Llevamos apenas nueve meses de este 2012 y África Subsahariana está teniendo una actividad efervescente en cuanto a la política interior de muchos países. Senegal ha vivido unas elecciones que podrían haber sido traumáticas. Somalia ha padecido dos nuevas conferencias internacionales que no han hecho sino reforzar a los actores de la opresión frente a los actores de base. Pero sobre todos los acontecimientos destacan dos: el Golpe de Estado en Guinea-Bissau y el también Golpe de Estado de Malí y la posterior declaración de independencia de Azawad.
Los discursos hegemónicos, tanto mediáticos y académicos, sobre estos dos golpes tienden a confluir en la lastimosa ruptura de la democracia y de la estabilidad política en estos países, como si estos sucesos, por repetitivos, fueran intrínsecamente africanos y, en cierto modo, inevitables en según qué latitudes. Estos discursos son no ya completamente ahistóricos, sino gravemente eurocéntricos y paternalistas por más sentimiento de solidaridad o indignación que alberguen. Se declara la excepcionalidad africana y la debilidad de sus democracias.
Sobre la existencia de la violencia política en África Subsahariana el profesor Patrick Chabal señala que ésta se ha convertido históricamente en un recurso político y, por tanto, en una herramienta más de las que tienen a su alcance diversos grupos políticos africanos. No es tanto un determinismo histórico, en la medida en que el hecho de que la violencia se haya utilizado en el pasado no implica que se utilice en el futuro. Los ciclos de la violencia política se pueden romper, recuperar, volver a suspender y volver a recuperar. Son los pueblos los que hacen su historia, no la historia la que hace a los pueblos.
Sin embargo este uso político de la violencia no es objeto sólo de los países subsaharianos. No existe una excepcionalidad africana y no hace falta ir muy lejos para comprobarlo. Aquí en España, hasta finales del siglo XX, vivíamos en el continuo ir y venir de golpistas, rebeliones militares y dictaduras Reales y fascistas. Y aún hoy, en estos últimos 34 años, hemos vivido la transformación de la violencia política en un régimen neopatrimonial de mascarada liberal, el cual ha permitido que todo siga igual que durante la dictadura franquista, donde una élite política y económica mantiene sus privilegios, bloquea la participación de la ciudadanía en la agenda política y evita las investigaciones sobre las violaciones de Derechos Humanos en territorio español.
Podríamos seguir afirmando excepciones, y hacer referencia a que España –como los Balcanes- es una excepción dentro de Europa. Pero si nos acercamos a preguntar a los ciudadanos europeos qué opinan de sus regímenes políticos, hoy más que nunca, encontraremos muchas similitudes entre las opiniones sobre los regímenes africanos y los estados modernos de Europa. No creo que hoy nadie pueda negar la debilidad de la democracia europea, la necesidad de las élites de aliarse entre sí para manejar el ámbito político frente al deseo de la ciudadanía.
No veo diferencias esenciales, por tanto, entre la violencia política que se ejerce y se ha ejercido en países como Grecia, Ucrania, Rusia, Estados Unidos, España, Portugal o Irlanda –por citar algunos de los ejemplos más actuales- y la que se ejerce al sur del Sahara. Aunque sí es cierto que hay matices, y que no se pueden comparar escenarios de enfrentamiento militar abierto, como Somalia, con escenarios donde el discurrir de la vida se hace compatible con esta violencia política.
Pero junto a estos matices encontramos muchas similitudes. El neopatrimonialismo campa a sus anchas por una Europa que coloca a los hijos de la crisis económica en los sillones presidenciales. Grecia, Italia o España son ejemplos claros hoy día de la existencia de un neopatrimonialismo europeo. La extroversión es otro punto de similitud. Todos los dirigentes políticos desde el segundo bloque europeo en adelante –el primero lo formarían Reino Unido, Francia y Alemania- buscan su legitimidad en la capacidad de captar recursos del exterior, ya sea en forma de créditos de instituciones internacionales, ya sea mediante la calma de “los mercados”, esos entes.
Y si a Ud. le hablan del Estado africano lo siguiente que harán será nombrarle el sinfín de identidades que sus ciudadanos priorizan por encima de la estatal. Los Estados africanos, lo sabe Ud. bien porque lo dice la Ciencia Política normalizada, se caracterizan por no tener a una ciudadanía que los legitime internamente. Y los Estados occidentales tampoco. A la lista de movimientos secesionistas africanos que The Guardian está sacando estos días podríamos añadir los movimientos secesionistas europeos –escoceses, galeses, catalanes, vascos, gallegos, bercianos, flamencos, irlandeses, italianos… Por no hablar de los movimientos de desobediencia civil estadounidenses que ya desde los tiempos de H. D. Thoreau luchan contra la imposición de la norma escrita por el Estado. Hoy día, en la campaña presidencial del Partido Republicano podemos ver lemas y programas encaminados a reducir la fuerza de la Administración estatal y favorecer la libertad individual frente al musulmán socialista de Barack Obama y su intento de crear un Estado del Bienestar más inclusivo.
La excepcionalidad africana a la hora de ejercer la violencia política es esencialmente igual a la que se ejerce en otros ámbitos de occidente. Como también es esencialmente la misma que se ejerció en nuestro pasado más inmediato. Los regímenes políticos son procesos de imposición violenta de un sistema social frente a otro, y el vencedor termina por configurar la identidad de todo el grupo. Francia no hablaba francés hasta que se impuso desde el gobierno en pleno siglo XIX. España no dejó de condenar a muerte por motivos políticos hasta hace sólo 37 años. La Unión Europea no está dispuesta a tolerar gobiernos combativos con su modelo liberal más allá de la socialdemocracia actual.
Considerar a África Subsahariana como la excepcionalidad, a nivel mundial y a nivel histórico, es no tener claro los orígenes de nuestro sistema político. Podrán cambiar los actores, las relaciones y los procesos, pero la constante humana de la violencia política es transversal a todos los sistemas políticos con que nos hemos dotado como especie animal. No existe una excepcionalidad africana, es sólo nuestra manera de interpretar y justificar los hechos lo que convierte al continente en excepcional.
Original en CEA Boletín