La persona emigrada en contexto profesional occidental

18/09/2017 | Opinión

El contexto

Llegada e integración

Cuando la persona emigrada entra en un nuevo ambiente de trabajo, tiene siempre ese extraño sentimiento de no pertenencia y usurpación. No es un complejo relacionado con su nivel intelectual, sino, más bien, el sentimiento parásito de no ser la cara esperada. Una sensación que siempre sabe invitarse y contra la cual la experiencia no puede hacer nada. La persona emigrada se siente siempre la elección de segundo rango: «habrían preferido una rubia de ojos azules». Este sentimiento del impostor puede ser llevado mucho tiempo, como un pariente cercano, nada amistoso, que nos acompaña en peregrinaciones académicas o incluso profesionales obstaculizando la autoestima y la integración social en la bella Francia. Una integración, como a golpes, siempre recomenzando, frente a un país que es considerado «abierto» pero cuya experiencia de convivencia sigue siendo problemática, una pared estanca, difícil de cruzar; incluso imposible de cruzar para los más desafortunados.

Cohabitación

La persona emigrada se siente, a menudo por debajo de opciones preferenciales. Es el «menos», aquella cuya voz no cuenta, cuyo punto de vista es obsoleto, un ser elíptico, un sonido difuso, un embrollo. A veces se afirma, en una reunión, y allí, ¡milagro! ¡Atrae miradas, admiración! Finalmente, piensa “queda afirmado mi valor”, antes de recaer en el ritmo lento de la indiferencia.

La invisibilidad negra es un tema fuerte en la literatura y en textos teóricos afroamericanos, como “El hombre invisible” de Ralph Ellison (1952, Random House) o temas de Blacks Feminists. Este tema muestra cómo los negros han percibido, a menudo, su vida/presencia como nula, fácilmente callada, ante la abrumadora visibilidad blanca. El color negro representa esta invisibilidad, aleja de los lugares de poder y resta el derecho a la palabra… a la existencia. Esta invisibilidad complica las relaciones entre comunidades (especialmente blancas y las negras). La raza blanca habiendo resuelto la cuestión de su ser en el mundo; la negra que constantemente busca entender, justificar su presencia. Teniendo un empleo, intenta probar su capacidad y se siente más que cualquier otra llevada a combatir enemigos físicos e invisibles, porque integrados.

La sensación de fracaso

inmigrante-francia.jpgEl emigrado ve el fracaso midiéndolo a las realidades socioeconómicas de su contexto de origen. El origen representa este lugar que nos ha dibujado como flechas del carcaj. De allí lejos a aquí, hay dos seres, dos realidades casi irreconciliables. El emigrado evoluciona con dos acentos, dos ritmos, dos salarios, dos representaciones de sí mismo. El contexto de inmigración es, pues, un tira y afloja, una tensión de identidad, una forma de fusionar lo que se es con lo que se convierte. El fracaso para el emigrado es por lo tanto ver las humillaciones que en la nueva tierra de acogida, intentarán negar su presencia, de hacerle invisible. El intenta entonces ahogar esta lectura despreciativa, yuxtaponiendo a este ante-discurso, un nuevo marco de vida.

El ascenso

Vivir con el peso de desagradar y fracasar

La persona emigrada vive con el peso de desagradar y el de fracasar. Este miedo le atenaza, lo lleva como una prenda de vestir. Esta prenda es tan visible como cualquier otra. El miedo es la prerrogativa de todos, pero el temor a la aceptación de sí misma es particularmente profundo en las personas que habiendo dejado su lugar de origen tienen que encontrar otras raíces. Su identidad, con el viaje, ha sido fragmentada, dispersa por todo el mundo.

Observan con envidia a los seres completos que gravitan alrededor de ellos y que ellos no lo son. Ellos sienten la falta, esta ruptura. La ruptura, el sentimiento de difracción, la tirantez cultural, el nihilismo del antiguo yo.

Porque en el deseo de integración, hay el rechazo de sí mismo, del lugar de donde uno viene. Se cree que es porque uno es de otro lugar que las cosas no funcionan como deberían. Se quiere, por consiguiente, erradicar completamente este yo peligroso, este acento, estas ropas, estas especias, estas formas de hablar. Se flirtea entonces rápidamente con la vergüenza de uno mismo, la ira de ser uno mismo. Se echa la culpa a la vida del azar de su lugar de origen.

Uno puede pasar años con este miedo. Pueden pasar años para poner palabras a su malestar: se le llamará inmadurez, mala suerte, racismo (sin ignorar que podría ser el caso). Encontraremos términos para entender la diferencia de la situación y esto sólo nos recordará nuestro aislamiento.

Regresar o no

Emigrar es elegir, en un momento dado, por voluntad libre o por obligación, entrar en un sistema. Este sistema ofrece privilegios a aquellos, que muy a menudo, tienen que olvidar el pasado. La muerte de lo viejo renueva la esperanza en lo nuevo. Occidente exige entonces una integración total, un abandono a su causa. Adherirse a este sistema es entrar en modos de funcionamientos ideológicos: hacer lo que uno tiene que hacer porque todo el mundo lo hace. Conocer un nuevo estándar. El emigrado decide entonces recentrar su vida en este nuevo contexto. ¿Se siente a gusto ahí? Al principio parece que lo consigue, trata de convencerse a sí mismo.

La ambición, el miedo al retorno, el rechazo, la soledad lo envuelven. Negocia consigo mismo las condiciones de un retorno sin creer mucho en ello. Pero muy a menudo para él, el camino (especialmente para las inmigraciones de países del sur al norte), no tiene marcha atrás. La persona pide ir más hacia la imagen del Occidental, repartir es a menudo percibido como regresión, pervertirse de nuevo.

El refugio del exilio

El exilio o la inmigración no son siempre tiempos de muerte; más bien, a veces, son tiempos de renacimiento. Nos cambian y representan, después del nacimiento, nuestra propia elección geográfica o nuevo nacimiento. El exilio, como desenraizarse, representa finalmente una salida. Nos coloca en el lugar real, el que, en definitiva, realmente elegimos. Nos estableceremos allí, construiremos, daremos, pero también seremos destruidos.

Al huir de lo otro, lo viejo, tendremos heridas, esconderemos lo que somos. Se podrá también, a veces, hacerlo revivir. A fuerza de huirlo demasiado, el origen surgirá, y nos sorprenderemos al escuchar viejas músicas, hablar con viejos conocidos, hacer revivir este acento que representaba lo blasfemo. Porque en última instancia, esta llamada integración, ¿vale realmente la pena de nuestra muerte «definitiva» de nosotros mismos?

Penelope Zang Mba

Fuente: L’Afrique des Idées

[Traducción, Jesús Esteibarlanda]

[Fundación Sur]


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Autor

  • Penélope Zang Mba

    Estudiante de doctorado en Literatura Comparada, está interesada en la cultura negra americana, en las artes y los medios contemporáneos. Su investigación la ha llevado a varios universos, incluyendo los de los Estudios Culturales. Ella está interesada en los puentes entre los diferentes medios de comunicación, vehículos de la cultura moderna y cómo ciertas figuras prominentes usan estos medios para darse a conocer. De origen gabonés, es también novelista.

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