En Molenda hay problemas. Los jóvenes de la aldea se reúnen y discuten.
La escuela está desierta y el «mualimu» se mesa la barba preocupado.
Los mayores están inquietos porque lo que provoca el descontento de los jóvenes es el deber de tener que obedecer a los padres, a los ancianos, al jefe.
-¿Por qué tenemos que ir a cultivar sus campos? -protestaban-.
¿De dónde procede esa ley según la cual les debemos obediencia sino de ellos mismos? ¿Por qué tenemos que escucharles sólo a ellos? ¿Es que nosotros no somos seres humanos construidos con los mismos materiales que ellos?
Todo esto parecía tan evidente así, a primera vista, que una mañana se negaron a ir a los campos.
Los padres, primero, intentaron convencerles de su error, pero ni les escucharon.
-¡También nosotros tenemos el derecho de que se nos obedezca! -gritaban arremolinados en la calle.
No había más que un único remedio para esta revolución juvenil: llevarlos a la fuerza a los campos y azotar a los más recalcitrantes; pero la semilla de la protesta permanecía en su corazón.
Los más descontentos, los que habían recibido los golpes del látigo, seguían, a escondidas, convenciendo a los más pusilánimes.
De nuevo, los jóvenes de Molenda se rebelaron, y, esta vez, todos fueron castigados por sus padres.
-Si queréis comer el pan como nosotros -les decían los padres a sus hijos-, tendréis que querer ayudarnos a cultivar el grano como hacemos nosotros.
Pero los jóvenes no querían ni oír hablar de deberes y obligaciones. Sólo querían oír hablar de derechos. Les gustaba coger los racimos de las nueces rojas del palmar, pero preferían olvidar que fueron sus padres los que plantaron las palmas.
El tiempo no mejoró nada las malas ideas. Es la experiencia la que corrige al hombre y le hace entrar en razón.
Así que en Molenda la situación no hacía más que empeorar. En los poblados de los alrededores se oía comentar que los jóvenes de Molenda hablaban con descaro a sus padres y madres y que –ése y aquél, los citaban por sus nombres-, hasta les habían levantado la mano.
En las reuniones en el bosque, los más perversos aconsejaban a los más tímidos, que sería conveniente exterminar a todos los habitantes que hubieran llegado a la edad adulta.
-¡Fuera los viejos! -clamaban- ¡Queremos un régimen de jóvenes, una política de jóvenes!
Y una noche, en que los padres dormían, confiados en el afecto que los jóvenes debían a sus padres y a sus madres, los mataron a todos sin excepción.
-Estaremos mucho mejor sin todos esos vejestorios -se dijeron-, tenemos las casas, los campos, los palmares, los peces del río y los antílopes en la sabana. ¡Sólo nos falta un jefe!
Y justamente ahí estaba la dificultad. Hasta ese momento el poder había estado siempre en manos de los ancianos que rodeaban a un jefe hereditario y la elección y la sucesión de las responsabilidades del gobierno no presentaban ningún problema.
Los jóvenes acabaron por ponerse de acuerdo y elegir a uno de entre ellos que no parecía sobresalir en nada ni por inteligencia ni por ninguna otra cualidad cualquiera.
-De esta manera -se dijeron-, éste no nos superará en nada.
Y se separaron completamente decididos a no obedecer a un tal jefe y a considerarse cada uno a sí mismo como cualquier otro de los jefes y que llegarían fácilmente a imponer su voluntad a todos y a cada de los otros.
El odio al régimen de los viejos, les llevó a derruir el recinto en el que se reunía en otros tiempos su consejo, incendiaron sus chozas de paja azafranada, rompieron los recipientes de tierra cocida y destrozaron los útiles de tejer.
¡Fueron días estupendos en los que se pudo hacer desaparecer «los vestigios de la injusta dominación de los viejos»!. Ni un árbol de palma quedó en pie: ¡nunca se acabaría de beber todo el vino de palma que habían dado! Los víveres de los graneros y de los campos parecía que no se acabarían nunca.
-Esos viejos -decían los jóvenes-, hasta nos ocultaban los alimentos.
El viejo «mualimu», que no era el padre de nadie y yo mismo, narrador errante, abandonamos la desordenada aldea, confusos al comprobar que los jóvenes nos tenían en tan poco aprecio que ni tan siquiera se habían tomado la molestia de acabar con nosotros.
Debo decir para no faltar a la verdad, que quedaban otros dos supervivientes, dos adultos: el padre y la madre de un chico jovencito que no había tenido el triste coraje de cortarles el cuello. Los había escondido cuidadosamente en el bosque, haciendo alarde, sin embargo, delante de los otros de lo bien que vivía después de haberse librado de ellos.
Todos ignoraron que ellos estaban vivos todavía.
* * * *
No pasó mucho tiempo, antes de que todos se dieran cuenta de que las cosas no iban tan bien con el nuevo régimen. Nadie quería encargarse de cocinar, pero todos querían comer. Nadie quería ocuparse de la siembra, pero todos querían cosechar.
En los tiempos en que vivía y organizaba la generación anterior, los chicos y las chicas pensaban que ellos estaban más al día que sus padres y sus madres, pero ahora que se habían librado del «mundo de los viejos» como ellos decían, se oían por aquí y por allá, suspiros y lamentos:
-¡Ay, si mi padre hubiera estado aquí, esto no hubiera ocurrido!
