VENGA, VAMOS A HABLAR CON LA GENTE. Ahora, aquí mismo, dentro del coche ¿no querías ser escritor? Lo admito: voy a hacer un esfuerzo de locuacidad porque me siento cansado dentro de este Nissan Pathfinder blanco que me trae de vuelta a la oficina, mientras la ciudad se zambulle un día más en un tráfico punk (¿o era anárquico?) combinándose con el desfile de mujeres transportando palanganas y cubos sobre sus cabezas. Cocos, mango, pescado. Ante todo, ya sabes, los colores. El polvo. El humo. Los cláxones. Debo hacer un esfuerzo. Estoy en África. No sé cuanto tiempo más estaré en este continente. La normalidad que creo vislumbrar ahora en el día a día africano, sé que se transformará en algo especial y distinto cuando lo vuelva a leer dentro de unos años. Recuérdalo Nuno, esto es especial, recuérdalo. Me digo.
Entonces, deseando en realidad permanecer en silencio y simplemente observar el caos, el mundo, le pregunto al joven chófer al que gusta pisar bastante el acelerador desde que puede, “¿Bueno y a qué te dedicas cuando no estás llevando a gente de aquí a allá?”. El chófer gira la cabeza como si le hubiese hecho un corte en el cuello con una navaja, me mira extrañado, casi asustado, no está seguro si debería responderme y de pronto balbucea, “en casa, estoy en casa”. “Ah, en casa, y ¿qué haces en casa?”, pregunto sin ganas al minuto aproximadamente. El joven me vuelve a mirar, esta vez casi desafiantemente y me suelta, “me siento en un sillón”. “En un sillón”, “¿Y?”, vuelvo a insistir (colabora con la historia tío, me digo por dentro). “Eso, sentado en un sillón todo el día. A veces suena el teléfono para que lleve a alguien y salgo. Y ya está. Sillón, conducir y hacer nada. A eso me dedico”. Recuérdalo Nuno, recuérdalo.
¿Hay que hablar con la gente, no? ¿Hay que hablar con los africanos, no? Entonces decido un día platicar con uno de los seguritas de mi compound. Uno nuevo, con rostro entre apocado, cansado y lagrimoso. Me está empezando a caer mal. “¿Qué te pasa?”, le digo. “¿Esas caras?”. Y comienza a hablar como para sí mismo, como si rezase. “Sabe, no sé, últimamente ando harto de todo. Ya no puedo más. Llegué de otro país, este no es mi país, sabe, pensaba que encontraría un buen trabajo, oportunidades, y lo único que hago es abrir y cerrar puertas por un sueldo mísero”. El segurita sigue hablando con la cabeza gacha, abriendo y cerrando la puerta como si ventilase a la desesperación para que se esfumase de una vez. Me dice lo que cobra y miro para el suelo. Me toco las manos (me toco las manos). Dirijo mis manos a la cintura. Hace calor, mucho calor. Palmeras alrededor, siempre palmeras, todoterrenos pasando a toda velocidad. “No te rindas, sé profesional”, “todo cuesta, todo llega” le digo sinceramente. El afirma con la cabeza, creo que me lo agradece honestamente y a la semana siguiente, cuando hablamos de fútbol y nos damos cuenta de que somos del mismo equipo, el segurita me dice algo que me anima el día, “sabe señor, somos los mejores”. “Sí,”, le respondo, “por supuesto que somos los mejores, por eso vamos a ganar”. Y nos sonreímos. Y el calor, y las palmeras. Y la victoria.
Juliel, el encargado de las tareas domésticas en casa me dice que cómo se me ocurre. “¿Cómo se me ocurre el qué, Juliel?” “Tener un libro de Harry Potter en su estantería señor”. Me encojo de hombros. “Hay que leer de todo ¿no?”, digo. “Sí, pero todo eso es brujería, malo, muy malo. Harry Potter es auténtica brujería”.
Hablar con la gente. Esta vez con Robert, un blanco norteamericano que mañana regresa a Washington. Abraza una raqueta de tenis sobre su pecho y posa sus dos pies en algún lugar de la cuesta del olvido, “vuelta al mundo real mañana”, proclama envuelto en sudor. Es la misma frase que me dice Linda en el Hotel mientras almorzamos, “la próxima semana a Suecia, vuelta al mundo real”. Pero esta vez tengo más ganas de hablar, de cortar el rollo, de entorpecer la fluidez, “¿al mundo real?”, pregunto. “¿Acaso todo lo que estamos viendo pertenece al mundo de la ciencia ficción, es esto una historia de Bradbury?”. Ah bueno sí, pero. Dice ella.
En el periódico leo que han vuelto a envenenar a alguien, esta vez al entrenador de la selección de balonmano. Se trataba de un hombre eslavo que llegó a África hace unos años con la idea de revitalizar a la selección y convertirla en una de las potencias del continente. En la foto aparece como se mira a un niño, o como se mira desde la ventanilla de un avión. La información en el periódico es confusa, ambigua, la tipografía borrosa, pero al parecer había un jugador que no le hacía mucha gracia permanecer tanto tiempo en el banquillo y decidió hacer una llamada telefónica.
“En África no hace falta hacer tanto para que te envenenen”, me revela un psicólogo en la terraza del Dets, frente al mar, frente a una oscuridad tranquila. En el mismo Dets, tras varias cervezas Asoc, conozco a un cura agricultor mejicano y me confiesa que tuvo malaria la pasada semana por primera vez en su vida. Su novia le acaricia la mano en ese momento. Yo pregunto, “¿Y cómo fue?”. “Genial”, me responde él enseñándome toda la dentadura, “gracias a los cuidados de ella. A veces vale la pena enfermarse, amigo” y mira a su novia que aprieta aún más su mano. Y con la novia me veo hablando unos minutos después sobre los combates de Frazier y Muhammad Alí, no sé por qué (la noche), ya sabes lo que decía Muhammad, “salto como una mariposa, pico como una abeja”. Será mejor que no lo olvides. Y ella dice, “yeah, man”, como si tocase una guitarra que puedo ver. Era blanca.
Original en: Blogs de El País -África no es un País