¡Cocer una nuez de coco, vaya un trabajo para un leopardo! Y estaba ocurriendo tal y como os lo cuento.
Y añadiré que la cosa iba tan mal, que el conejo, que llevaba unos momentos observándole, se echó a reír y le dijo:
-¿Quieres que yo te enseñe cómo se cuece una nuez de coco?
-Desde luego –respondió el leopardo.
-Para empezar –explicó el conejo-, es preciso que vayas a buscar leña de cocotero. Nada cuece mejor la nuez de coco que esa leña.
¡Mentira, engaño y falsedad! Apenas había vuelto el leopardo la espalda para ir en busca de la leña, y ya el conejo se había apoderado del cesto de nueces de coco y se había largado.
Pero no había contado con la aparición del león, que le cerró el paso y le preguntó que a dónde iba con aquel cesto lleno de nueces de coco.
-Voy a mi casa –respondió el conejo– el leopardo me ha dado esto de regalo.
-¡Ah –exclamó el león asombrado- el leopardo te lo ha dado! ¿Así que sois buenos amigos, eh? –Y se fue.
Un poco después, el conejo se encontró con el elefante que también le preguntó cómo había conseguido las nueces de coco.
-Me las ha regalado el león –mintió el conejo sin siquiera pestañear.
Mientras tanto, el leopardo había vuelto con la leña de cocotero y se había dado cuenta de que el conejo le había enviado a buscarla para poder birlarle descaradamente sus nueces. Se puso furioso, rugió colérico y salió en busca del ladrón.
En el camino, se encontró con el león y se enteró de que el conejo acababa de pasar por allí con su cesto de cocos.
Después, se encontró al elefante, que se quedó muy sorprendido al descubrir que el conejo le había mentido.
-Acaba de pasar –dijo-, si tienes buenas patas le alcanzarás enseguida…
Naturalmente, el leopardo se lanzó de inmediato tras el rastro del ladrón. Su furia le daba tal impulso a sus saltos y una tal agilidad a sus patas, que el conejo comprendió enseguida que todo esfuerzo sería inútil, que no podría escapar.
Seguro que el castigo no podía ser otro que la muerte. Así que valía la pena arriesgarlo todo para conseguir escapar.
Descubrió, sentado a la sombra de su choza al Kanzolwantanda, y el conejo le pidió ayuda.
-Escóndeme –le suplicó-, o te quedarás sin tu buen amigo el conejo.
De hecho, era la primera vez que el pequeño bribón le dirigía la palabra al Kanzolwantanda, pero la enorme bestia se emocionó de tal forma al oírse llamar el dulce nombre de amigo, que abrió su puerta al conejo. Entre los dos, escondieron el cesto de cocos en el granero de la choza. Luego, salieron y colocaron una trampa en el camino del leopardo, un grueso tronco de árbol sujeto apenas por una vieja liana.
-¿Has visto pasar al conejo? –preguntó el leopardo al Kanzolwantanda.
-¡Shhh…! –reclamó silencio el falso camarada, poniéndose una pata sobre el puntiagudo hocico-, sí, está aquí.
El leopardo, jadeando por la carrera, tenía demasiadas ganas de atrapar al conejo, como para darse cuenta de la trampa que le tendía el Kanzolwantanda. Se lanzó sobre el lugar en que suponía escondido al conejo, y el árbol le cayó encima y le rompió el espinazo.
* * *
-¡Qué piel tan magnífica! –exclamó el conejo- al ver al leopardo tendido a sus patas y en los últimos espasmos de la agonía-¡Menudo negocio voy a hacer con ella!
Pero el Kanzolwantanda se creyó con más derecho que el conejo sobre la propiedad de la piel.
-¡La piel es mía! –dijo-.¡Soy yo el que te ha salvado la vida y ha matado a tu enemigo!
-¡Nanay! –replicó el conejo-.¡La presa era yo! ¡Me perseguía a mí!
El Kanzolwantanda, viendo con amargura lo peligroso que resulta ayudar a un ingrato, consintió en dejar la discusión para después.
-Primero, levantemos el árbol –había propuesto el conejo. Y lo levantaron.
Cuando se hubieron recuperado un poco de sus trabajos y de sus emociones, el conejo fingió que se iba hacia el río. Dijo que se iba a bañar para refrescarse.
¿Y qué os parece que hizo?
Absolutamente nada. No había perdido de vista al Kanzolwantanda, se había escondido entre la hierba alta, en un lugar desde el que podía espiarle y aguardar a que se fuera.
¡Pobre Kanzolwantanda! No se fue. Cedió a la tentación y, si así puede decirse, firmó su propia sentencia. Provisto de un afilado cuchillo despojó al leopardo de su piel.
Sin ser capaz de adivinarlo, estaba, en realidad, trabajando para el conejo. Cuando terminó, escondió la piel entre las al-tas hierbas y esperó.
No tuvo que esperar mucho.
El conejo había hecho a toda prisa una sólida cuerda con hierbas trenzadas, preparó con ella un lazo y lo colgó de una rama flexible que se extendía sobre el camino que el Kanzolwantanda tendría que recorrer para ir a su baño. Sabía, el muy malvado y desagradecido, que el Kanzolwantanda no se bañaba en agua sino en arena. Y le preparaba así una jugarreta al mismo que le había salvado la vida.
Le gritó:
-¡Oye, el agua está estupenda, ven al río a bañarte conmigo!
-¿Es que tú no sabes –le respondió la pobre bestia- que yo no me baño en agua, sino en arena?
Y se encaminó hacia su bañadero, pero en el camino se sintió atrapado por el maldito lazo que el tramposo conejo había preparado. La cuerda le oprimía cruelmente por medio del cuerpo y le impedía respirar, le faltaba el aliento. Gimio:
-¡Ah, he sido muy necio al fiarme de un ladrón! Debería haberme dado cuenta de que no se puede esperar de un tipo así ningún buen comportamiento, que la avaricia no se detiene ante nada y convierte al hombre en un ser inmisericorde, incapaz de sentir compasión por el prójimo.
-¿Sentiste tú compasión por el leopardo? –preguntó burlón el conejo-. Pues ya es hora de que aprendas que todo el mundo recibe la paga que merece.
Se fue en busca de la piel del leopardo, la arrastró hasta la entrada de la choza del Kanzolwantanda y se sentó encima tranquilamente a comerse las nueces de coco mientras el desgraciado crédulo Kanzolwantanda moría estrangulado colgando del lazo.
(Tomado del libro “Ce que content les noirs”, pág.154
Texto: Olivier de Bouveignes