«Con los musulmanes, los occidentales tenemos varios problemas. El primero de ellos: que no tenemos ni puñetera idea del Islam”. Oí esta frase de labios de mi amigo, el periodista Ramón Lobo, hace pocos años, y no puedo estar más de acuerdo. Yo añadiría que, por desgracia, la ignorancia es mutua, además de la desconfianza que brota del no saber. Al comienzo del mes del ramadán de este año ofrezco mi experiencia personal sobre lo que mis buenos amigos musulmanes me han enseñado.
Viví durante 20 años en Uganda, un país que tiene un porcentaje aproximado de musulmanes del 15 %, pero repartido de forma muy desigual. Nunca viví en zonas en las que el Islam tuviera una presencia significativa, por lo que nunca me interesé por el tema. Por lo demás, nunca vi grandes problemas de convivencia entre cristianos y musulmanes. Las cosas cambiaron cuando llegué a la República Centroafricana, donde he estado trabajando desde 2012.
El porcentaje es más o menos el mismo (también un 15 %), pero allí las relaciones entre cristianos y musulmanes chocan en seguida por ser conflictivas. Desde el principio me chocó que los cristianos se refieran a los musulmanes como “extranjeros”, algo que se refleja en el propio lenguaje: en la lengua nacional, el Sango, a los seguidores del Islam se les llama “arabu”, una palabra que enoja profundamente a los musulmanes y les resulta ofensiva.
Pronto me di cuenta de la gran diferencia entre Centroáfrica y Uganda. Mientras que en el país de África del Este uno se encuentra con musulmanes en todos los segmentos de la sociedad (gobierno, ejército, policía, magistrados, profesores, funcionarios, etc.), en el país del centro de África hay una larga historia de discriminación y marginación. Los musulmanes se han dedicado casi exclusivamente al comercio y a la ganadería trashumante, y en prácticamente todas sus ciudades habitan en su barrio, separado de las otras partes urbanas donde viven los cristianos.
Antes de la crisis de 2013, en Bangui -ciudad de alrededor de un millón de habitantes- había unas 50 mezquitas. Tras la ofensiva de las milicias anti-balaka, que se dedicaron a la caza del musulmán, sólo quedaron en pie las seis del barrio musulmán conocido como el “Kilómetro Cinco”, constantemente hostigado a diario por ataques de los fanáticos, y una mezquita en el barrio de Lakouanga que fue destruida un año más tarde.
En otros barrios como Mali Maka, Gobongo, Seidou, Petevo, Bimbo… los anti-balaka, y también los vecinos de a pie, se afanaron en destruir, quemar y arrasar cualquier vestigio que recordara la presencia del Islam, además de saquear lo que encontraron de valor en las mezquitas, ocupar las tiendas y mercados de los musulmanes y en muchos casos también destruir sus viviendas. Muchos musulmanes partieron al exilio.
En medio de esta locura, el arzobispo de Bangui, hoy cardenal, Dieudonné Nzapalainga, apostó fuertemente por la fraternidad, la paz y el entendimiento entre cristianos y musulmanes. En este empeño formó un excelente tándem con el Imam Kobine Layama, tristemente desaparecido el año pasado a causa de una enfermedad repentina.
Tuve la suerte de trabajar con ambos líderes religiosos, y con muchas otras personas -musulmanes y cristianos- en el Kilómetro Cinco, donde me dediqué sobre todo a ayudar en procesos locales de diálogo que condujeron a la firma de tres acuerdos vecinales de paz que han hecho posible que muchas personas desplazadas pudieran volver a sus casas. Fuera de este enclave musulmán, hoy hay ya, al menos, otras diez mezquitas reconstruidas, al menos parcialmente, en otros barrios de Bangui.
Cómo no recordar también la visita del Papa Francisco a Centroáfrica a finales de noviembre de 2015, con el rezo en la mezquita central del Kilómetro Cinco como su punto álgido, que tanto contribuyó a derribar barreras y mostrar el camino de la fraternidad.
Mis muchos y muy buenos amigos musulmanes me han mostrado que, con todas las diferencias profundas -que las hay y muchas- en las creencias de ambos, la fe y el amor en un solo Dios siempre serán más fuertes para unir a los creyentes en ambas religiones. Me considero privilegiado de tener excelentes amigos entre varios imanes, de frecuentar familias musulmanas en sus fiestas religiosas y de haber trabajado muy estrechamente con compañeros musulmanes en la búsqueda de la paz.
De su forma de vivir el Ramadán me ha impresionado siempre cómo viven este periodo esforzándose en vivir el ayuno de privación de comida y bebida como un medio de centrarse en Dios. Esta mortificación está acompañada de un sincero esfuerzo por no enfadarse, evitar las malas palabras y los malos pensamientos hacia los demás y reconciliarse con las personas con las que no se llevan bien por cualquier motivo. De hecho, el Ramadán ha sido siempre un periodo propicio para trabajar más durante los procesos de cohesión social y diálogo para reconciliarse.
No tengo grandes conocimientos teológicos sobre el Korán, ni mucho menos sobre las tradiciones islámicas, pero sí que tengo grandes amigos musulmanes con los que hablar de Dios sale como algo muy natural, muchas veces más que con amigos católicos. Cuántos domingos, al volver -a pie- de asistir a misa en la parroquia de Fátima, en la frontera del Kilómetro Cinco, regresaba por el barrio musulmán y tardaba dos o tres horas en salir de allí, al ser invitado por unos y por otros a tomar el té, y cuántas veces la conversación terminaba centrada en Dios y en la paz. A todos ellos, y con todo el cariño del mundo, “¡Ramadán Kareem!”
Original en: En clave de África