Las alambradas que separan las plazas españolas del territorio marroquí son la anhelada y más inmediata frontera de aquellos que buscan una mejor vida. Un linde sur – norte que permeabiliza y hace buena esa frase de que en efecto, sí que hay otros mundos, pero también están en este. Los recientes asaltos, ya sea por mar o intentado superar las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla, vienen a escenificar que a la desesperación por escapar de la guerra o la miseria no hay ni cuchillas ni setos que se le interpongan.
La pirámide demográfica europea es meridiana: el continente envejece y la población joven se atomiza entorno a la emigración procedente del tercer mundo. Los extrarradios de Londres, Marsella o Paris, ya son Little Lagos o Le petit Argel, respectivamente. Bolsas de marginación o guetos donde la alta demografía y el desempleo son el mejor vivero que el islamismo puede tener para establecer un granero de votos. Las mezquitas proliferan como hongos y sólo países [cabales] como Dinamarca o Suiza, en lo referente a términos de inmigración y permisividad, no esconden, detrás de una arenga electoralista y populista, un discurso que alerte sobre los riesgos implícitos que supone una islamización mal entendida y vertebrada en torno a la oración del radicalismo. Un peligro latente del que no se habla bajo pena de que la progresía trasnochada te tache de racista o cualquier otra estupidez. Algo que tristemente bien conocemos en este país.
La inmigración clandestina africana a Europa esboza un arco que se extiende desde el sur de Italia hasta las Islas Canarias. Un escenario inabarcable en medios y que fluctúa según Marruecos se toma más o menos en serio los controles fronterizos. La política de inmigración ilegal de la U.E. es vaga: untar a dirigentes en Mauritania y Senegal para que estrechen el cerco a la salida de los cayucos y plegarse a los caprichos marroquíes. Pataletas en forma de licencias de pesca o naranjas, que como es habitual, las acaba pagando España.
Ya pueden ser físicos o jurídicos, los muros nunca sobreviven a las necesidades humanas; y si no, a la caída del muro de Berlín o al derrumbe de aquella loca normativa segregacionista que sesgó Sudáfrica durante medio siglo les remito. La verja mora aísla a un mundo del otro; en el que miles de africanos son apaleados y abandonados por la gendarmería marroquí en el profundo sur alauí. Un serial de dramas anónimos de los que la amoral Europa nada quiere saber; pues su lacayo alauita le hace el trabajo desagradable; el que nos molesta en la sobremesa e incómoda en los medios: que no se vea lo que pasa al otro lado; ya no es nuestro problema.