En realidad yo venía a escribir otra cosa. En realidad, yo venía a escribir una historia incolora, inodora e insípida. En realidad venía a no escribir. En realidad venía a dejar escrito algo que no hubiese sido escrito. En realidad, creí, pensé, que podía escribir algo donde no hubiese espacio, ni tiempo, y donde quizás habría algo naranja. Un pasillo naranja escoltado por un fondo negro. Pero un fondo negro me resultaba demasiado luminoso, lleno de luz. El negro provenía de la luz. El negro brillaba. Y lo que yo quería escribir no llegaba a tener luz, era algo anterior. A todo esto. Muchísimo antes. A eso me refería.
La vida del expatriado en África. Y el aire anterior. Se parecen.
Lo normal es que el blanco se marche de África. Lo normal es que los blancos estén por un tiempo y luego se vayan para que vengan otros, y así. Dentro de un Toyota Hilux dirigiéndome al puerto con mi amiga Yure, me da por preguntar por alguno de esos que llaman “expatriados” (la palabrita) es decir, personal de la llamada Comunidad Internacional que viene a trabajar por un tiempo, por lo general al servicio de una organización internacional, una ONG, una agencia, un hospital o lo que sea. Y sea en inglés significa “mar”. Y el mar, siempre suena. Te llama.
Lo cierto, la verdad, es que he perdido la pista de varias personas, tal vez amigos (amigos) que pienso que siguen aquí (aquí). Pero Yure me cuenta que Sereit marchó a Guinea Conakry, “hace tiempo”, que Junior el brasileño volvió a Río, “hizo una fiesta de despedida”, que Jessica vive ahora en Jordania, “lo sé por Facebook”, que Pieter se fue ayer para el Congo, “ni siquiera llamó”.
Al pensar en todas estas gentes, los veo dispersándose dentro de mi cerebro como hormiguitas incandescentes azules y naranjas que se enredan y confunden entre ellas como entes desordenados, caóticos y un tanto crueles. Porque siempre hace un poco de frío ¿No es cierto? Se abren paso por el mundo y por caminos inciertos, abandonando toda conexión con el ya de por sí debilitado punto de origen, ese punto ¿te acuerdas? donde nos conocimos y donde durante un tiempo, unos meses, tal vez un año, compartimos un espacio, un tiempo, una cerveza, quizás un aire. Y hasta unos labios.
¿Qué pensará el Jasei de todo esto? Pienso en la confusión del Jasei, el bar de rafia, punto de encuentro por antonomasia del lugar y me pregunto qué pensará el propio bar sobre el hecho de que por sus pasillos de madera caminen seres humanos temporales, pasajeros, espectros que pisan trozos de cemento, que bailan rítmicamente (levantan las manos, se giran) para no mucho después, quizás ese mismo día, combinarse con otros espectros que vienen de otros países tan lejanos como éste y que más tarde (hoy) no llegarán a conocer a los que se fueron hace una semana, un año, siete años, pero coincidirán con los que aparezcan unos meses más adelante, cuando ya no quede ninguno de los que estaban cuando él llegó. Algo incoloro.
Imposibilidad de la raíz. Negación del hierro y la cristalización. Interrupción de la dialéctica. Todo queda, digamos en un primer intento que siempre se queda en un primer intento. Todo lleno de cristales fragmentados. Esparcidos. Sin eje. Miles de caras y paisajes circulando al ritmo de un invierno que insiste en el domingo, en el lunes por la mañana, arremetiendo contra el viernes, y pongamos, la sonrisa. Para el expatriado (esa palabra) el asentamiento es una broma de buen gusto porque nunca se la creerá, el nomadismo la norma, el desarraigo se convierte en costumbre, el frío en amigo. Y me pregunto aquí en África (me pellizco) qué pensará de todo esto el espacio que no abarco, los restaurantes, los baños, las calles, los muros, el cielo, las antenas, los faros, las máscaras, el hotel, el mango, las palanganas, los Nissan Patrol, las mujeres del mercado, la papaya, el coco, los plátanos y ellos, los que se van y vienen. Y no dicen nada. ¿Qué dicen ellos, eh, qué dicen ellos?
Por eso el viernes cuando vi por casualidad a mi amigo (amigo) Feriu, el pakistaní que no se había podido marchar ese día porque el barco había sufrido una avería, pensé que este hombre era responsable de llevarse consigo un aire incoloro, inodoro e insípido. Lo miré. Allí estaba con su calva, con sus ojos sonrientes, su áurea de niño, fugitivo frustrado por un barco que no quiso salir. Porque al barco también le molesta a veces el gris, el aire gris. Y me entero señor Feriu que unos meses más tarde, dentro de algunas semanas (hoy, esta noche, ahora) preguntaría a Yure por usted, y mi amiga me diría a través de una boca de carne que usted ya no vivía en el país, que usted ya se había marchado hace tiempo. Y mi cabeza continuaría la narración, “olvidando consigo el pasado y la experiencia, aferrándose a un presente que no existe, negando el pasado que vuelve y aprieta y proyectando un futuro en otro espacio, inabarcable para mí”. Porque no puedo ver lo que usted comerá mañana en su apartamento de Islamabad. No lo puedo ver. Y todo eso, duele.
Así, pero al contrario, es la vida del expatriado en África. Una historia de colores, olores y sabores que resucitan las preguntas más sencillas de la vida en medio de un avión a no sé qué parte mientras una azafata trae una bandeja llena de panes. Ahí la miro a ella sin hablarle, para preguntarle si todo esto es verdad, si existimos, si el que escribe esto soy yo, si el que lo lea quiera tal vez, reforzar el punto de origen. Y tocar. Tocar por fin algo verdadero.
Original en : Blogs de El País . África no es un País