Hay parques y parques, por Ramón Echeverría

23/12/2021 | Bitácora africana

La caza de animales salvajes suele tener mala prensa. De ahí la aparente impertinencia de un podcast publicado por The Economist el 29 de mayo de 2021: “Cómo la caza de trofeos ayuda a proteger la vida salvaje en África. Prohibirla podría hacer más daño que bien”. Quien esto decía era la namibia Maxi Pia Louis, coordinadora del grupo de “Organizaciones de Apoyo a la Asociación Namibia de CBNRM” (NACSO en inglés). CBNRM son las siglas de “Community based natural resource management” (Gestión de recursos naturales basada en la comunidad). Aunque con tantas siglas uno podría pensar que se trata de algo complicado, lo que CBNRM busca es concretamente que la gente local participe en la organización y en los beneficios del uso de la vida salvaje (flora y fauna) y de los recursos turísticos. Maxi Pia Louis se unió a NACSO en 2005, pero ya en 1995 había participado en la fundación de la Asociación Namibia para un Turismo Basado en la Comunidad (NACOBTA por sus siglas en inglés). El deseo de Maxi es que en el futuro el pueblo utilice los recursos naturales de manera sostenible, y que aumente la contribución de la mujer para su conservación. Es evidente que África no es el único continente que está descubriendo la importancia de la gestión comunitaria de los recursos naturales. Zapeando para controlar algunos datos del presente artículo, encontré uno de Jesús Moreno Arriba escrito en octubre de 2013: “La gestión comunitaria de recursos naturales, agrosilvopastoriles y pesqueros en una comunidad indígena nahua del istmo mexicano: ¿Posible alternativa al discurso desarrollista y a la globalización capitalista?”. Y hasta en la vieja y desarrollada Europa, los pescadores se quejan de que Bruselas no los tiene suficientemente en cuenta a la hora de organizar una pesca sostenible en el Mediterráneo y el Atlántico.

memorias_de_africa_out_of_africa_poster.jpgEl podcast de la BBC, al mismo tiempo que muestra las peripecias de un cazador de trofeos en el Kalahari, acompañado (así lo exige la Ley) por un cazador profesional lugareño, desgrana los argumentos de Maxi Pia y muestra con ejemplos concretos los beneficios de la caza controlada tanto para la conservación de la vida salvaje como para el desarrollo y la calidad de vida de los pueblos colindantes implicados en el proyecto. Separadas de su contexto, las cifras, siempre aproximativas, podrían dar la razón a quienes ponen el grito en el cielo contra los cazadores de trofeos. Había 10 millones de elefantes en África en 1913. No llegan ahora al medio millón. De los 65.000 rinocerontes negros en 1970, sólo quedaban 2.500 en 1994. Y los 34.000 leones de 2006 se han visto reducidos a 23.000 en 2018. Pero, según los conservacionistas namibios, no ha sido la caza el mayor enemigo de los animales sino la disminución de su hábitat por la presión constante de las gentes en busca de sustento y desarrollo. De ahí la necesidad y la conveniencia de involucrar y ayudar a la gente local para que su contribución a la sostenibilidad del medio ambiente, –oponiéndose a los cazadores furtivos si es necesario–, sea económicamente favorable para la comunidad. En Namibia, la caza controlada es importante para los programas comunitarios de conservación. Al cazador, normalmente extranjero, le cuesta 600 dólares matar a un impala, 10.000 si se trata de un león y 17.000 dólares por un elefante. La caza controlada ayuda también a la conservación de la vida salvaje. Desde que comenzó a implementarse en 1982, los animales salvajes, incluidos los rinocerontes de los que sólo quedaban 12 en 1968, han aumentado progresivamente en los parques de Namibia. Pero, por desgracia, pocos son los parques africanos gestionados como los de Namibia, de manera controlada, racional, y para beneficio de la comunidad.

