Hay un muerto en mi calle, por Nuno Cobre

6/10/2011 | Bitácora africana

AL PRINCIPIO PENSABA QUE AQUEL CUERPO ERA EL DE LA MUJER DEL GENERADOR, esa mujer que suele pasarse la jornada pegada al potente motor diesel que le echa todo el humo quemado en la cara. Y en las entrañas. Calor. Esa mujer que casi siempre acaba dormida, desarrapada, después de pasarse la noche bajo el martirio de los espasmos, gritando con todo el sentimiento o diciéndole a la puerta y al muro que no tiene miedo, que a ver si se enteran, que ella no tiene miedo. Y hasta me alegré al pensar que podría ser ella, porque hacía tiempo que no la veía.

Miré mejor ¿sería ella? Desde la puerta de mi casa se veía un cuerpo tendido y ataviado de ropajes blancos y celestes. Y una mano extendida, dejada, la mano del que se ha olvidado hasta de dormir. Por fin, decidí acercarme lentamente y me di cuenta de que era un hombre. En realidad parecía uno más de los que a veces amanecen aquí, un cuerpo agotado más y recostado sobre el polvo. Un cuerpo acostumbrado al despertar cruel que recuerda la ausencia del día, la lejanía de una mano cercana. El estómago no se va de vacaciones. El hombre acostado debía ser por tanto, uno de ellos.

Pero cuando he vuelto a mi casa para comer, el cuerpo seguía ahí. No se había levantado. La misma posición. Eso si que constituía una novedad. Porque esos cuerpos derrotados que amanecen en este barrio, a esta hora ya se han puesto en pie deplorablemente y se arrastran como zombis. Pero ese cuerpo permanecía ahí, quieto. Y al acercarme por segunda vez, mucho más detenidamente en esta ocasión, me he percatado de que el hombre tenía bajado los pantalones, se le veía un trasero flaco que se unía a la parte posterior de unos muslos llenos de pelos foscos y enredados, unos pelos que parecían moscas custodiando unos agujeros y heridas que recordaban a mordidas de perro o a unos pequeños cráteres a punto de erupcionar. Al hombre también se le salía un trozo de su testículo derecho. En cuanto a su cara, ésta tenía como una capa de pegamento encima, tan fina como pegajosa que cubrían una expresión intensa, una cara que alguien pone cuando huye de algo o siente el peligro.

Por primera vez he pensado que ese hombre estaba muerto y he levantado la mirada. La calle seguía su rutina habitual, los coches pasaban, los transeúntes pasaban y algún que otro miraba de soslayo, y volvía a pasar. Algunos niños jugaban. He seguido caminando y me han asaltado a la cabeza los espaguetis que me iba a comer en unos minutos. Unos espaguetis cubiertos con sala de tomate, con mucha salsa de tomate. He abierto la puerta de mi casa, he dejado una pequeña maleta sobre el sillón y he pensado por un segundo (un segundo…) que todo es una mierda. Que todo es.

Al salir de casa, con los espaguetis dentro de mi, he vuelto a pasar al lado del hombre. Ese hombre igual está muerto, debe estar muerto. Y le he preguntado a uno de los guardas, que con un gesto severo y un áurea de malo de película, me ha confirmado tajantemente que sí, que ese hombre está muerto “¿Dead?”, he preguntado de nuevo. “Muerto”. “¿Cómo ha muerto”, he preguntado regañado, llenándome de arrugas. “Algo en la garganta, un veneno, anoche”. “¿Un veneno?”. Y el guardia ha asentido. “¿Y nadie…”, no he acabado de decir. Y tras zigzaguear mis labios, he seguido por la cuesta del olvido. Y mientras me acercaba a la oficina, los mangos seguían ahí, dientes de piano tenía la misma cara, los vendedores de la esquina eran idénticos a sí mismos. Y yo he entrado en la oficina y me he puesto a trabajar.

Y al tiempo que le daba a las teclas del ordenador, he escuchado a alguien decir, “no es la primera vez que he visto a alguien muerto. De pequeño me pregunté muchas veces que como sería eso, esa cara. Una vez, en una ciudad no muy lejana, me bajé de un coche con unos amigos buscando diversión y un tipo nos dijo que aquello verde del fondo era un muerto que se estaban llevando. Fue una de las mejores noches que pasamos en ese viaje. Distenderse una cara ante ti porque se acaba de marchar hace unos segundos, es una sensación imposible. Lo he visto. Todo es tan normal, la persona está ahí, su pelo, su rostro, su cuerpo”.

Esta tarde, al volver a casa, he visto que al muerto ya lo habían envuelto en una lona blanca. Me ha parado en la calle Winio, y se ha juntado una mujer con un niño. Y hemos hablado de los idiomas. Todos hemos opinado sobre el inglés, el francés, el español. Por la calle discurría un ambiente festivo, los coches circulaban a buen ritmo y por sus ventanas sobresalían banderitas y gorros de colores. De fondo, muy buena música, gente cantando, buenos coros. Alegría.

Original en Las Palmeras Mienten

Autor

  • Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

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