La verja mora, por Rafael Muñoz Abad – Centro de Estudios Africanos de la ULL

17/02/2014 | Bitácora africana

Las alambradas que separan las plazas españolas del territorio marroquí son la anhelada y más inmediata frontera de aquellos que buscan una mejor vida. Un linde sur – norte que permeabiliza y hace buena esa frase de que en efecto, sí que hay otros mundos, pero también están en este. Los recientes asaltos, ya sea por mar o intentado superar las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla, vienen a escenificar que a la desesperación por escapar de la guerra o la miseria no hay ni cuchillas ni setos que se le interpongan.

La pirámide demográfica europea es meridiana: el continente envejece y la población joven se atomiza entorno a la emigración procedente del tercer mundo. Los extrarradios de Londres, Marsella o Paris, ya son Little Lagos o Le petit Argel, respectivamente. Bolsas de marginación o guetos donde la alta demografía y el desempleo son el mejor vivero que el islamismo puede tener para establecer un granero de votos. Las mezquitas proliferan como hongos y sólo países [cabales] como Dinamarca o Suiza, en lo referente a términos de inmigración y permisividad, no esconden, detrás de una arenga electoralista y populista, un discurso que alerte sobre los riesgos implícitos que supone una islamización mal entendida y vertebrada en torno a la oración del radicalismo. Un peligro latente del que no se habla bajo pena de que la progresía trasnochada te tache de racista o cualquier otra estupidez. Algo que tristemente bien conocemos en este país.

La inmigración clandestina africana a Europa esboza un arco que se extiende desde el sur de Italia hasta las Islas Canarias. Un escenario inabarcable en medios y que fluctúa según Marruecos se toma más o menos en serio los controles fronterizos. La política de inmigración ilegal de la U.E. es vaga: untar a dirigentes en Mauritania y Senegal para que estrechen el cerco a la salida de los cayucos y plegarse a los caprichos marroquíes. Pataletas en forma de licencias de pesca o naranjas, que como es habitual, las acaba pagando España.

Ya pueden ser físicos o jurídicos, los muros nunca sobreviven a las necesidades humanas; y si no, a la caída del muro de Berlín o al derrumbe de aquella loca normativa segregacionista que sesgó Sudáfrica durante medio siglo les remito. La verja mora aísla a un mundo del otro; en el que miles de africanos son apaleados y abandonados por la gendarmería marroquí en el profundo sur alauí. Un serial de dramas anónimos de los que la amoral Europa nada quiere saber; pues su lacayo alauita le hace el trabajo desagradable; el que nos molesta en la sobremesa e incómoda en los medios: que no se vea lo que pasa al otro lado; ya no es nuestro problema.

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Autor

  • Doctor en Marina Civil.

    Cuando por primera vez llegué a Ciudad del Cabo supe que era el sitio y se cerró así el círculo abierto una tarde de los setenta frente a un desgastado atlas de Reader´s Digest. El por qué está de más y todo pasó a un segundo plano. África suele elegir de la misma manera que un gato o los libros nos escogen; no entra en tus cálculos. Con un doctorado en evolución e historia de la navegación me gano la vida como profesor asociado de la Universidad de la Laguna y desde el año 2003 trabajando como controlador. Piloto de la marina mercante, con frecuencia echo de falta la mar y su soledad en sus guardias de inalcanzable horizonte azul. De trabajar para Salvamento Marítimo aprendí a respetar el coraje de los que en un cayuco, dejando atrás semanas de zarandeo en ese otro océano de arena que es el Sahel, ven por primera vez la mar en Dakar o Nuadibú rumbo a El Dorado de los papeles europeos y su incierto destino. Angola, Costa de Marfil, Ghana, Mauritania, Senegal…pero sobre todo Sudáfrica y Namibia, son las que llenan mis acuarelas africanas. En su momento en forma de estudios y trabajo y después por mero vagabundeo, la conexión emocional con África austral es demasiado no mundana para intentar osar explicarla. El africanista nace y no se hace aunque pueda intentarlo y, si bien no sé nada de África, sí que aprendí más sentado en un café de Luanda viendo la gente pasar que bajo las decenas de libros que cogen polvo en mi biblioteca… sé dónde me voy a morir pero también lo saben la brisa de El Cabo de Buena Esperanza o el silencio del Namib.

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