Kinshasa, la bella y los espectros

3/12/2006 | Opinión

Viajar debería ser un antídoto contra el miedo. Es preciso insistir. La última vez que fui a Kinshasa no tenía tanto miedo como la segunda y la tercera. No pude hacerlo por el río que se bebe todos los ríos, desde Kisangani, corriente abajo, haciendo a la inversa el camino de Joseph Conrad, desde el corazón de las tinieblas (es decir, de lo que estamos dispuestos a hacer para satisfacer todos los deseos: nuestro precio) a las afueras de la antigua Leopoldville. Tampoco como lo hizo Henry Morton Stanley, atravesando el continente como una lanza térmica desde el Índico al Atlántico, ya exhausto, aunque no de matar, ni de «colonizar» las «tierras vírgenes» para su patrón, Leopoldo II, rey de los belgas, que haría de aquella finca tan extensa como buena parte de Europa Occidental su colonia penitenciaria, su paradójico Estado Libre, donde los indígenas tenían la libertad de trabajar como esclavos o de morir. Ahí empezó el recuento de penurias: su encuentro con la codicia de los blancos, que al matrimoniar con la codicia de los negros (y Mobutu Sese Seko sería en esa asignatura un alumno prodigioso) haría de la espalda de estos negros de piel entre la antracita y el cobalto una plantación ajena de la que todavía no han conseguido librarse.

Hay que llegar a Kinshasa la bella, a la ciudad que es hoy un espectro vibrante de lo que fue, y empeñarse en buscar el río. En Gombe, el barrio de las embajadas, de los grandes hoteles, los ministerios, el comercio que vuelve a renacer tras los saqueos de los años noventa (cuando Mobutu pagó a la tropa con papel mojado), la «ville» blanca frente a la «cité» negra, donde se instalaron los belgas para regir los destinos de su formidable colonia. Aquí sí se puede contemplar el río, dejando a un lado los altos muros coronados de espinas, mansiones coloniales de los embajadores de Tanzania, Bélgica, EE.UU., el Reino Unido… Aquí se ensancha la corriente, antigua Stanley Pool (ahora Pool Malebo), un lago fluvial de 830 kilómetros cuadrados que sirve de frontera entre los dos Congos, Congo-Brazaville y Congo-Kinshasa. Pero en cuanto se aleja uno de Gombe, los blancos escasean y la ciudad africana se adueña del pulso de la bella Kin, la dolorida Kin, la torturada, la de los apagones que cuando descarga el aguacero es como si Hércules se hubiera puesto a limpiar el establo del cielo y se inunda como una enfermedad incurable.

La primera vez que fui a Kinshasa el país se llamaba Zaire, Mobutu parecía bien atrincherado en el poder, y el aeropuerto era una cueva de ladrones, uno de los lugares más atroces de la Tierra. A la bofetada de calor húmedo que te recibía sin contemplaciones le sucedía el asfalto rugoso de la pista, y ante la fachada del desvencijado edificio aeroportuario de N’Dili, cuyo rótulo amarillo malaria tenía varias letras tuertas, una muchedumbre en la que destacaban los mamporreros de la larguísima escalera mobutista. El funcionario con más entorchados y menos escrúpulos se encargaba de encañonar al blanco que se ponía a tiro, le exigía el pasaporte a pie de pista y desaparecía entre la masa compacta que se cerraba como el mar Rojo sobre las tropas del faraón. Entonces empezaba la pesadilla. Había que perseguir al tipo por un laberinto mortecino. La primera vez, con el miedo virgen, para propiciar ese diálogo de tú a tú entre el poder absoluto y el viajero inerme, se encargaron los secuaces del sacamantecas de reventar un candado con una palanca oxidada. Allí, bajo una bombilla polvorienta, empezó una negociación que terminó en tablas: a cambio del sello de entrada hubo que aligerar el viático de cigarrillos que llevábamos para eso: sobornos.

Pero salvada esa ordalía, y recuperado el equipaje, convencidos los carniceritos de bata blanca de que todas las vacunas contra la fiebre amarilla se esponjaban ya entre nuestros leucocitos y de que no tenían que hacer uso de su vieja aguja impregnada con todos los miasmas ecuatoriales, derrotado el enjambre de porteadores, que saltan de lo servicial a lo zafio por el canto de un franco congoleño, el placer era abrirse camino por una carretera que sigue siendo infernal tanto para entrar en la telaraña de Kinshasa como para zafarse de ella.

Según David Nthengwe, un oriundo de Malaui que hizo de Kinshasa su hogar durante los años que trabajó para la agencia de la ONU que se ocupa de los refugiados, «Kin la belle» debe su fama «a una diversión que va de domingo a domingo, sus bellas mujeres que dejan entrever la lencería que acota su rotunda anatomía, corruscante atracción, y la rumba». Frente a la miseria, el resplandor febril. «Frente a Kabul, donde no hay nada y la religión es una losa, en Kinshasa, pese a tanta pobreza, son más felices», dice un oficial legionario destacado en el Congo para apoyar un proceso democrático aplazado 46 años.

El Congo era hasta hace nada pura carcasa, un esqueleto chamuscado, un país fantasma en el que más de sesenta millones de almas buscan la vida cada día. Para conocer su capital hay que adentrarse en barrios como Matonge, cuna de la diversión negra, o Selembao, donde se hunde la vara de medir miseria. Allí es donde religiosas como Carmen Asiain y las que han tomado el relevo le siguen plantando cara al implacable destino que desloma cada día a la inmensa mayoría de los «kinois», donde son demasiados los que sobreviven con menos de un dólar al día, comen uno de cada dos, recorren kilómetros para engañar al hambre por calles que a menudo son pura lepra. Cuando, siempre demasiado pronto, se teje la noche, surge una vía láctea de bujías de keroseno «made in China». Ríos humanos que contemplan, bajo esa luz titilante, el rostro de una ciudad donde los lindes entre realidad y ficción, vida y muerte, sueño y deseo, fe y superstición forman un magma tan denso como la pasta de yuca con la que se sostienen. Vivos y muertos encerrados en un callejón sin salida. No es de extrañar que el fenómeno de los niños embrujados sea una epidemia en Kinshasa, Ciudad invisible pese a su energía, a su dureza, hoy sede de la mayor misión de la ONU en el mundo, «ciudad fuera de foco, difícil de domesticar, imposible de atrapar en un relato», escribe Filip de Boeck. Para poder escribir sobre ella hay que patearla. Para poder patearla hay que arriesgarse, y buscarse además un buen guía, como Laurent. Me regaló un colmillo de león para que me protegiera durante la noche, cuando las ciudades indómitas como Kinshasa acaso ofrecen su secreta alma a quien se atreva a beberla.

Alfonso Armada,

periodista del diario español, ABC.

Artículo cedido por el autor, publicado en el ABC, del día 19 de agosto de 2006

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