Durante más de dos décadas, entre 1986 y 2006, el norte de Uganda fue el escenario de un prolongado conflicto que enfrentó a las fuerzas gubernamentales y a los rebeldes del Ejército de Resistencia del Señor (ERS). El conflicto, el más largo de entre todos los vividos en el país desde su independencia, se origina en el legado colonial de dividir para reinar que con frecuencia se aprovechaba de las diferencias étnicas y regionales del continente.
El impacto del conflicto sobre la población fue devastador. Personas fueron asesinadas, desplazadas, mutiladas, torturadas, secuestradas y violadas. En el punto álgido del conflicto, casi 2 millones de personas de las dos subregiones más afectadas por el conflicto, Acholi y Lango, tuvieron que ser desplazadas.
Un estudio de Secure Livelihood Research Consortium reveló que aproximadamente 100.000 personas murieron durante el conflicto y que entre otras 60.000 a 100.000 fueron secuestradas por el Ejército de Resistencia del Señor. Algunas de ellas nunca regresaron, a la mayoría de las cuales se las da por muertas. Además, el estudio estima, aunque con cautela, que 24.687 personas fueron víctimas de violencia sexual durante la guerra y que entre 3.000 y 8.000 hogares en las regiones mencionadas tienen hijos nacidos de dicha violencia sexual.
Los crímenes han cambiado las vidas de los individuos en la región y sus hogares han quedado marcados por cicatrices físicas, emocionales, sociales y económicas que perduran en el tiempo.
Un estudio realizado en el norte de Uganda mostró que los jóvenes que fueron víctimas de, o presenciaron, crímenes de guerra, y en particular los que fueron víctimas de múltiples de estos crímenes, tienen dificultades para recuperar el tiempo de escolaridad perdido. Además, les resulta difícil mantener buenas relaciones con sus familias y con la sociedad en general en el período posterior al conflicto.
Teniendo en cuenta el prolongado impacto que las experiencias vividas durante el conflicto tienen sobre las vidas de las personas, no es nada sorprendente que las medidas de resolución de conflictos tiendan a centrarse en la vulnerabilidad, la marginación y el trauma. Pero al hacerlo, pueden ocultar otros factores importantes.
Mi prolongada investigaciónen el norte de Uganda se centró sobre el análisis de cómo el conflicto en sí afectaba a la recuperación de los jóvenes en el periodo de posguerra. Pude observar que la pobreza, así como el modelo profundamente patriarcal de las sociedades, complicaban el proceso de recuperación.
Mi investigación se hace eco de hallazgos similares en estudios realizados sobre otros escenarios de posconflicto. Estos demuestran que las condiciones sociales y económicas en general – y las sociedades patriarcales más estrictas en particular- dificultan la reintegración de los jóvenes en sus familias y en la sociedad. Estas condiciones inhiben las estrategias de supervivencia, reducen sus opciones y condicionan las decisiones que los individuos toman para reconstruir sus de vidas. Esto es cierto, sobre todo, para las mujeres que han sobrevivido a crímenes de violencia sexual en periodo de guerra y para los hijos nacidos de la guerra.
Uno de mis hallazgos más relevantes desacredita la idea de que la «recuperación» es lineal, o que el final del conflicto «normaliza» las experiencias de las víctimas de crímenes de guerra. La recuperación socioeconómica de los jóvenes no es lineal y llevará tiempo.
La recuperación posconflicto está impulsada en gran medida por la suposición de que tan pronto como el conflicto termina, todo vuelve a la normalidad. Esta suposición postula que las personas son capaces de avanzar en una trayectoria ascendente después de un conflicto. La realidad es mucho más compleja. Por ejemplo, años después del fin del conflicto en el norte de Uganda, los jóvenes que habían sido víctimas de múltiples crímenes de guerra seguían luchando por recuperar la educación y el estatus social en sus comunidades. El hecho de tener poca o ninguna educación afectó a su productividad, sus medios de subsistencia y su potencial de ingresos, limitaciones que probablemente heredarán sus hijos.
Del mismo modo, el haber sufrido violencia sexual, en particular cuando las víctimas son mujeres jóvenes durante y después de un conflicto, crea un estigma que persiste y se amplifica con el tiempo.
Mis investigaciones muestran cómo la evolución de la vida de los jóvenes hacia la recuperación no se produce de forma continuada. La recuperación suele ir seguida de períodos de deterioro, y las mejoras pueden ser pequeñas o intangibles. Es probable que el proceso se prolongue durante varias generaciones.
Igual de importante es impacto que las condiciones sociales, culturales, económicas y políticas tienen sobre la capacidad de recuperación de estas generaciones. En el caso de mi estudio, la capacidad de los jóvenes para recuperarse de los conflictos aparecía como vinculada, en gran medida, a las normas patriarcales de género presentes en la sociedad, así como a los niveles de empobrecimiento. Un enfoque exclusivo en las experiencias de guerra hace que se pierdan estos matices.
Una sociedad patriarcal establece las condiciones bajo las cuales las mujeres y los hombres jóvenes renegocian su lugar en sus familias y en la sociedad. Estas normas determinan qué oportunidades y recursos están al alcance de los jóvenes para desenvolverse en sus vidas cotidianas y planificar su futuro.
Por último, he podido observar que existe una necesidad de prestar más atención a las vulnerabilidades de las personas y a la capacidad de actuar de cada uno. Si bien el conflicto en Uganda aumentó la vulnerabilidad de las personas y complicó el proceso de recuperación, estos factores no eliminaron por completo la capacidad de actuar de los jóvenes. Algunos jóvenes han logrado maniobrar dentro de las limitaciones que las circunstancias les han impuesto y lo han hecho de manera efectiva y positiva.
Por ejemplo, las mujeres con cierta independencia económica y espacio físico propio han tenido más fácil el volver a ser incluidas y aceptadas en la sociedad postconflicto. Dicho esto, mientras que las acciones de algunas mujeres condujeron a resultados positivos, las de otras mujeres pueden conducir a consecuencias adversas, en particular cuando actúan desafiando a las estructuras patriarcales. Estas mujeres corren el riesgo de quedar excluidas de los sistemas de apoyo familiar y social como resultado de sus decisiones personales.
Las realidades de los jóvenes en los escenarios de posconflicto dirigen la atención hacia acontecimientos que van más allá de sus experiencias con los crímenes de guerra. Esto incluye la necesidad de abordar el entorno sociocultural y económico antes, durante y después del conflicto. Prestar atención a estas condiciones proporciona una visión rica de sus complejas vidas, puesto que dictan y definen la medida en que estos jóvenes tienen acceso a distintas opciones y oportunidades en el período posterior al conflicto.
Por último, si bien el sufrimiento de los crímenes de guerra y la experiencia de los conflictos causan vulnerabilidad, los jóvenes no están desprovistos de capacidad para actuar. Es importante examinar cada ocasión para progresar o actuar en lugar de reforzar su vulnerabilidad.
Fuente: The Conversation
[Traducción y edición, Mariana Entrecanales]
[Fundación Sur]
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