Hay en África unos 300 parques nacionales que ocupan algo más de 1 millón de km2. El parque argelino Tassili N’ajjer (72.000 km2) es el segundo más grande del mundo, seguido por el namibio Namib-Naukluft (50.000 km2) y 23 parques africanos tienen más 10.000km2. Cuando a comienzo de los años 1980 el académico y escritor político keniano Ali Mazrui produjo con la BBC la serie The Africans: A Triple Heritage, mencionó en uno de los capítulos, con cierta ironía, que los primeros colonos, que venían de una Europa en la que la revolución industrial estaba afeando y ensuciando ciudades y campos, se enamoraron de un continente africano todavía impoluto y salvaje… del que podían sentirse señores. Lo captó bien “Out of Africa”, el film de Sydney Polack que en 1985 llevó a la pantalla las memorias, publicadas en 1937, de los diecisiete años que la danesa Karen Blixen había vivido en Kenia. En 1901 y en 1933 se firmaron en Londres convenciones “para la preservación de los animales salvajes, las aves y los peces de África”. Se pretendía por un lado limitar las masacres de los grandes animales y por otro proteger las zonas forestales más interesantes. En la práctica se constituyeron reservas a las que tenían acceso los animales salvajes y los blancos, –a menudo cazadores–, con mayor poder adquisitivo. Tal fue el origen de los parques nacionales, en primer lugar y sobre todo en África anglófona. El turismo y la visita a los parques, con interesantes repercusiones económicas, hicieron su aparición a mediados del siglo XX. En 1961 se creó el Fondo Mundial para la Naturaleza, WWF, y se firmó en Argel la Convención Africana para la Conservación de la Naturaleza y los Recursos naturales. Y entre 1960 y 1970, influenciados también por esas corrientes conservacionistas, los estados independientes aceleraron la creación de nuevos parques nacionales. Estos han seguido siendo propiedad del Estado, gobernados por el Estado, a veces en colaboración con ONGs conservacionistas, o subarrendados a empresas privadas, y en todo caso con la misma mentalidad de los años 1930: parques para el disfrute de una élite, el provecho económico del Estado o de los operadores de los parques y la continuada marginalización de la población local. Sin contar con que la gestión de los parques ha adolecido a menudo de los mismos defectos que la de los Estados independientes: falta de recursos y pobre gobernanza.

Es en ese contexto en el que hay que colocar el intento de Namibia de combinar de manera eficaz y organizada la conservación de los recursos naturales, la participación de la población local en el uso y provecho de los parques y el aporte económico de un turismo más bien de élite. ¿Sueño irrealizable para buena parte de los países africanos? Se diría que sí. Pero si está siendo posible en Namibia ¿por qué no ha de serlo en otros lugares?

Ramón Echeverría

Autor

  • Investigador del CIDAF-UCM. A José Ramón siempre le han atraído el mestizaje, la alteridad, la periferia, la lejanía… Un poco las tiene en la sangre. Nacido en Pamplona en 1942, su madre era montañesa de Ochagavía. Su padre en cambio, aunque proveniente de Adiós, nació en Chillán, en Chile, donde el abuelo, emigrante, se había casado con una chica hija de irlandés y de india mapuche. A los cuatro años ingresó en el colegio de los Escolapios de Pamplona. Al terminar el bachiller entró en el seminario diocesano donde cursó filosofía, en una época en la que allí florecía el espíritu misionero. De sus compañeros de seminario, dos se fueron misioneros de Burgos, otros dos entraron en la HOCSA para América Latina, uno marchó como capellán de emigrantes a Alemania y cuatro, entre ellos José Ramón, entraron en los Padres Blancos. De los Padres Blancos, según dice Ramón, lo que más le atraía eran su especialización africana y el que trabajasen siempre en equipos internacionales.

    Ha pasado 15 años en África Oriental, enseñando y colaborando con las iglesias locales. De esa época data el trabajo del que más orgulloso se siente, un pequeño texto de 25 páginas en swahili, “Miwani ya kusomea Biblia”, traducido más tarde al francés y al castellano, “Gafas con las que leer la Biblia”.

    Entre 1986 y 1992 dirigió el Centro de Información y documentación Africana (CIDAF), actual Fundación Sur, Haciendo de obligación devoción, aprovechó para viajar por África, dando charlas, cursos de Biblia y ejercicios espirituales, pero sobre todo asimilando el hecho innegable de que África son muchas “Áfricas”… Una vez terminada su estancia en Madrid, vivió en Túnez y en el Magreb hasta julio del 2015. “Como somos pocos”, dice José Ramón, “nos toca llevar varios sombreros”. Dirigió el Institut de Belles Lettres Arabes (IBLA), fue vicario general durante 11 años, y párroco casi todo el tiempo. El mestizaje como esperanza de futuro y la intimidad de una comunidad cristiana minoritaria son las mejores impresiones de esa época.

    Es colaboradorm de “Villa Teresita”, en Pamplona, dando clases de castellano a un grupo de africanas y participa en el programa de formación de "Capuchinos Pamplona".

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