Historias del Sotrama, por Fátima Valcárcel

1/03/2012 | Bitácora africana

“Cuando entres tienes que decir que te bajas en Voxida, pero no a los chicos, ellos siempre se olvidan. Lo gritas para que se enteren bien los otros viajeros, así no te pasarás de parada”. Fatoumata trabaja en la Cooperativa Jamana, donde colaboro. Le acabo de preguntar si hay una forma de evitar ir hasta el grand marché (el principal mercado de la ciudad) para cambiar de sotrama (mini-bus).
Ya he subido en unos veinte sotramas desde que llegué y de cada uno de ellos podría contar, al menos, una anécdota. Los sotrama en sí ya son para describirlos.

El mini-bus es un medio de transporte muy común en toda África Subsahariana, sin embargo en cada país las características físicas son distintas. También su nombre, la comodidad, el tiempo de espera… Entre otras cosas, ello depende de la distancia que recorren y de si se encuentran en zona rural o urbana. Aquí en Bamako lo que se conoce por sotramas son furgonetas pintadas de verde, que normalmente solo conservan en buen estado la parte delantera, donde va el conductor con uno de los trabajadores y donde, en una ocasión, también me sentaron a mí: la tubab (extranjera, blanca, guiri…).

La parte trasera, en todos los casos, está compuesta por la carrocería original (de menos a más oxidada y agujereada), alguna ventana y cuatro tablones de madera sostenidos por unas estructuras de hierro que bordean el interior, de modo que las propias paredes del vehículo te sirven de respaldo. Se entra por la puerta lateral, que controla el cobrador, y hay una rueda de repuesto al fondo.

En el centro, suele haber bastante espacio. Bueno, si no lo llenan las mujeres que vuelven cargadas del mercado. Y siempre a lo ancho, por supuesto. A lo alto, como no te agaches lo suficiente, te puedes pegar un buen golpe. Me pasó el otro día. No voy a nombrar la marca de mis gafas de sol por no hacer publicidad gratuita, pero todavía no puedo creer que no se rompieran. La verdad que me alarmé. Realmente más por los gritos de la gente que por el golpe en sí. ¡Menudo susto! Uno de los chicos me ayudó a sentarme y antes de preguntarme si estaba bien me cogió la cabeza “para ver si sangraba”, me explicó. ¡Menudo doble susto! Ni imaginarlo quería. Impulsivamente eché la mano a mi cráneo y me tranquilicé: estaba entero y seco como el aire que se respira estos días. Para compensar el chichón hicieron falta unos cuantos ibuprofenos, cierto es, pero bendita suerte la mía. Y benditos compañeros de viaje. Ni uno de ellos se rió de mí. La mayoría, mediante gestos, me advirtió de que tuviera cuidado la próxima vez, podía hacerme daño. Creo que les parezco demasiado alta, y eso que aquí hay de todo…

Al día siguiente un chico se sentó a mi lado. La elección de su hueco había resultado evidente, por lo que no tardó en hablarme: “Yo te pago el billete”, afirmó. “¡Muchas gracias, pero el billete me lo pago yo!”, exclamé con la mejor de mis distantes sonrisas. Se quedó muy serio, pero no se dio por vencido.

– «¿Por qué has rechazado mi ofrecimiento?”, insistió.

– “¿Por qué debía aceptarlo?”, contrapregunté.

– “Porque tengo el gusto de invitarte”, respondió con seguridad.

– “Pues entonces no se hable más, le dije, no seré yo quién te entristezca el día”. Y me metí el dinero en el bolso. (1)

Camille es congolés. De la República del Congo, pero no de la República Democrática del Congo (RDC), sino de Congo-Brazzaville. Es biólogo y trabaja aquí en un laboratorio privado, donde realizan análisis de sangre. Se instaló en Bamako hace unos cinco años. Su historia me pareció interesante. No suelo dar mi número cada vez que me lo piden pero, como intenté dejarle claro, quizá algún día me viniera bien contactarle para hacer un reportaje. Esa misma tarde me llamó cuatro veces, y al día siguiente lo volvió a intentar, pero no estaba atenta al teléfono y no contesté.

Por suerte han pasado varios días y, al no devolverle la llamada, no he vuelto a saber de él. Me alegra que mis prejuicios del pasado me llevaran a equivocarme ante su primera y única insistencia. No sé. Igual hasta le llame yo algún día y sea él quien no conteste. Tampoco lo sé. Lo que sí sé es que los viajeros del sotrama, aquella tarde estuvieron la mar de entretenidos. “¡Hay qué ver cómo son estas europeas!”, me atrevo a asegurar que pensó la mayoría. “¡Hay qué ver cómo son estos malienses!”, pensé yo cuando Camille me quiso pagar el billete… Pero no, no era maliense, sino como ya he avanzado, congolés. Y, según destacó enseguida y para mi sorpresa, un congolés orgulloso de ser “mucho más europeo que sus vecinos de la RDC…”.

