“Los intercambios de experiencias vividas en sus respectivos países, revelan en cuanto a la seguridad una situación que inquieta y preocupa. Si no se controla, existe el riesgo de que, tarde o temprano, estallen conflictos intercomunitarios” (Comunicado de la Asamblea Plenaria de los obispos de Burkina Faso y Níger, celebrada en Koupela, Burkina Faso, del 13 al 17 de enero de 2020). El lenguaje es comedido, no así la realidad a la que los obispos hacen alusión. Según la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (ECOWAS) que agrupa quince países de África Occidental) los 2.200 ataques terroristas que han tenido lugar en los últimos cuatro años han causado 11.500 muertes, millares de heridos y varios millones de desplazados. Es difícil estar al día de las divisiones, reagrupaciones y cambios de nombre de los diferentes grupos terroristas. Pero alrededor del Lago Chad y en la zona sudoccidental del Sahel (Argelia, Malí, Níger, Camerún, Nigeria, Chad, Burkina), siguen actuando la Jamaat Nusrat al-Islam wal Muslimin (Frente de Apoyo para el Islam y los Musulmanes, resultado de la fusión entre Al Qaida Magreb Sahel y Ansar al-Din wal-Murabitun), y Jama’at Ahl as-Sunnah lid-Da’wah wa’l-Jihad (Grupo de la Gente de la Sunnah para la Predicación y la Jihad), más conocido como Boko Haram (“Lo Occidental es Pecaminoso”), afiliado al Estado Islámico de África Occidental.
Los ataques yihadistas estaban dirigidos al principio contra oficiales del gobierno, militares y dirigentes locales que se les oponían. Ahora atacan a poblaciones civiles, grupos humanitarios e iglesias, con la intención aparente de islamizar la zona, aunque ya son musulmanes el 60% de la población de Burkina, el 90% de Malí y el 99% de Níger. “Está claro que estos grupos tienen un plan: ocupar toda la zona del Sahel”, declaró Pierre Claver Malgo, obispo de Fada N’Gourma, según indicaba el 23 de enero la agencia de noticias católica Crux. A los cristianos atacados «siempre les piden que abandonen su fe y se conviertan al Islam”.
Ese cariz anticristiano, más el vocabulario explícitamente religioso de los grupos terroristas, desvía la atención de otras causas del terrorismo, a veces tan importantes como las religiosas. “Si no se controla, existe el riesgo de que tarde o temprano, estallen conflictos intercomunitarios”, leemos en la declaración de los obispos. “La inseguridad en el Sahel tiene sus raíces en la pobreza y el cambio climático”, afirma Mahamadou Issoufou, presidente de Níger. Claro que hay que añadir otra media verdad a lo que dice Issoufou, ya que en la mayoría de los países del Sahel son las enormes diferencias económicas y sociales las que alimentan las quejas de las gentes contras las autoridades y los gobiernos centrales. Según el jefe tradicional burkinés Ousmane Amirou Dicko, emir de Liptako, la mayor actividad terrorista se da en las provincias del norte de Burkina, que llevan 50 años de retraso económico respecto al resto del país. “Una población que vive en la miseria sucumbe fácilmente al extremismo terrorista”, dice el emir. Según Ernest Harsch, escribiendo para Africa Renewal en noviembre de 2018, un representante de un grupo yihadista que opera en Malí habría explicado a investigadores de la Columbia University (New York) que algunos combatientes no son yihadistas y ni siquiera islamistas. Quieren sencillamente dar de comer a sus familias.
Evitar que las disparidades religiosas generen conflictos es lo que muchos líderes comunitarios están intentando en algunos países del Sahel. En enero de 2018 un grupo de intelectuales independientes abrió en Yamena, capital de Chad, un centro para combatir posiciones extremistas. El gobierno de Níger ha designado oficiales encargados para oponerse a los captadores yihadistas. En Burkina Faso varias asociaciones cristianas y musulmanes se han unido para propagar juntos mensajes de tolerancia. Pero tan fuertes como las religiosas pueden ser las disparidades étnicas. El emirato de Liptako, del que Ousmane Amirou Dicko es el actual emir, fue creado a comienzos del siglo XIX por los fulani al mismo tiempo que constituían el Califato de Sokoto. Los fulani se quejan hoy de que en el norte de Burkina son pocos los oficiales gubernamentales de su etnia. Conflictos “intercomunitarios” (como los llaman los obispos en su declaración) se dan en Malí entre pastores fulani y agricultores dogón, o entre los tuareg que piden más autonomía y las autoridades de Bamako. Y más en general entre pastores y agricultores en buena parte del Sahel.
El hecho es que cualesquiera que sean, además de la religiosa, las causas subyacentes del yihadismo terrorista, 260 personas han sido asesinadas en Burkina en ataques terroristas en los dos últimos años. El último el pasado 20 de enero en el que 36 personas murieron cuando militantes armados irrumpieron en el mercado de Alamou, en la provincia de Sanmatenga. Mientras que en Níger, siempre en los últimos dos años, 94 personas murieron en seis ataques terroristas. El último, con 25 militares muertos, ocurrió el pasado 9 de enero cuando fue atacado el campamento militar en Chinagodrar en la frontera con Malí. Tiene pues sentido la enorme preocupación de los obispos de Burkina Faso y Níger, expresada al finalizar su reunión en Koupela. También el Vaticano se ha hecho eco de las violencias, y el papa Francisco se ha unido a los obispos para pedir que se promueva el diálogo interreligioso como un medio para poner fin a la violencia. Diálogo a todas luces insuficiente, dado que quienes dialogan no son los yihadistas, sino líderes religiosos musulmanes y cristianos convencidos de antemano. Como escribe Boundi Ouoba, redactor jefe del periódico Burkinabé Le Pays: “El problema del terrorismo no puede resolverse sin justicia social y una profunda reforma de las instituciones que elimine disparidades. Tenemos que atacar la raíz del problema”.
Ramón Echeverría
[Fundación Sur]
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