De todas las guerras que han vivido como corresponsales, la que más ha marcado al reportero Carlos Bota y al fotógrafo Sincero del Corral es la de Sierra Leona. Allí se encuentra Isla África, un viejo caserón cercano a Freetown donde un grupo de misioneros lucha por recuperar a niños guerrilleros; un lugar difícil donde el tiempo parece haberse detenido, un punto de referencia al que volver, un rincón para vivir… y también para morir.
Los valores de los países más desarrollados no funcionan en lugares como Sierra Leona, donde la naturaleza, la miseria y la guerra otorgan un sentido diferente a conceptos como la vida o la muerte, la fe o el ateísmo, la amistad o la competencia. Isla África es, pues, un viaje interior, un rastreo en la memoria en busca de los instantes esenciales; pero es también un recorrido vital que entronca con los grandes narradores que han sabido fundir sus vidas con el mito de África, como Conrad, Greene o Hemingway.
La confrontación de distintos planos temporales, los diferentes ritmos que cobra la narración —trepidante a veces, admirablemente sostenida otras— y una exquisita mezcla de sensibilidad y crudo humor garantizan un antes y un después de la lectura de esta novela, con la que Ramón Lobo se revela como una de las voces más sugerentes de la narrativa española actual.
(Isla África, Ramón Lobo. Ed. Seix-Barral. ISBN: 84-322-1103-6)
Nací el 23 de enero de 1955 en un hospital británico de Lagunillas, un pueblo petrolero controlado por la Shell cerca de Maracaibo (Venezuela). Las amigas británicas de mi madre preguntaron: ¿Qué color tiene? Venezuela, padre español… Demasiados problemas para un inglés de aquella época. Soy blanco y viví allá, en América, hasta los cinco años, cuando mi asma y un golpe de Estado convencieron a mi padre de que había llegado el momento de regresar a España. Mientras que ellos buscaban piso en Madrid estuve unos meses con mis abuelos en el sur de Inglaterra. Allí descubrí algunos de los ingredientes de mi mezcla étnica: abuela francesa y abuelo luxemburgués, tíos y tías en Bélgica y Holanda. Ahora también sé que tengo una tatarabuela judía de Bohemia, antiguo imperio Austrohúngaro. También tengo un 25% de la sangre gallega. ¿Soy español? ¿Venezolano? ¿Americano? ¿Europeo? He resuelto el problema decorando mi propio país de barrios, olores, gentes, idiomas, sonrisas y amores de lugares diferentes. Por eso viajo, porque busco nuevos rincones. Y me gusta hacerlo porque nunca tuve miedo al Otro. Siempre lo viví como una aventura, no como una contaminación.
Quise ser periodista desde los 12, supongo que para fastidiar a mi padre, que era ex militar y franquista. Me matriculé en la Universidad Complutense de Madrid pero apenas fui a clase. Tuve suerte de empezar a trabajar por 250 pesetas (un euro y medio) la pieza tres meses antes de arrancar el primer curso de Periodismo, en junio de 1975. Desde entonces colaboré en la extinta agencia Pyresa y en Radio Intercontinental como guionista de programas de serie muy B que dirigía Álvaro de Luis. En El Heraldo de Aragón hice prácticas durante el servicio militar en Zaragoza y descubrí la información internacional durante una entrevista con un profesor de Derecho, Leandro Ruiz, sobre Afganistán. Realicé algunos pinitos en la BBC de Londres (casi no me dejaron hablar, pero aprendí el valor de la paciencia). Y algo más en serio, pero aún sin contrato, tuve mesa y micrófono en Radio 80, donde fui hombre-orquesta, como todos. Escribí para la revista Actual, que me pagó un viaje a Argentina para asistir a la caída de la dictadura. No fue caro, pero fue el último que hice con ellos. Después estuve dos años en Washington, en La Voz de América (nadie es perfecto). Al regreso a España entré en Expansión. De ahí a Cinco Días y a La Gaceta de los Negocios: tres diarios económicos que aún existen. En El Sol fui redactor jefe de internacional y bastante feliz hasta que cerró el día de San José de 1992 por falta de lectores. Desde agosto de ese año trabajo en El País. En la entrevista de la contratación, quien iba a ser mi jefe, Luis Matías López, preguntó: “¿Estás dispuesto a ir a Sarajevo?”. Contesté: “Llevo 15 años esperando que alguien me haga esa pregunta”.
En estos 17 años y medio he estado en algunos conflictos: Irak, seis veces, dos con Sadam y cuatro sin él, la última a finales de 2008; Bosnia-Herzegovina (siete veces durante la guerra), Croacia y mucho en Serbia y Kosovo en los últimos meses; Haití en 1994; Afganistán en 2001 tras el 11-S; Líbano hace un año y medio; Israel y Palestina, Filipinas en 2001 y en muchos países de África: Kenia, Ruanda, los dos Congos, Guinea Ecuatorial, Guinea Conakry, Etiopía, Sierra Leona, Uganda, Nigeria, Zimbabue, Namibia, Liberia, Níger, Mozambique, Suráfrica, Suazilandia, Somalia y alguno que me dejo en la memoria.
He publicado dos libros: El héroe inexistente (Aguilar, 1999 y en De Bolsillo, Mondadori; esta vez sin erratas), que recoge las experiencias de los viajes y cómo la visión de la guerra modifica al corresponsal e Isla África (Seix Barral, 2001), una novela situada en Barcelona y Sierra Leona en la que reflexiono sobre el valor de la vida y la amistad. No se editaron demasiados ejemplares, pero al parecer se vendieron todos. Fue traducida al francés por Actes Sud, al portugués por Temas y Debates y al italiano por Nutrimenti. Cualquier pregunta sobre derechos literarios: Pontas y sobre los periodísticos, El País,
Me han dado dos premios, sin duda inmerecidos, el Cirilo Rodríguez (2002) y el Intercultura a la Convivencia en Melilla (2005).
Sigo teniendo muchas ganas de contar historias sobre los Otros. Es mi trabajo y mi pasión.
Ramón Lobo