En un sotrama pueden caber entre 20 y 25 personas, sin contar los bebes que llevan las madres sujetos en la espalda y que giran hacia delante mientras se sientan. Para el cobrador, siempre hay sitio para un pasajero más. Y lo cierto es que si se trata de una sola persona, apretándonos un poco, el cobrador acaba consiguiendo su objetivo. Ahora, qué no se le ocurra meter a más de uno cuando ya no cabe un alfiler porque la gente se rebela. Y con razón. Sobre todo, los señores mayores. En este país, el respeto a la edad vale mucho más que el dinero.

Youssouf es el propietario de una furgoneta “comprada en España con papeles y todo”, por seis millones de francos CFA (unos 9.150 euros). “Estaba nueva”, asegura. Él mismo la conduce, para eso pasó un par de años trabajando en Argelia. En la construcción. Gracias a lo que ahorró en el país vecino, ahora es su propio jefe. Dos de sus familiares trabajan con él. El negocio va bien. Al día ganan unos 45.000 francos (2) CFA (no llega a 69 euros). Un tercio se lo guarda para posibles reparaciones, para imprevistos… El otro tercio lo gasta en gasolina. Y los últimos 15.000 CFA (33 euros), los reparte a partes iguales entre los tres trabajadores.1 Él incluido. Él y su mujer, porque también matiza que de ahí le da dinero a su esposa para que compre la comida. Mi parada se acerca y no me da tiempo a preguntarle si, además de para la alimentación, su mujer recibe lo suficiente para sus cosas o si tienen hijos. Eso sí, antes de llegar a mi parada, a Youssouf sí le da tiempo a preguntarme si puede pasarse un día a verme y hablar. Y yo con mi mejor sonrisa cercana le digo que claro, qué cuándo quiera, lo que implica que ni dirección ni teléfono.

A los malienses les encanta conversar. La mayoría se sorprende de que a mí también me guste. ¡Es extraño encontrar a una europea que hable tanto!, comentan abriendo los ojos aún más que yo. (Cuando esto ocurre me guardo para mí que los europeos también se sorprenden de que yo hable tanto. No quiero matarles la ilusión de su nuevo descubrimiento…)

No obstante, el caso de Youssouf es distinto. A pesar de que está contento en Bamako, me ha confesado que se hubiera quedado más tiempo en Argelia, de no ser porque su madre le llamaba todos los días para decirle que su esposa no paraba de llorar… “¡Hay qué ver como son las mujeres!”, había susurrado durante el trayecto, como si de un hombre yo me tratara. Pero no, el propietario de este sotrama no me había hablado de hombre a hombre, sino de maliense tópico a europea típica. Por ese motivo, al bajar le dije adiós sin mirarle a los ojos. Espero que no los tuviera tan abiertos como la gente con la que me detengo a charlar largo y tendido.

Cuanto más conozco este país, este continente, más confirmo que los clichés existen para todos. No solo en el imaginario de los occidentales, sino en la cabeza de cualquier ser humano. Nos hayamos dado más o menos golpes… Seamos más o menos altos o despistados… Lo que no sé si podré descubrir algún día es cuánto hay de verdad en todo lo que asumimos como cierto. Ni siquiera si seré capaz de aproximarme.

1: Un billete del centro a mi casa cuesta 125 francos CFA (unos 19 céntimos de euro). Si no hay tráfico se recorren unos cuatro kilómetros en unos 20 minutos. El cobrador te pide el dinero bien cuando el sotrama se llena, bien cuando atravesamos el puente sobre el Níger, bien cuando se acerca la parada. Desde que he llegado a Bamako, nadie me ha intentando cobrar de más por ser tubab. Al contrario, una vez un cobrador me perdonó 25 CFA porque no tenía cambio.

2: Según los datos del Banco Mundial de 2006, más del 51% de la población maliense vive con menos de 1,25 dólares al día.

Original en Es la hora de África

Autor

  • Valcárcel, Fátima

    Fátima Valcárcel es ante todo periodista y enamorada de África y por este continente ha volcado su labor profesional y humana . Actualmente reside en Mali donde colabora con el periódico "Les Echos" y desde Bamako escribe su blog "Es la hora de África" que reproducimos en esta Bitácora Africana.
    Escribe en la Revista "Política Exterior" y en "FronteraD" , y en la Universidad de Valencia con la Cátedra UNESCO . organizó y dirigió seminarios sobre África

Más artículos de Valcárcel, Fátima