Alicia Sánchez Camacho, esa señora del PP que visita barrios catalanes donde hay una fuerte inmigración pero –curiosamente- sin tomarse ningún tiempo para escuchar los problemas de los propios inmigrantes, lleva varios días diciendo que quiere que los ayuntamientos denuncien a los extranjeros en situación irregular que acudan a empadronarse. Sus jefes de partido se han apresurado a avalar su peculiar propuesta electoral, cosa que les agradezco enormemente, ya que dado que una buena parte de mis amigos en España son inmigrantes africanos sin papeles a partir de ahora tengo más claro a quién no daré nunca mi voto.
Como es sabido, la actual legislación española considera obligatorio el empadronamiento, y desvincula este deber y derecho de la situación legal de quien acuda a empadronarse. Basta con presentar el pasaporte, aunque se carezca de visado en vigor, y acreditar que se vive en el domicilio donde uno quiere figurar en el padrón municipal. El certificado de empadronamiento es la condición indispensable para acceder a los servicios sociales más básicos, particularmente la sanidad y la educación gratuitas. Si un inmigrante sin papeles sabe que si acude mañana a empadronarse a los pocos días puede recibir una visita poco grata de la policía para expulsarle, lo más seguro es que deje de realizar este trámite, hundiéndose aún más en la clandestinidad. Yo todavía no he escuchado a ninguno de los que proponen estas medidas explicar qué debe hacer un inmigrante en situación irregular si se pone enfermo. Juzgando por sus palabras sospecho que, en realidad, les trae sin cuidado.
Es muy fácil mirar esta situación desde fuera, pero yo personalmente tiemblo al pensar qué habría ocurrido con la que hoy es mi mujer –de nacionalidad ugandesa- si una ley así hubiera estado en vigor durante los meses en los que ella misma se encontró en situación irregular, y no precisamente por su propia voluntad. Hago memoria de las enfermedades que tuvo durante ese tiempo, alguna de las cuales la tuvo postrada en cama varios días, y me pregunto dónde queda el derecho universal a la salud. Por suerte no fue así, y el hecho de que ella no tuviera los papeles en regla no fue obstáculo para que pudiera tener su tarjeta sanitaria y acudir al centro de salud que le correspondía cada vez que lo necesitó. Personalmente, me sentí orgulloso de pertenecer a un país que reconoce derechos básicos a todos los que viven en su suelo, independientemente de los papeles que tengan.
Los que preconizan estas medidas restrictivas suelen repetir que “los inmigrantes colapsan los servicios públicos de salud”, detalle este que ellos –que suelen tener buenos seguros médicos privados- desconocen de su propia experiencia, pero que repetido una y otra vez logra el que parece ser el efecto deseado: agitar malos sentimientos de rechazo hacia el extranjero entre los españoles que sufren más la crisis. Entre personas en esta situación no resulta difícil hacer que acepten chivos expiatorios, y si estos son extranjeros bien diferenciados de los nacionales por elementos como el color de su piel o su religión, mejor que mejor. Pero es que, además, esto es mentira. Yo, por mi parte, nunca he tenido que esperar más de una hora (las más de las veces sólo unos pocos minutos) cada vez que he acudido a utilizar un servicio de salud pública.
El verdadero problema de fondo es la nueva forma que ha tomado un fenómeno que se ha ido gestando en nuestro mundo durante las últimas décadas: la criminalización de la inmigración, especialmente de los inmigrantes que vienen de países pobres. Me temo que es uno de los indicadores de la grave crisis de valores que nuestra sociedad occidental vive desde hace ya bastante tiempo, y que busca elementos foráneos a los que culpabilizar. Siguiendo la lógica de poner contra las cuerdas a quien ha cometido el horrible delito de salir de su país para buscar mejores condiciones de vida y tras sortear mil dificultades se encuentra sin permiso de residencia, si no conseguimos que las redadas policiales lo terminen por expulsar a su país, hay que buscar nuevas formas de hacer presión hasta que ésta resulte insoportable: quitarle la residencia si se queda en paro (cosa que quiere hacer el PSOE, partido que también criminaliza a los inmigrantes aunque guardando algo más las formas),o negarle el derecho a recibir tratamiento médico cuando se pone enfermo, lo cual es una de las más refinadas formas de acoso rayando en la crueldad. Y fomentar el miedo a ser detenido es otra de ellas. Siguiendo la lógica de quien quiere obligar a un funcionario a denunciar a un inmigrante ilegal, el político de turno que quiere aprovecharse del tema de la inmigración para ganar votos de personas descontentas podría incluso dar un paso más y exigir a las comunidades de vecinos –so pena de graves multas- que denuncien a los inquilinos de quienes sospechen que se encuentran en situación ilegal, o hacer como quiso hacer Berlusconi en Italia hace un par de años y obligar a personal sanitario a que hagan lo mismo con los inmigrantes ilegales que acudan a sus consultas médicas.
Mucho me temo que este va a ser un tema muy caliente en las próximas campañas electorales, tanto de elecciones autonómicas como a nivel nacional. Como cristiano, me da pena pensar que los obispos –que tanto nos recuerdan que no votemos a partidos que promueven el aborto o el matrimonio homosexual- no suelen emplearse con la misma diligencia cuando determinadas formaciones políticas proponen medidas que atentan contra la dignidad de los inmigrantes. Esos inmigrantes sobre los que la Doctrina Social de la Iglesia dice cosas muy importantes pero que no suelen ser objeto de predicación, quien sabe si para no molestar a los que la mayoría de los obispos quisieran ver gobernar