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Inicio > REVISTA > Cultura > Cuentos y relatos africanos > ![]() ![]() Puncel Reparaz, María Nace en Madrid y se educa en un colegio de religiosas de la Compañía de maría. Es la mayor de siete hermanos y empieza muy pronto a inventar cuentos para sus hermanos y hermanas pequeños. Al dejar el colegio estudia francés e inglés en la Escuela Central de Idiomas en madrid. Ha trabajado en Editorial Santillana como editora en el departamento de libros infantiles y juveniles. Ha escrito más de 80 libros y traducido alrrededor de los 200. Ha escrito guiones de TV para programas infantiles y colabora en las revistas misionales GESTO y SUPEGESTO . Algunos de sus libros más conocidos: "Operación pata de oso", premio lazarillo 1971 "Abuelita Opalina" . SM,1981 Un duende a rayas", SM, 1982 "Barquichuelo de papel, Bruño, 1996 La avaricia es inmisericorde , traducido por María Puncel
13/02/2012 - ¡Cocer una nuez de coco, vaya un trabajo para un leopardo! Y estaba ocurriendo tal y como os lo cuento. Y añadiré que la cosa iba tan mal, que el conejo, que llevaba unos momentos observándole, se echó a reír y le dijo:
¡Mentira, engaño y falsedad! Apenas había vuelto el leopardo la espalda para ir en busca de la leña, y ya el conejo se había apoderado del cesto de nueces de coco y se había largado. Pero no había contado con la aparición del león, que le cerró el paso y le preguntó que a dónde iba con aquel cesto lleno de nueces de coco.
Un poco después, el conejo se encontró con el elefante que también le preguntó cómo había conseguido las nueces de coco.
Mientras tanto, el leopardo había vuelto con la leña de cocotero y se había dado cuenta de que el conejo le había enviado a buscarla para poder birlarle descaradamente sus nueces. Se puso furioso, rugió colérico y salió en busca del ladrón. En el camino, se encontró con el león y se enteró de que el conejo acababa de pasar por allí con su cesto de cocos. Después, se encontró al elefante, que se quedó muy sorprendido al descubrir que el conejo le había mentido.
Naturalmente, el leopardo se lanzó de inmediato tras el rastro del ladrón. Su furia le daba tal impulso a sus saltos y una tal agilidad a sus patas, que el conejo comprendió enseguida que todo esfuerzo sería inútil, que no podría escapar. Seguro que el castigo no podía ser otro que la muerte. Así que valía la pena arriesgarlo todo para conseguir escapar. Descubrió, sentado a la sombra de su choza al Kanzolwantanda, y el conejo le pidió ayuda.
De hecho, era la primera vez que el pequeño bribón le dirigía la palabra al Kanzolwantanda, pero la enorme bestia se emocionó de tal forma al oírse llamar el dulce nombre de amigo, que abrió su puerta al conejo. Entre los dos, escondieron el cesto de cocos en el granero de la choza. Luego, salieron y colocaron una trampa en el camino del leopardo, un grueso tronco de árbol sujeto apenas por una vieja liana.
El leopardo, jadeando por la carrera, tenía demasiadas ganas de atrapar al conejo, como para darse cuenta de la trampa que le tendía el Kanzolwantanda. Se lanzó sobre el lugar en que suponía escondido al conejo, y el árbol le cayó encima y le rompió el espinazo. * * *
Pero el Kanzolwantanda se creyó con más derecho que el conejo sobre la propiedad de la piel.
-¡Nanay! –replicó el conejo-.¡La presa era yo! ¡Me perseguía a mí! El Kanzolwantanda, viendo con amargura lo peligroso que resulta ayudar a un ingrato, consintió en dejar la discusión para después.
Cuando se hubieron recuperado un poco de sus trabajos y de sus emociones, el conejo fingió que se iba hacia el río. Dijo que se iba a bañar para refrescarse. ¿Y qué os parece que hizo? Absolutamente nada. No había perdido de vista al Kanzolwantanda, se había escondido entre la hierba alta, en un lugar desde el que podía espiarle y aguardar a que se fuera. ¡Pobre Kanzolwantanda! No se fue. Cedió a la tentación y, si así puede decirse, firmó su propia sentencia. Provisto de un afilado cuchillo despojó al leopardo de su piel. Sin ser capaz de adivinarlo, estaba, en realidad, trabajando para el conejo. Cuando terminó, escondió la piel entre las al-tas hierbas y esperó. No tuvo que esperar mucho. El conejo había hecho a toda prisa una sólida cuerda con hierbas trenzadas, preparó con ella un lazo y lo colgó de una rama flexible que se extendía sobre el camino que el Kanzolwantanda tendría que recorrer para ir a su baño. Sabía, el muy malvado y desagradecido, que el Kanzolwantanda no se bañaba en agua sino en arena. Y le preparaba así una jugarreta al mismo que le había salvado la vida. Le gritó:
Y se encaminó hacia su bañadero, pero en el camino se sintió atrapado por el maldito lazo que el tramposo conejo había preparado. La cuerda le oprimía cruelmente por medio del cuerpo y le impedía respirar, le faltaba el aliento. Gimio:
Se fue en busca de la piel del leopardo, la arrastró hasta la entrada de la choza del Kanzolwantanda y se sentó encima tranquilamente a comerse las nueces de coco mientras el desgraciado crédulo Kanzolwantanda moría estrangulado colgando del lazo. (Tomado del libro “Ce que content les noirs”, pág.154 Texto: Olivier de Bouveignes
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