La ciudad de la tabla, por Rafael Muñoz Abad

10/09/2015 | Bitácora africana

En 1652 a bordo de un terceto de naves de la Compañía oriental de indias neerlandesa un puñado de colonos centroeuropeos liderados por Jan van Riebeeck arribaron al extremo sur de Africa. La gran tribu blanca había llegado y con ellos se abría el más espinoso capítulo de la historia africana moderna. Trajeron viñas, virus y el calvinismo. Y la pólvora como carta de negociación. ¿Vivía alguien ahí ya?…no me arrastrarán a ese debate espinoso…me sale la vena afrikáner.

Cuando llegas a Ciudad del Cabo recibes un bofetón sin manos. El nivel de vida de los blancos y, afortunadamente, el de una clase media coloured – negra que progresivamente se incorpora a la economía del país, es notablemente superior al de España. Ni de cerca tenemos su pulcritud urbana, su parque automovilístico o sus casas. ¡Somos pobres!; siempre que ando ahí abajo…lo pienso. Mi punto de vista sobre Africa del sur está desequilibrado y así lo acepto; ¿tal vez porque sólo tengo amigos sudafricanos blancos?; no lo sé, trabajar o visitar Sudáfrica siendo caucásico, hace que la propia inercia social y racial [del país] te conduzca cual cordero a los lugares whites. El Apartheid acabó en los libros de historia pero está enquistado en la memoria colectiva. Un matrimonio mixto es una rareza social señalada con sorna. ¿Cuantas generaciones se requieren para limar la astilla racial? En mi modesta opinión, no hay respuesta.

En un entorno natural indescriptible, la ciudad de la tabla, Cape Town, es una urbe preciosa con un estilo ya propio. Long Street es una acuarela que conjuga modernidad con un pasado colonial donde pinceladas británicas, holandesas y portuguesas, enarbolan unas señas de identidad que sólo se aprecian aquí. Bo Kaap pone la nota de color y el Waterfront le da ese toque elitista a una ciudad cuyo cinturón de urbanizaciones ya te abruma.

Entender Africa del sur es complejo; seguramente demanda -en lo personal- una existencia vital complicada. Paridades emocionales se atraen. Escribir sobre esta tierra carmesí sin sentimientos es un llanto sin lágrimas; acepto amor y odio…Un arco iris en la oscuridad, del maestro La Pierre o Mi corazón de traidor, de Malan, enhebran el sufrimiento de este acantilado del mundo.

Sudáfrica es una mujer tan hermosa como peligrosa; una madre inflexible pero, al fin y al cabo madre; Africa del Sur atrapa a los huérfanos; tú no la eliges…lo hace ella; no te pregunta cuándo ni por qué…

CENTRO DE ESTUDIOS AFRICANOS DE LA ULL

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Autor

  • Muñoz Abad, Rafael

    Doctor en Marina Civil.

    Cuando por primera vez llegué a Ciudad del Cabo supe que era el sitio y se cerró así el círculo abierto una tarde de los setenta frente a un desgastado atlas de Reader´s Digest. El por qué está de más y todo pasó a un segundo plano. África suele elegir de la misma manera que un gato o los libros nos escogen; no entra en tus cálculos. Con un doctorado en evolución e historia de la navegación me gano la vida como profesor asociado de la Universidad de la Laguna y desde el año 2003 trabajando como controlador. Piloto de la marina mercante, con frecuencia echo de falta la mar y su soledad en sus guardias de inalcanzable horizonte azul. De trabajar para Salvamento Marítimo aprendí a respetar el coraje de los que en un cayuco, dejando atrás semanas de zarandeo en ese otro océano de arena que es el Sahel, ven por primera vez la mar en Dakar o Nuadibú rumbo a El Dorado de los papeles europeos y su incierto destino. Angola, Costa de Marfil, Ghana, Mauritania, Senegal…pero sobre todo Sudáfrica y Namibia, son las que llenan mis acuarelas africanas. En su momento en forma de estudios y trabajo y después por mero vagabundeo, la conexión emocional con África austral es demasiado no mundana para intentar osar explicarla. El africanista nace y no se hace aunque pueda intentarlo y, si bien no sé nada de África, sí que aprendí más sentado en un café de Luanda viendo la gente pasar que bajo las decenas de libros que cogen polvo en mi biblioteca… sé dónde me voy a morir pero también lo saben la brisa de El Cabo de Buena Esperanza o el silencio del Namib.

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