones cortos y camisetas sin mangas. Quien les reciba probablemente callará, tragará saliva e intentará sonreír mientras en su interior se reafirmara en su imagen de los blancos como seres arrogantes y poco respetuosos con los africanos.
Hace unos cuantos años que, entre mis principios mas sagrados, figura aquel que dice que para ayudar en África hay que venir con una actitud de respeto y apertura a aprender de los africanos. Uno de los más marcados signos de ese respeto es reconocer que en este continente las apariencias importan, y mucho. Quien viva por estas latitudes más vale que intente aplicarlo en su vida diaria lo mas fielmente posible.
Original en En Clave de África