ESTOY SENTADO EN FRENTE DE UN TIPO GORDO QUE ME CAE MAL y una mujer morena que me mira con cara de asco. Debo haber dicho algo imprudente, soltado alguna cagada histórica porque esa gente me está mirando mal. Los veo arrugados. Aunque en realidad, pienso que llevan mirándome mal desde que empezó la cena. El vino francés, admito, se ha deslizado la mar de bien por mi garganta y sus efectos milagrosos hacen que me sienta liviano, peligroso y presa de alguna que otra tontería necesaria. Tal vez haya imitado un determinado acento que se habla en un cierto país, con tan poco arte, con tan poca gracia, que mi desafortunada interpretación ha provocado la predeterminada enemistad de mis juzgadores. Luego trato de arreglarlo con el clásico, “es un país precioso”, pero el arreglo llega tarde, falso, impostado. Un vino mezclado con el corcho.
A mi derecha, una chica austriaca va peor que yo, y me sonríe cómplice, con cara de continuar la noche. Los dos estamos flotando. Los dos estamos metidos en la misma burbuja que reclama su derecho a perder los papeles de vez en cuando, a desvariar un poco para volver. Porque si no la vida sería aburrida ¿verdad corazones? Sé que cuando esta mujer tenga cincuenta años será una amiga, una estupenda madre, un alma joven y eterna que siempre apoyará tus locuras. Respecto a la pareja anfitriona, me miran condescendientemente. Son buenas personas, son amigos.
Acabada la cena algunos nos fuimos de allí y acabamos en el Jasei. Entonces sentí una mezcla. Una mezcla de diversión y hartura. Algo así. Como si no me sintiese, como si al verme la cara sin poder verla, viese tan solo un trozo de mi mejilla, de mi pómulo. Le pedimos demasiado a la noche ¿verdad?
Eso pasó una noche, no hace mucho. Otra noche, no hace mucho, Víctor me dijo que lo bueno de vivir en África es que te encuentras a mucha gente interesante. “Vivimos con gente que ha estado en todas partes, que lo ha vivido todo”. Y me señala a Jacques, el policía francés al que pocos tragan. Por esos designios inescrutables y otras corrientes energéticas inexplicables, Víctor ha congeniado con Jacques y se ha convertido en su confidente. Y así, en el mismo Jasei, en medio de cervezas Asoc y otros líquidos, el galo le reveló al español que ha matado a mucha gente. Ese francés cuadrado, con mucho pelo y rodeado por una cadena de oro se ha cargado a mucha peña. Víctor cuenta, “en Bosnia, durante la guerra de los Balcanes, Jacques divisó una fila de hombres desde el helicóptero que lo transportaba al helipuerto. Debían ser unos trescientos tipos que esperaban a que el primero de todos terminase algo que estaba haciendo un tanto inclinado y agitado. Cada hombre solía durar unos diez minutos y luego venía el otro, el otro, el otro. Cuando Jacques tocó el hombro del piloto para que se acercase con el aparato, pudo ver mejor como el hombre de camiseta roja que encabezaba la fila tenía los pantalones bajados y sacudía su pelvis para adelante y para atrás como si le fuese la vida en ello. Algo o alguien debía estar debajo de él, pero Jacques no la veía desde esa altura y fue cuando se acercó más que pudo ver unas piernas flacas y cansadas que apenas sobresalían de la figura masculina que la ocultaba.
Jacques se tocó el pecho para asegurarse de que su pistola seguía ahí y le dijo al piloto que aterrizase a unos cien metros del barullo. La fila de hombres no tardó en percatarse de que un helicóptero estaba aterrizando cerca de ellos, pero tras mirar al cielo, la mayoría apenas se inmutó y siguieron esperando pacientemente al que primero terminase. Jacques apareció por allí con paso firme y le preguntó a uno de los hombres que quién era su jefe. Un tipo flaco y desgarbado se encogió de hombros y el francés le pegó un tiro en el pie y pasó a formularle al siguiente individuo que encontró la misma pregunta. Esta vez se trataba de un tipo que no tendría más de diecinueve años, que se quedó sin habla cuando Jacques le interrogó. El policía esperó otros diez segundos y al no obtener respuesta, volvió a encañonar su pistola y le propinó un tiro en el pie. La fila se empezó a resquebrajar y después de cuatro disparos más, ya no quedaba nadie por allí sino la mujer. Jacques se acercó a la mujer violada por más de cien hombres, la levantó con mucho cuidado, le proporcionó una manta y la llevó al hospital hecha un despojo, un trozo de carne, un subserhumano. Aquella mujer se suicidó cuatro meses después”, dice Víctor frunciendo el labio.
Y ahora Jacques está ahí, en el centro de la pista del Jansei bailando como un oso, dando zarpazos y repitiendo el estribillo de “Ai se eu te pego Moza, moza así no se me mata”, con una voz ronca y grave. Subterránea.
Sí, es aquí en el Jasei donde me doy cuenta absurdamente que estoy rodeado de gente que ha matado. La confirmación acude cuando Víctor revela que Jacinto, el policía salvadoreño con el que me había tomado unas cervezas la semana pasada, se hinchó a matar gente de las maras salvadoreñas no hace tanto. Y el remate asiste cuando Jerry, un policía americano con el que suelo ver el fútbol aparece por la puerta de rafia del Jasei, y le pregunto a Víctor, “no me jodas, ¿este también?”. “¿Jerry?”, dice Víctor con gesto seguro, “ese es una mala bestia”. Y luego mi amigo me dice que de que me sorprendo si no es el Jasei lo que está lleno de “asesinos”, sino toda la calle, todo el país. “Muchos de todos estos chavales motoristas que están por las calles mataron y violaron a destajo durante los conflictos”. Y todos lo sabemos. Hay un pasado. Hay un pasado.
Y un minuto después de que Víctor haya dicho estas palabras, bailo un poco absurdamente, moviendo mi cuerpo estúpidamente, y me pongo a pensar en el gordo de la cena del otro día, al que en teoría le daría un puñete en todo el cachetes, un jab de izquierda man, una bofetada redonda y perfecta. Y pienso en la austriaca a la que en teoría le daría un beso alcohólico en la cena, de estos besos etílicos y finales de la noche, suciedad de guateque, sofás sucios y otros sótanos. Pero eso solo es en teoría, porque en la práctica giro la llave del coche y me voy de allí, en medio de la noche y los motoristas, una plaga de motoristas.
Original en : Las Palmeras Mienten