Viernes, ocho de abril, nueve de la mañana. Salgo de Goma, capital del Kivu Norte en la República Democrática del Congo. He tenido que adelantar mi regreso a España a causa de la enfermedad de mi madre y espero llegar a Kampala para coger un avión el sábado por la noche, aunque aquí todo es impredecible y solo se puede decir que voy a intentar mi suerte. El coche salta, renquea y cambia de derecha a izquierda por la pista llena de baches por la que vamos en dirección noreste. Nos han dicho que la frontera con Uganda está en una pueblo llamado Bunagana pero ninguna de las personas a las que he pedido información en la ciudad sabe a ciencia cierta ni la distancia ni el estado de la carretera. Conduce el padre Faustin, superior de la comunidad salesiana donde he vivido durante las dos últimas semanas, y nos acompaña un amigo suyo que es capitán en el ejército, su escolta uniformado y una chiquita que no sé muy bien quién es. “En la frontera te pueden causar un montón de problemas”, me había dicho Faustin el día anterior. “Si nos ven con mi amigo el capitán verás cómo las cosas serán mucho más fáciles”.
Por la carretera apenas pasan coches. Mientras dejamos a la derecha la majestuosa silueta del volcán Nyaragongo, cruzamos pueblecitos a ambos lados de la calzada y destacamentos militares de la MONUSCO, la fuerza internacional de paz de Naciones Unidas compuesta sobre todo de militares uruguayos, indios y sudafricanos. Después de 70 kilómetros llegamos a Rutshuru, una localidad de una cierta importancia, y allí nos desviamos hacia la derecha para recorrer los 30 kilómetros que nos faltan hasta la frontera. Según nos acercamos a Bunagana vemos hileras de campesinos que cargan racimos de bananas o pesados fardos con verduras y que se dirigen hacia algún mercado para vender sus productos. Por fin llegamos a Bunagana. Nos han dicho que hasta hace pocos meses esta ruta era peligrosa y que los pocos conductores que se aventuraban por estos pagos iban con el miedo de caer en la emboscada de alguno de los grupos armados que todavía operan en el Este del Congo. De hecho, quienes salen de Goma al extranjero parece que prefieren hacerlo por Ruanda, y la ruta que va hacia Uganda sigue siendo poco transitada.
Bunagana era un enjambre de actividad sin fin. Descubrimos que muchos de los campesinos que llegan a este pueblo quieren pasar a Uganda para vender sus frutas, sus verduras o sus cabras o pollos. Del lado ugandés pasan grupitos de muchachos que empujan grandes carretillas cargadas hasta arriba de cerveza “Nile Special”, de cartones de tabaco o de sacos de azúcar. Aparentemente, pocas formalidades aduaneras parecen pasar y me animo pensando que pasaremos en seguida, máxime cuando viajamos con el capitán y su escolta, compañía que aparentemente debería ponernos las cosas más fáciles.
Pero todo es impredecible en el Congo, y tras presentar mi pasaporte al funcionario de turno, me dice que me siente y espere. Acto seguido, mis acompañantes preguntan si pueden entrar con el coche en Uganda para dejarme en Kisoro, la ciudad más cercana, a 10 kilómetros de la frontera, y el funcionario les responde que cada uno tiene que pagar 20 dólares, más otros 80 por el coche. Empiezo a pensar que si las cosas se ponen de esa forma tendré que pasar yo solo y apañármelas como pueda en el lado ugandés, que vislumbro desde Bunagana sin atisbar nada que se parezca a un medio público de transporte. Además, cuando pasa media hora de espera, mi sexto sentido africano empieza a avisarme que algo no va y que tengo que prepararme para una sucesión de incidentes inesperados.
Mientras tanto, el sacerdote salesiano y el capitán han ido a otra oficina y regresan con dos hombres sonrientes a los que parece se que conocen. Los dos me saludan amablemente y me aseguran que todo está en orden y que pasaremos todos sin problemas y sin mayores demoras. Pero las apariencias engañan, y al final el funcionario, que no levanta la cabeza de su mesa, nos dice que hay un problema y que tiene que resolverlo su jefe, el cual está en una reunión y vendrá al cabo de dos o tres horas, cuando termine los graves asuntos que le ocupan.
Finalmente, tras una discusión en suahili que no puedo seguir, los dos jefecillos de la aduana nos dicen que les acompañemos y nos dirigimos a una casa situada a unos 500 metros en lo alto de la colina, donde por lo visto tiene lugar la reunión. Al cabo de pocos minutos asoma la cabeza el jefe, con una sonrisa a oreja a oreja, el cual nos saluda muy cordialmente, y yo empiezo a animarme pesando que todo se va a resolver pronto y vamos a cruzar la frontera en el acto.
Pero casi nada es lo que parece en esta tierra congoleña, y después de desandar el camino llegamos a la oficina de inmigración, y tras más saludos, conversaciones y risotadas varias, el hombre se dirige a mi y me dice que entre en su despacho yo solo. Alli pasa las páginas de mi pasaporte y su rostro cambia a una expresión seria rayana en el enfado mientras me mira fijamente.
-Hay un problema muy serio, señor Rodríguez. En su pasaporte aparece el sello de entrada en Uganda, el de salida, y el sello de entrada en la República Democrática del Congo. Pero no vemos por ninguna parte el sello de salida de España. Esto nos hace pensar que ha incurrido usted en alguna irregularidad. ¿Cómo explica esto?
