Como algunos sabrán, desde hace unos meses estoy viviendo en Senegal. Durante mis vacaciones de Navidad que pasé en España, un amigo valenciano me preguntó «¿Qué tal todo por África?». Y antes de que pudiera responderle, me espetó: «La pena de esos países es toda la corrupción de los políticos y el despilfarro, ¿no?». Me quedé callado y asentí con la cabeza. En ese momento, como si fuera una película a toda velocidad, pasaron ante mis ojos los trajes de Camps y las trapacerías de la CAM, el aeropuerto de Castellón y la Fórmula-1, los sueldos de los altos cargos y el agujero negro de Canal 9. Y le respondí: «Bueno, no creo que en tu comunidad autónoma estén para dar muchos ejemplos de honestidad y contención del gasto».
Mi amigo no lo decía con mala intención, de eso estoy seguro. Sólo estaba amoldando su pensamiento al tópico de una África negra corrupta y brutal, llena de miserias y tragedias humanas. Que no pudiera ver la viga en el ojo propio no es sino un síntoma de nuestra mirada sobre el continente vecino. Y no digo con esto que la corrupción no exista en África, solo digo que pensemos cinco segundos antes de ponernos a dar lecciones a nadie.
Este comentario viene a cuento de la Copa de África de fútbol que se está celebrando estos días en Guinea Ecuatorial y Gabón. Más allá de las justas y necesarias denuncias acerca de las violaciones de Derechos Humanos de la cruel dictadura de Obiang, he escuchado estos días algunos comentarios de blancos bienintencionados que van en esta línea: «Pero con todo el hambre y las necesidades que hay en África, mejor se dejaban de fútbol y dedicaban su dinero y energías a otra cosa». Vamos, como si los africanos no tuvieran derecho a organizar y disfrutar de sus propias competiciones deportivas.
Sin entrar en el origen de los problemas de África, con responsabilidades que apuntan a todas direcciones, incluida la nuestra, solo comentar que más les valdría a algunos repensar hacia dónde se encamina nuestro fútbol europeo, donde hay pibes de veinte años que ganan millones y millones de euros al año mientras millones de personas malviven rodeados de nada, sin esperanza de salir del agujero, y televisiones que sacan pastizales y clubes que se endeudan hasta las cejas y todo una vertiginosa y disparatada borrachera de cifras astronómicas que nada tienen que ver con la magia y la belleza del buen fútbol.
Esa suerte de pensamiento neocolonial sigue lastrando nuestra mirada sobre África. En unos casos es más evidente; en otros, se desliza sutil entre los pliegues de la conciencia. Y a los africanos, como es lógico, les molesta mucho esa condescendencia que sigue viéndolos como niños incapaces de gestionar sus asuntos y que no oculta otra cosa que los espinosos intereses económicos de un sistema que sigue necesitando vencedores y vencidos, ricos y pobres, explotadores y explotados, para perpetuarse como una condena que no nos permite avanzar.
Original en Guinguinbali