Y también:
-Si mi madre estuviera viva me diría cómo tengo que hacer esto, ¡o seguro que me lo hubiera hecho ella!
Poco a poco, empezó a haber tantos robos, tantos engaños, tantas peleas y tal montón de injusticias, que se hizo evidente que se necesitaba un orden, unas reglas de comportamiento una autoridad que se impusiera para posibilitar la convivencia.
La vida pública, sin un jefe, un verdadero jefe, resultaba cruel y llena de sufrimientos; así que se eligieron un rey y volvieron a empezar a aprender a obedecer, ¡qué difícil les resultó!
Y no habían terminado sus dificultades y sus penas, porque en aquellos días les sucedió una cosa horrible.
Habían puesto freno a sus maldades más insoportables, pero no podían en absoluto estar libres de los peligros con que el bosque y las aguas amenazan a los hombres.
Un día, una enorme pitón entró en el poblado, pero en vez de atacar a los perros y a las pocas cabras que quedaban, se dirigió directamente hacia el rey.
Entró en la choza del rey, que no era más que una simple construcción de paja como todas las de sus súbditos, y se enroscó alrededor de él, aprisionándolo entre sus anillos, pensaba mantenerlo así hasta el momento en que le apeteciera tragárselo.
Los chicos y chicas de la aldea corrían de un lado a otro, alocadamente, sin saber qué hacer para salvar a su rey.
Cada uno culpaba al otro de no hacer nada, de ser un cobarde, de no tener iniciativa, de su mala voluntad, pero ninguno quería ni se atrevía a acercarse a la serpiente y arriesgar su vida.
Se asomaban a la puerta de la choza del rey y le animaban a resistir, pero su aparición no hacía más que excitar a la pitón que apretaba más y más sus anillos y se decidía a terminar pronto con una presa que parecía que le querían arrebatar.
Era el momento en que se hubiera necesitado la sabiduría y la experiencia de un anciano.
Las chicas empezaron a decir:
-Los viejos no eran tan necios como nosotros, si estuvieran vivos todavía, ellos nos sacarían de este aprieto-. Los chicos a esto no respondían nada, pero bajaban la cabeza, avergonzados. Inspirado por estas palabras, el muchacho que había escondido en el bosque a sus padres, se fue hasta ellos para pedirles consejo.
Su padre le dijo:
-Una serpiente no puede soportar la vista de una rana. En cuanto la ve siente un irresistible deseo de tragársela. Ve al río, atrapa una rana y ponla en el umbral de la choza del rey.
En cuanto pusieron en práctica este excelente consejo, la serpiente se desenroscó del cuerpo del joven rey y se precipitó fuera para lanzarse sobre la rana.
Estaba tan absorbida por su presa y tan convencida de la debilidad y la inutilidad de los pequeños habitantes del poblado, entre los que no había ninguna de las robustas figuras de hombres, o de aquellos de cabellera amarilla como la paja, que en otros tiempos eran tan peligrosos, que no se le ocurrió, hasta que ya fue tarde, en defenderse de los garrotazos y las pedradas con que los chiquillos la atacaron.
Murió la pitón y todos se alegraron muchísimo.
* * * *
Después de este suceso, el rey demostró que el peligro le había enseñado algo, y no dudó en comunicárselo a los otros, les dijo así:
-Habéis podido salvarme la vida, pero la inspiración que habéis tenido de poner una rana como cebo a la serpiente, no se os ha ocurrido a vosotros. Eso quiere decir que no todos nuestros ancianos fueron asesinados, que alguno ha permanecido vivo. Id a buscarlo y traedlo aquí.
El hijo de los dos viejos se echó a temblar porque pensó que querrían matarlos.
Pero pronto pudo leer en todos los rostros juveniles, no la ferocidad que había temido, sino unas miradas tan alegres y esperanzadas, y se atrevió a preguntar:
-¿Qué le vais a hacer a este anciano? ¡Fui yo el que escondí a mi padre y a mi madre!
El rey respondió en nombre de todos que él quería que se convirtieran en Reyes en su lugar, porque «sólo ellos merecían ser obedecidos». Y habló con su gente hasta que estuvo seguro de que todos estaban de acuerdo y que aquella juventud aturdida se había arrepentido de sus equivocados proyectos de libertad y de progreso.
Todo el mundo salió al encuentro de los dos ancianos que el amor filial había salvado. Los introdujeron triunfalmente en la aldea.
-Nos hemos dado cuenta de que nos hemos comportado como unos locos -les dijo el rey- al pensar que podíamos vivir sin nuestros mayores. Habríamos perecido todos poco a poco, porque no poseemos la sabiduría que da la experiencia, que neciamente hemos despreciado y que tanto costó aprender a nuestros ancianos en el curso de sus vidas.
Los dos ancianos fueron elegidos jefes para toda su vida y no solamente se les obedecía sino que su menor indicación era seguida sin dudar. Se les rodeó de toda clase de atenciones y cuidados para conservarlos durante el mayor tiempo posible; se reconstruyó la cabaña del consejo y allí se reunían chicos y chicas cuando volvían del trabajo para escuchar las lecciones que los jóvenes necesitan aprender para enfrentarse sensatamente con la vida.
(Tomado del libro «Ce que content les Noirs». pág. 73)
Texto original: Olivier de Bouveignes
Traducción del francés: María Puncel