Por un momento me quedo aturdido. Nunca se me ha ocurrido mirar mi pasaporte para mirar los sellos que tienen. Sé que tengo el visado de entrada en Uganda y en el Congo, pero no estoy seguro de si hay algún sello de salida de la Unión Europea.
-No lo sé, señor. Cuando salí de España para Ámsterdam no me miraron el pasaporte porque estaba dentro de la Unión Europea. En Ámsterdam pasé el control de la policía pero no me fijé si me ponían un sello o no.
-¿Y por qué no se fijó, puesto que se trata de un asunto tan importante?
Empiezo a sospechar que el tipo, en cuestión, quiere agarrarse a un clavo ardiendo para sacarme el dinero que pueda, y me prometo a mi mismo que no voy a darle ni un puñetero dólar.
-Señor, yo cuando llego a un puesto fronterizo obedezco las indicaciones que me dan, y si la policía me da mi pasaporte y me dice que pase, yo sigo adelante y no hago preguntas. Soy una persona muy respetuosa con la autoridad.
-¿Ha llegado usted en barco a Goma?
-Señor, ya le he dicho tres veces que yo a Goma llegué en un avión procedente de Entebbe hace dos semanas, como puede comprobar en mi pasaporte.
-¿Ha ido a las minas, a Walikale?
-No señor, yo no he salido de Goma. Soy cooperante con los salesianos, no trabajo para ninguna empresa de minerales.
El hombre sigue pasando las páginas con mucha parsimonia mientras me repite la misma canción sobre la gravedad del asunto, me comenta que están comentando con algunas altas autoridades del ministerio del Interior… y yo me quedo callado y pongo cara inexpresiva, un camuflaje que he aprendido en 20 años de estancia en África delante de circunstancias similares.
Como me esperaba, el jefe sale del despacho con mi pasaporte y me deja solo un buen rato. Ya llevamos en total dos horas y media de espera, y eso que íbamos con un militar que, se supone, iba a hacer que los trámites se agilizaran. No quiero ni pensar en lo que me podía haber encontrado de venir yo solo.
Finalmente, el jefe vuelve a entrar, esta vez con la amplia sonrisa con la que nos recibió al principio, y me asegura que han consultado a altos funcionarios y que estos han confirmado que en muchos países de la Unión Europea la práctica habitual. Me indica que le siga, y cuando salimos empieza una larga discusión con mis acompañantes, en la que entiendo que ahora nos pide que le paguemos por lo menos diez dólares por haberle hecho perder el tiempo.
Entramos en el coche y vamos a la barrera para salir hacia Uganda. Por lo visto a mis acompañantes les han dado, sin cobrarles nada, un papel que les autoriza a realizar una visita de un día. Pero cuando creemos que todo ha terminado, se presenta otro hombre con cara de mandar y nos pide la documentación del coche. La revisa despacio y nos la devuelve diciendo que falta algo que no entiendo muy bien. Otra vez de vuelta a la oficina de aduanas, más gente que sale y entra, más discusiones… Yo me callo y que quedo sin reaccionar esperando hasta que salgamos cuando sea, a ser posible hoy.
Tres horas habían transcurrido en Bunagana hasta que finalmente nos abrieron la barrera. Tres minutos pasamos en el lado ugandés, donde solo había un funcionario de inmigración, el cual me selló el pasaporte sin hacerme preguntas, me hizo rellenar una ficha y me deseó un buen viaje. En África no todos los países son iguales, y en Uganda las cosas suelen funcionar de forma mucho más racional, sin tantos recursos a la intimidación del visitante extranjero como ocurre en el convulsionado Congo.
Pocos minutos tardamos en recorrer los diez kilómetros por la flamante carretera de asfalto que nos llevó a Kisoro. La localidad parecía un lugar con poca actividad y por ningún lugar se veían autobuses de línea. Tras despedirme de mis acompañantes, me sorprendieron los gritos de un conductor que desde su desvencijado coche anunciaba que estaba a punto de salir para Kabale, una localidad algo más grande situada a 80 kilómetros. Me acerqué a preguntarle y me informó que salía en seguida y que tardaríamos unas dos horas en llegar a Kabale.
Aún esperamos casi una hora hasta que el coche recogió a seis pasajeros. Encogidos en su interior, pasamos dos horas de curvas interminables por carreteras de tierra que pasaban por barrancos profundos donde era mejor no mirar. El lugar es de una belleza notable, pero a mi me costaba admirarla en las circunstancias en que me encontraba.
Llovía a cántaros cuando finalmente llegué a Kabale. Eran las seis de la tarde y, según me dijeron, el primer autobús para Kampala (situada a unos 450 kilómetros) salía a las ocho y media de la noche. Me senté en el porche de un hotel en el que se acababa de ir la luz y pedí un refresco de naranja mientras esperaba y contemplaba el desfile de seres humanos que pasaba delante de mi. Cuando finalmente entré en el autobús, me acomodé como pude al lado de una señora de proporciones más que respetables que me dejaba poco espacio. Con medio cuerpo fuera, pasé las siete horas del incómodo viaje echando cabezadas intentando estirar las piernas en el pasillo cuando podía.
Eran las cuatro de la mañana cuando llegamos a Kampala. También allí llovía. Entré en un coche que se quedaba sin aliento cuando íbamos cuesta arriba, pero me llevó a la casa de los combonianos en Mbuya. Cuando me duché a las cinco y me metí en la cama para dormir dos horas, me pareció que entraba en el mismísimo paraíso.
original en en clave de Africa