Aparte de tales compañeros de viaje como he descrito en mi último post, el pasillo está lleno de vendedores ambulantes que ofrecen las más variadas mercaderías: líneas de teléfono móvil, huevos duros, calcetines, espejos, peines, zapatos, bebidas, yogur, galletas, alguno incluso con mantas y manteles… aunque haya pasajeros que están entrando y que necesitan algo de espacio para encontrar sus asientos, ellos van a su bola y se posicionan en el medio del corredor con gran desparpajo, esperando que los pasajeros se animen a comprarles algo. En algún momento he llegado a contar hasta seis al mismo tiempo en medio del autobús. Eso sí que es celo comercial (o instinto de supervivencia nunca se sabe), los más lanzados hasta hacen una nueva ronda unos minutos después de la primera visita en la esperanza de captar a algunos de sus clientes más indecisos.
Después de un “ratito,” casi a la hora de lo que debería ser su salida habitual, el autobús comienza a renquear y a moverse. Uno suspira aliviado, pensando que ya solo es carretera y manta. Craso error. Recorremos unos 200 metros cuando el vehículo entra en una gasolinera. Y uno, que aunque lleve tiempo aquí no termina de ser hijo de su cultura, pues no puede evitar acordarse de la madre del conductor… ¿por qué no se le ocurre poner diésel antes de que lleguen los pasajeros? ¿Tanto trabajo le costaba? ¿Se herniaría el chófer o el autobús? La nueva parada significa que la remesa A de vendedores locales de la estación se ve substituida por la remesa B de vendedores ambulantes de la zona gasolinera. Aquella parada dura mucho más de lo que sería necesario para llenar el depósito cuatro o cinco veces… y la cosa no se mueve. Creo que aprovechan para volver a abrir los maleteros, recomponer las maletas que hayan metido allá, guardar algunas herramientas y otras operaciones logísticas cuyo alcance no consigo comprender.
El autobús vuelve a moverse y por fin ya circulamos por carretera. Eso sí, de paradas no nos libramos, esto parece un Vía Crucis con estaciones multiplicadas. Ahora me doy cuenta que el autobús no tiene un cupo de por sí: el número de personas que viaja en el mismo es el número de personas que se pueden meter a presión. A estas alturas, como el conductor (y la política de su empresa imagino) no desprecia a ningún viajero que se encuentre por el camino, pues cada dos por tres paramos y cogemos niños, mujeres, paquetes… y más gallinas. El pasillo ya está lleno de gente y hay que tener cuidado porque cualquier movimiento de estos pasajeros es peligroso para la integridad física: lo mismo te meten un codo en el ojo que se te cae encima toda una señora que está intentando mantener el equilibrio. El autobús traquetea cada vez que el conductor se pone a negociar con los múltiples baches de la carretera. Cualquier frenazo o acelerón lo mismo que los volantazos que da derecha e izquierda supone un nuevo desafío tanto para los que están de pie como a los que vemos venir la situación desde nuestros – ahora desde esta perspectiva confortabilísimos – asientos.
En la mayoría de estas paradas y en cuestión de segundos, el autobús se ve rodeado de personas que llevan el mismo “uniforme” y que son vendedores ambulantes de los diferentes pueblos, los cuales se organizan en pequeños grupos y pagan un pequeño impuesto al ayuntamiento local para ejercer ese trabajo – de ahí el uniforme-. Estos vendedores ofrecen sobre todo frutas (naranjas, mangos, piñas, plátanos crudos o cocidos), mandioca, gallinas, pinchitos de carne (reconozco que estos me encantan), cacahuetes, bebidas y otros pequeños aperitivos. Cuando el autobús se para y se ve rodeado por la marabunta de vendedores, todas las ventanas se abren y desde esa altura se lleva a cabo con cada vendedor la transacción que dura pocos segundos ya que todo el mundo conoce el precio de cada cosa y no hay mucho espacio temporal para negociación. La verdad es que hacen un buen servicio a los pasajeros.
El problema es que estas paradas se eternizan a veces sin razón aparente y, cuando finalmente retomamos la ruta, el conductor repentinamente parece ser consciente del tiempo que ha perdido y decide meter gas para poder compensar su retraso. Se pone a velocidades obviamente no aconsejables ni para el tipo de carretera, ni para el autobús y mucho menos para el pasaje que vamos dentro. Aquí no hay tacómetro ni nada para controlar la velocidad, todos estamos a merced del conductor y de su pericia y su prudencia. Un frenazo en seco – sin la ayuda de los inútiles cinturones de seguridad – supondría que nos convertiríamos en un macabro emparedado de carne y asientos y que nuestros compañeros que sufren estoicamente el viaje de pie en el pasillo se llevarían la peor parte ya que gracias a la inercia saldrían enfilados como una sola persona por el cristal de adelante. La verdad es que es en esos momentos en los que uno siente que está completamente en las manos de Dios y que es realmente una gracia divina que en circunstancias así uno llegue a su destino sano y salvo. Esta es la triste realidad a la que se enfrentan millones de personas que necesitan desplazarse y no tienen otra opción que aventurarse al riesgo que supone estos tipos de viajes en las carreteras africanas.
Poco a poco nos acercamos a nuestro destino, la capital del país. El conductor es bastante flexible cuando se trata de hacer paradas y a veces da la impresión que a algunos pasajeros quieren que el autobús les deje poco menos que en la misma puerta de sus casas. El cobrador da a entender que va a haber pocas paradas antes de la final y que cada uno vea dónde quiere bajar porque no habrá paradas extras. Llegamos por fin a la parada final, y el conductor – no sé si imitando inconscientemente a las azafatas de los aviones – nos da la bienvenida a la ciudad y nos avisa de los horarios en los que podemos hacer el recorrido en sentido contrario. En las escalerillas del autobús nos encontramos con un enjambre de taxistas (ya sean de coche o de moto, que de todo hay) todos dispuestos a llevarnos a nuestro destino final por un módico precio.
La aventura de coger el autobús de las 10 ha terminado felizmente aunque lo haya hecho un par de horas más tarde de lo que uno esperaba. Esperemos que el viaje de vuelta nos sea más leve.
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