Ir a ver a Thomas Sankara y sentirlo , por Nuno Cobre

30/06/2014 | Bitácora africana

Última entrega de la serie Viaje a Burkina Faso,

Gaston me dejó en Uagadugú antes de la tres de la tarde y llamé a Joana.“Hazlo,vete a ver a Sankara”, me dijo. Presioné varios números de mi móvil e Idrissa se presentó. “Quiero ir a ver la tumba de Thomas Sankara”, le informé. Idrissa resolló, deformó toda la cara, “ese sitio” o algo parecido llegó a decir. La negociación fue dura pero el taxista burkinés acabó poniendo en marcha su abollado Mercedes verde. Nos dirigíamos al cementerio Dagnoën, al Este de la ciudad, a través de un paisaje que se iba deteriorando paulatinamente, alejándose, y mostrándonos otra cara de la ciudad compuesta por los descartados.

“Ya casi estamos”, sonó la resignada voz de Idrissa. Dando saltos en el desguazado Mercedes nos introducimos en un llano de tierra seca y arbustos desperdigados, trozos de cemento aquí y allá. Idrissa seguía quejándose, preguntándome temeroso si realmente quería ir a ver la tumba de Sankara, a lo que yo respondía todo el rato con un “será un momento, sólo un momento”. Avanzábamos pero no veíamos a nadie. “Hay que hablar con los guardas”, repetía Idrissa mientras empezábamos a bordear el cementerio Dagnoën, el cual se hallaba protegido por un deteriorado muro de cemento. “Hay que hablar con los guardas, hay que hablar con los guardas”.

Había que hablar con los guardas, sin duda, pero por allí sólo había una puerta metálica totalmente abierta invitando a entrar en un cementerio donde, no muy lejos, vivía la tumba de Thomas Sankara.

Idrissa frenó, apagó el motor. “Aquí no hay guardas, hay que hablar con los guardas”. Me bajé. “¿Dónde está la tumba de Sankara?”, le pregunté ya desde el umbral de la puerta metálica. “Pero, hay que hablar con ellos”. En el cielo se había alzado una luna completamente redonda, caía la noche y se iban encendiendo pequeñas luces en la ciudad a modo de lunares. “¿Dónde está la tumba de Sankara?”, pregunté de nuevo, empezando a sentir un cosquilleo en el estómago. Idrissa, trago mucho aire y después de unos segundos que duraban más de unos segundos, señaló con los ojos cerrados unas tumbas que se hallaban a unos treinta metros. “Allí”, me dijo el conductor, con ese tono que surge cuando ya no hay remedio de que algo inevitable pase.

Me puse a andar dentro de un cementerio desolado, sintiendo la tierra de una memoria imposible de olvidar. Me adentré entre los arbustos desperdigados, tumbas de cemento derruidas, tierra y cielo, una luna llena. Y al fondo, lucecitas. Idrissa se había adentrado varios metros, los suficientes como para hacerme varias fotos temblorosas. Seguí caminando hasta que, de repente, me topé con una tumba blanca pintada por unas letras en negro, azul y rojo: Noel Isidore Thomas Sankara, “homenaje al hombre del 4 de agosto”, fecha en la que Sankara había sido nombrado presidente de Burkina Faso a la edad de 33 años. Era él.

Respiré hondo tres veces. Se trataba de una tumba rectangular tendida sobre la tierra y pintada de un blanco que había dado paso al cemento descubierto en muchos de sus lados. En la parte superior había espacio para unas velas que ahora permanecían apagadas entre un puñado de piedras. En el borde de la tumba, un trozo de arbusto sobrevivía. En las letras y números pintados de rojo, se podía leer aún un epígrafe que homenajeaba a Sankara en 2010, veintitrés años después de su asesinato. Me acerqué y posé mi mano derecha sobre la tumba unos segundos. Pronto sentí un algo con sabor a sueño y a realidad, un algo que invitaba a seguir en pie, a continuar, a creer.

Luego hice varias fotos y le pedí a Idrissa que hiciese eterno el momento. A Idrissa ya le daba igual todo y me sacó de nuevo unas fotos malas, pero imborrables, llenas de posibilidad y fuerza. Recordando a los doce apóstoles, detrás de la de Sankara se levantaban también otras tumbas erigiéndose por medio de unas lápidas que revelaban nombres como Bamouni Paulin, o curiosamente la de un Compaoré, concretamente la de Bonaventure Compaoré.Todas ellas,tumbas pertenecientes a miembros del gabinete de Sankara que habían sido asesinados el mismo día que él. Estaban todas las tumbas salvo la del único superviviente aquel día: AlounaTraoré. Idrissa volvió a temblar, “vámonos, vámonos”. “Está bien”, dije yo después de girarme para tocar por última vez la sepultura, “vámonos”. Dentro del desarmado Mercedes, rompí el silencio para preguntarle a Idrissa por Sankara. “Bien, duró poco”, fue todo lo que dijo. “¿Y Compaoré?”. “Ese sí ha durado”. Arriba, la luna llena nos cubría.

Original en : Blogs de El País. África no es un país

Autor

  • Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

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