Hacer caso a palabras del otro, texto original: Olivier de Bouveignes ; traducción del francés: María Puncel

4/05/2010 | Cuentos y relatos africanos

Ngulungu, el antílope había salido de caza. Con el carcaj colgado junto a la cadera, el arco en el puño y una flecha entre los dedos, rebuscaba entre la alta maleza y los matorrales, dispuesto a disparar contra la presa.

Así preparado, fue a encontarse con la familia leopardo que laboraba en su campo. Nge, el leopardo, había asignado a sus pequeños la parte menos árida del terreno. Él y su mujer se afanaban en la parte más dura.

Los cuatro leoparditos, armados con sus pequeños azadones se divertían tratando de imitar los movimientos de sus padres, pero cada dos por tres, abandonaban el campo para ir a beber o para jugar a la sombra. Aprovechándose de que el leopardo estaba embebido en su trabajo y que su mujer estornudaba, Ngulunga disparó una flecha contra uno de los pequeños y le dió en pleno pecho. En un momento lo amordazó y salió corriendo con su botín.

Nge, el padre, había oído el «zsííí…» de la flecha al atravesar el aire, pero había creído que era el zumbido de un moscón. Fue Nge Muke, la madre, la que se dio cuenta de que le faltaba uno de sus cachorros y rugió angustiada.

-¿Qué pasa? -preguntó el leopardo.

-¿No has visto que Ngulungu se ha llevado a uno de nuestros pequeños?

El leopardo tiró su herramienta y se lanzó en persecución del ladrón.

-¿Por dónde se ha ido? ¿Dónde se esconde? ¡En cuanto le encuentre le voy a partir el espinazo!

Pero Ngulungu le llevaba ventaja. Tuvo tiempo de refugiarse en el bosque donde la tierra es blanda y el suelo está cubierto de ramillas y de hojas muertas. Allí se excavó un hoyo a toda velocidad y se escondió dentro, jadeando por la carrera.

El leopardo miró a la derecha, miró a la izquierda, se subió a un árbol para examinar los alrededores… Y no vió nada.

Sin embargo… después de una ojeada más atenta pudo descubrir
que de la superficie de hojarasca en la que se había enterrado el antílope, sobresalían dos pequeños cuernecillos que blanqueaban en la penumbra del bosque.

Una anciana que desenterraba raíces para hacerse una medicina, descubrió los cuernecillos y cuando el leopardo le preguntó bruscamente que si había visto a Ngulungu, la anciana señora le respondió:

-No he visto a Ngulungu entero, pero puedo mostrarte un par de cuernecillos que emergen del suelo.

-Anciana señora, este no es momento para bromas. ¿Has visto a Ngulungu sí o no?

-No, leopardo, no he visto a Ngulungu. Sin embargo, veo en la semioscuridad dos cuernecillos…

Pero el leopardo ya le había oído antes estas mismas palabras, así que no hizo caso y prosiguió la persecución del antílope sin escuchar más.

Al día siguiente, Ngulungu volvió de caza al campo del leopar-do, el carcaj a la cadera, el arco en el puño y una flecha preparada entre los dedos. Aguardó a que uno de los pequeños leopardos se alejase para beber o para ir a jugar.

-¿Estáis ahí? -preguntaba de vez en cuando la madre leopardo a sus tres pequeños.

-Sí, madre -respondían ellos.

Pero al cabo de un rato, se aburrían tanto de estar en el campo que uno de ellos, se alejó de sus hermanos y empezó a dar volteretas sobre la alta hierba.

Un flecha le alcanzó, de repente, justo en medio de una cabriola. Un grito agudo alertó al leopardo del drama sucedido. En un abrir y cerrar de ojos, se lanzó a la persecución de Ngulungu; pero pronto le perdió de vista. Sin embargo era por allí por donde había desaparecido.

Igual que la víspera, el leopardo encontró en el bosque a la anciana que buscaba raíces para prepararse un medicamento. ¿No le habrían servido de nada las raíces que recogió el día anterior?

-¿Tampoco esta vez habéis visto al antílope, le preguntó.

-No he visto al antílope, respondió imperturbable la vieja , pero veo sobresalir por entre la hojarasca y las ramillas, un par de cuernecillos que clarean a la luz del día.

-Sí, ya sé, esa es vuestra cantinela, guardaosla, me la sé de memoria…

Y lleno de rabia y de despecho, el leopardo dio media vuelta y continuó la perecución del antílope.

El tercer día que Ngulungu salió de caza mató al tercer leopardito; y el cuarto día, le llegó el turno al cuarto. Cada vez el Ngulungu tornaba con su arco y sus flechas y»zsííí…»,enviaba una flecha a un imprudente pequeño, luego, corría a esconderse con su botín en su refugio de hojas muertas del pantano.

Y cada vez, la anciana que buscaba raíces respondía la misma cosa al leopardo y cada vez el muy tozudo se iba en dirección equivocada en busca del antílope. El antílope, por supuesto se escondió de la misma forma cuando mató a la hembra del leopardo, pero esta vez, por fin, después de haberle hecho a la anciana la misma pregunta de siempre, el leopardo añadió:

– Sí, ya sé, que estáis viendo un par de pequeños cuernecillos
que rebrillan a la luz del día, está bien mostradme ese par de pequeños cuernos.

– Ahí los tienes , dijo simplemente la anciana.

En cuanto los vió, el lopardo se puso a tirar de ellos con todas sus fuerzas. Tiró y tiró tanto que hizo que asomaran un par de orejas; tiró y tiró más hasta que consiguó que asomaran un par de ojos que le miraban extrañadísimos, después, cuando siguió tirando más y más, hizo asomarse un hocico negro y brillante, y siguió tirando y tirando hasta que salieron un par de hombros y siguió tirando y tirando hasta que hizo salir de la tierra un antílope completo. ¡Que tenía entre las patas el cuerpo de la hembra del leopardo!

-¡Mama nafwa! -gimió el antílope , ele eyo mama…!- lo que quiere decir en nuestra lengua: ¡piedad, misericordia, madre mía, socorro, me muero…!

– Sí , exclamó el leopardo-, voy a tener contigo la misma piedad que tú has tenido con mis hijos y mi esposa. ¿Porqué no escucharía yo a la anciana desde el primer día en vez de dejar que mi rabia nublara mi buen sentido! ¡Los míos estarían todavía vivos

mientras que ahora, ni siquiera tu muerte podrá aliviar mi pena…!

Los leopardos no son muy parlanchines. Y éste ya había hablado demasiado. Mató al antílope y lo devoró.

(Tomado del libro «Sur des lèvres congolaises», pág.153)

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