Me encanta Addis Abeba. Sólo he estado en la capital etíope en dos ocasiones, y siempre para reuniones apresuradas que me han dejado poco tiempo para explorar esta megápolis en la que hay soberbios palacios, catedrales, jardines y lugares cargados de historia. Las grandes avenidas de Addis transmiten grandeza y orden, sus calles son limpias y por todas partes se construyen edificios y grandes infraestructuras que transmiten un aire de progreso.
El pasado 22 de abril aterricé allí de buena mañana. Mis dos compañeros de Naciones Unidas tenían previsto alojarse en el Hotel Intercontinental y allí les acompañé, con idea de dirigirme yo después a la casa de los combonianos, donde preferí hospedarme para así poder ver a viejos amigos. Un comboniano etíope al que había encontrado antes en Uganda me había dicho que la casa estaba relativamente cerca del Hotel, así que en cuanto mis compañeros se dirigieron a sus habitaciones, salí al exterior a buscar un taxi. En la recepción me dijeron que para la distancia que yo quería recorrer sería suficiente pagar 50 birrs (unos tres euros, si no me salen mal las cuentas). En cuanto vi el primer taxi aparcado a la entrada del hotel, le llamé y le dije si podía llevarme a la Plaza México, en cuyos aledaños se encuentra la Casa Comboni.
-Mire, señor, es que hoy hay una manifestación muy grande y están todas las calles cortadas. Será mejor que se quede en el hotel.
Dos años atrás me había dirigido a la Plaza México andando y recordaba vagamente que no me había llevado mucho tiempo. Le dije que me indicara la avenida principal por donde podría llegar sin perderme, pero el taxista se echó las manos a la cabeza.
-Pero señor, usted no puede ir andando. ¡Tardará por lo menos tres horas! Y además, hay una manifestación. Le pueden hacer daño. Espere… le puedo llevar dando un rodeo y no le cobraré mucho, sólo 500 birr.
Mi comprensivo taxista se ofrecía a ayudarme… cobrándome diez veces más de lo que me habían dicho que sería un precio razonable. Volví a la recepción, y tras dejar las maletas a buen recaudo, cogí mi bolsa de mano y sin hacer caso de los consejos que el taxista seguía dándome a voz en grito me dirigí andando a la gran avenida que pasa por la inmensa Plaza Meskel. Allí empezaban a confluir miles de personas, muchas de las cuales portaban pancartas en amárico. Pasé tres controles de la policía, que cacheaba a todos los que accedían a la plaza, y no tuve más remedio que desviarme dando un buen rodeo, ya que no me dejaron cruzar la inmensa explanada, ocupada en todos sus lugares estratégicos por hombre y mujeres en uniforme. Obedecí como un corderito a las indicaciones que me daban los policías sobre por dónde podía caminar.
El gran mitin era para protestar por la muerte, hacía pocos días, de 28 cristianos ortodoxos etíopes degollados por el Estado Islámico en Libia. Aunque no era el gobierno quien había convocado la manifestación, allí estaba el primer ministro para dirigirse a las multitudes. Intenté alejarme lo más posible que pude, a buen paso, del núcleo de aquel evento multitudinario, y al cabo de una hora llegué a la Plaza México, donde no me resultó difícil encontrar la casa de los combonianos.
Por la tarde, ya terminada la manifestación, sí que pude ya coger un taxi. El conductor hablaba un inglés algo defectuoso, pero tenía ganas de conversación. Le pregunté que cómo había ido la manifestación de la mañana y me contestó que muy bien y sin ningún problema. Me fijé que en varios lugares había piedras desparramadas en mitad de la calzada, como si bastantes personas las hubieran arrojado allí, y le inquirí sobre su origen.
-Es que siempre hay personas que aprovechan de estas reuniones para causar problemas. Sobre todo los de los partidos de la oposición.
Algo más tarde me enteraría que, en varios lugares de la capital, la manifestación terminó como el rosario de la autora, con grupos de jóvenes gritando eslóganes contra el gobierno y clamando venganza contra los islamistas. Aquello acabó a pedrada limpia contra las fuerzas del orden, las cuales respondieron con gases lacrimógenos y cargas con porras. En el fondo, mucha gente está descontenta de que a pesar de tantas promesas de prosperidad, tantos miles de etíopes se vean abocados a salir del país para buscar trabajo en otros lugares. Esa era la razón por la que los etíopes que acabaron degollados se encontraban en Libia.
-El país va bien y nuestro gobierno hace muchas cosas buenas por el pueblo, pero la oposición tiene contactos con el Estado Islámico, y también con Eritrea, que es nuestro enemigo. No puede ser. El gobierno tiene que tener mano dura con la oposición.
Vaya si tiene mano dura. De aquí a un mes hay elecciones legislativas en Etiopía y a la oposición la tienen arrinconada. Como ocurre con otros países africanos, en este país el gobierno ha intentado ganarse el favor de los países donantes con sus éxitos económicos, pero dejando de lado la democracia y los derechos humanos. Me pareció una exageración, por no decir falsedad completa, acusar a los partidos de la oposición de ser instrumentos de los islamistas, pero comprendí que lo que el taxista expresaba era la propaganda oficial repetida por los únicos canales de medios de comunicación permitidos en el país.
Según me explicó el chófer, otros gritaron que el gobierno debería enviar tropas a Libia para luchar contra el Estado Islámico y así vengar las muertes de los compatriotas asesinados. Cuando al final llegamos al inmenso edificio de la Unión Africana, donde me dejó, mientras mi vista se perdía entre las cincuenta y tantas banderas que ondeaban, pensé que de buena me había librado aquella mañana.
Original en : En Clave de África