Imágenes del boom turístico en Zanzíbar, por Gabriela Pis San Juan

29/06/2015 | Bitácora africana

Playas kilométricas de arena blanca y agua cristalina, atractivos turísticos como las granjas de especias, que nos transportan a través de los sentidos a los tiempos de gloria del comercio con Oriente, o los paseos en barco para bucear en el Índico rodeado de una fauna marítima impresionante. Así es la imagen que tenemos de la isla de Zanzíbar. No es del todo falsa, pero allí hay otras realidades. Sus principales fuentes económicas son cada vez menos las especias, y cada vez más el turismo: viajes de recién casados, jóvenes europeos que acuden en masa a celebraciones como la Full Moon Party, y jubilados italianos con bañador turbo copan las playas del norte, como Kwenda o Nwngui. Tras la primera línea de playa, donde los turistas contemplan auténticos paraísos terrenales, se agolpan las construcciones de piedra y latón de los pueblos zanzibareños. Sus habitantes, que antes se dedicaban a la pesca o la recogida de algas, hoy trabajan en los hoteles y restaurantes, o venden gafas de sol y pareos en la playa, frente a los hoteles.

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Zanzíbar es una región semiautónoma de Tanzania formada por las islas de Zanzíbar (Unguja en swahili) y Pemba. Sus tierras tuvieron escaso interés geoestratégico hasta que en 1832 se convirtieron en un enclave perfecto para la trata de esclavos y el dominio del comercio en el litoral desde Mogadiscio hasta el norte de Mozambique. Desde entonces, Zanzíbar fue posesión del sultanato de Omán, estuvo bajo dominación portuguesa y fue colonizada por los británicos, entre otros muchos pueblos que pasaron por allí.

Podríamos situar la llegada de los primeros turistas a la isla en la segunda mitad del siglo XIX. Exploradores como Livingstone, Thompson, Burton o Stanley fueron acogidos en Unguja, donde se hacían con los guías y las provisiones necesarias para adentrarse en sus expediciones hacia el interior de África. Estos primeros visitantes británicos eran invitados por el sultán Sayyid, que supo ganarse a los ingleses y consiguió que cesaran en su empeño de acabar con el lucrativo negocio del tráfico de esclavos, al menos durante unas décadas. Lejos de aquellos forasteros aventureros, Zanzíbar comenzó a ser destino turístico masivo como hoy lo conocemos en los inicios del siglo XXI, cuando fueron proliferando los establecimientos hoteleros y restaurantes en los cuatro puntos cardinales de la isla.

Crucé en barco desde Dar es Salaam a la isla de Zanzíbar más de una vez en viajes muy variados. El primero fue un acercamiento al encanto de Stone Town, capital y patrimonio cultural por la UNESCO en 2000; y las playas cercanas, nada turísticas y muy tranquilas, llenas de pequeños barcos de pesca que faenan no muy lejos de tierra. En otras ocasiones hice auténticas inmersiones en el boom turístico acudiendo incluso a una de las famosas fiestas de la luna llena. Pero mi segundo viaje fue el que me enseñó la realidad de la isla: recorrí la franja costera desde Stone Town hasta las playas del norte y noroeste, para más tarde descender al este, a la costa sobre la que se extienden las poblaciones de Paje, Bweju y Jambiani. Aquello de “una imagen vale más que mil palabras” adquiere en ocasiones más sentido que nunca, y ésta es una de ellas.

Fui en dala-dala hacia el primer destino en el norte de la isla, el pueblo de Nungwi. En Zanzíbar los autobuses son en realidad camionetas pick up con un techo sobre el que se almacenan todo tipo de mercancías: desde atunes y sacos de cebollas, hasta el somier tallado en madera de una cama. Apenas hay mzungus viajando en este transporte y me pregunté cómo se desplazaban los cientos de visitantes que acogía la isla: por comodidad o por desconocimiento, la mayoría de los turistas son conducidos desde Stone Town a las playas en taxis privados por los que pagan alrededor de 60 dólares. Los desplazamientos en dala-dala cuestan una media de 2.000 chelines tanzanos; aproximadamente un euro.

El autobús paró en Nungwui en la plaza del pueblo, rodeada aquel jueves por un pequeño mercado de frutas y verduras. Crucé el pueblo por calles de arena, entre casas, tiendas y madrasas de cemento y latón, hacia la playa. Al llegar allí no lo podía creer. Una línea de edificios de hormigón ocultaba la vista del mar desde el pueblo: cientos de metros de primera línea de playa ocupados por hoteles, desde los más baratos backpackers hasta el mismísimo Hilton.

Las playas del norte son las más masificadas y sus establecimientos son, en su mayoría, propiedad de europeos, aunque los trabajadores suelen ser tanzanos. El territorio de los hoteles se extiende sobre las propias playas, donde se colocan las tumbonas para tomar el sol por el día y las mesas para cenar a la luz de las velas por la noche. No son necesarios altos muros, o indicaciones específicas: mientras alemanes, italianos, españoles, indios o ingleses toman el sol, los vendedores y vendedoras tanzanas pasean frente a ellos, sin acercarse demasiado hasta que alguien los llama, como respetando una línea imaginaria en una playa que en realidad les pertenece.

Los maasais, cuya vida dedicada al pastoreo en la estepa del norte tanzano ha sido alterada por el “progreso”, se han visto obligados a migrar a las ciudades en busca de nuevas fuentes de ingresos. Zanzíbar ha sido el destino de muchos de ellos donde, como en el resto de Tanzania, trabajan como personal de seguridad en diferentes establecimientos, y vendiendo su propia artesanía. Su capacidad de adaptación es inimaginable. Se pasean por la playa vestidos con sus ropas típicas y el último modelo de gafas Ray-Ban, vendiendo collares, pulseras y pinturas entre mzungus en bañador. Dominan lo básico de todos los idiomas que se hablan en la primera línea de playa, e invitan a los turistas a que se paseen por sus puestos, anunciados en mitad de la arena con carteles escritos en un curioso italiano.

El panorama en el este o el sur no es muy diferente, pero por el momento la arquitectura hotelera respeta más el medio natural, aunque casi no se pueda nadar en playas como Paje debido a las decenas de turistas practicando windsurf con sus gigantescas cometas, siempre vigilados de cerca por su monitor particular, que les enseñará a volar sobre el agua en unas horas por unos pocos cientos de dólares.

En medio de estos lugares una se siente parte de un decorado que tras de sí oculta realidades mucho menos idílicas. Será necesario idear otro decorado sostenible, enriquecedor y lucrativo para todos. Sin olvidar que para eso habrá que deconstruir el que existe por completo. Y recordando que el decorado trasciende muchas veces las playas paradisíacas de Zanzíbar.

Original en : Una Mzungu en Tanzania

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Autor

  • Pis San Juan , Gabriela

    Gabriela Pis San Juan , periodista especializada en información internacional y temas de África subsahariana, migrante y amante de la lectura. Actualmente escribe en blogs personales y otras publicaciones, y colabora en el área de comunicación de SOS Racismo Madrid.

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