La valiosa encrucijada, por Rafael Muñoz Abad

24/06/2015 | Bitácora africana

Marchand observaba con desconfianza la débil proa del vapor belga que sobrecargado de hombres y pertrechos se aventuraba a remontar el río Congo. Su temor era meridiano. No era hombre de mar. El cuero desgastado de sus altas botas de oficial obedecía más a las andanzas continentales que al de las cubiertas. Navegar era cosa de británicos vanidosos y sin formas en la mesa.

Por la popa empequeñecía la “civilizada” Brazzaville. Un tórrido arrabal de burdeles donde los pegajosos funcionarios del Rey Leopoldo engendraban bastardos y florecían las casas de contratación regentadas por todo tipo de liantes. Los bigotes de espuma que la roda abría en la caudalosa vena del corazón africano cada vez tardaban más en rebosar los márgenes de un rio que en mar interior se iba transformando.

La mayor preocupación de Kitchener era que el sol había desgastado el rubio de su cabello, temiendo con ello que los egipcios le consideraran menos inglés. Ganada a pulso en las campañas del Sudán, su reputación militar lo encumbraba como un líder nato. Esbelto aunque irlandés de cuna, representaba el canon de caballero victoriano.

El 10 de julio de 1898, tras catorce meses de afluentes y caminatas a través de Africa central, Marchand llegó a su destino junto al Nilo blanco. Dos meses más tarde, remontando el Nilo, arribó Kitchener. Ambos levantaron campamento y reclamaron el lugar.

Cuando aún había caballeros, un polvoriento cruce en medio de la nada definió buena parte de los designios del continente bajo una “apuesta” trazada al mejor estilo de un club de época. Los británicos ansiaban un eje colonial que hiciera realidad el ferrocarril entre El Cairo y Ciudad de El Cabo y los franceses conectar Dakar con el mar rojo. Ambos intereses confluían en Faschoda.

Al fresco del atardecer y en tierra neutral compartían mesa. Cordialidad y elegancia enhebraban las premisas con las que ambos justificaban la posesión de la valiosa encrucijada. Finalmente, la suerte del lugar la decidieron las metrópolis y el telégrafo. Un cable que cambio la faz de Africa y que hizo posible las avaricias de un tal Cecil Rhodes, que si pudiera…”anexionaría el mundo”; pero esa es otra historia.

CENTRO DE ESTUDIOS AFRICANOS DE LA ULL

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Autor

  • Doctor en Marina Civil.

    Cuando por primera vez llegué a Ciudad del Cabo supe que era el sitio y se cerró así el círculo abierto una tarde de los setenta frente a un desgastado atlas de Reader´s Digest. El por qué está de más y todo pasó a un segundo plano. África suele elegir de la misma manera que un gato o los libros nos escogen; no entra en tus cálculos. Con un doctorado en evolución e historia de la navegación me gano la vida como profesor asociado de la Universidad de la Laguna y desde el año 2003 trabajando como controlador. Piloto de la marina mercante, con frecuencia echo de falta la mar y su soledad en sus guardias de inalcanzable horizonte azul. De trabajar para Salvamento Marítimo aprendí a respetar el coraje de los que en un cayuco, dejando atrás semanas de zarandeo en ese otro océano de arena que es el Sahel, ven por primera vez la mar en Dakar o Nuadibú rumbo a El Dorado de los papeles europeos y su incierto destino. Angola, Costa de Marfil, Ghana, Mauritania, Senegal…pero sobre todo Sudáfrica y Namibia, son las que llenan mis acuarelas africanas. En su momento en forma de estudios y trabajo y después por mero vagabundeo, la conexión emocional con África austral es demasiado no mundana para intentar osar explicarla. El africanista nace y no se hace aunque pueda intentarlo y, si bien no sé nada de África, sí que aprendí más sentado en un café de Luanda viendo la gente pasar que bajo las decenas de libros que cogen polvo en mi biblioteca… sé dónde me voy a morir pero también lo saben la brisa de El Cabo de Buena Esperanza o el silencio del Namib.

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