Estos son los ruidos, por Nuno Cobre

18/01/2012 | Bitácora africana

LA VOZ FASTIDIOSA DE LA ALARMA A LAS SEIS Y CINCUENTA DE LA MAÑANA “son las seis y cincuenta, es hora de levantarse, son las seis y cincuenta, es hora de levantarse”; los gritos desgañitados del casero sirio a los vigilantes, you want to gimme a hard time?; el murmullo de la sábana al doblarse, amén; el temblor del Nissan Pathfinder al conectarse, un avión; el monopólico generador, ruido y capricho; la puerta de hierro del compound abriéndose pesada y selecta, un nuevo día; las quejas de la caja de cambios al pasar de la primera a la segunda, a la tercera; las caricias de la arena de playa entre los dedos de tus pies, se oyen; los abrazos del mar bravo y arrogante: su poder eclesiástico, buenas tardes señor; el viaje mudo de la página cincuenta y siete a la cincuenta y ocho; el atragantado ordenador al encenderse, él prefería dormir; el hormigueo sereno y afrodisíaco de las teclas, más más; el plato de arroz posándose sobre la mesa del Snake Hotel; la garganta engullendo la zanahoria y reconociendo al cortante pimiento; la catarata de la Coca-Cola descendiendo dentro de la boca, hacia el secreto que siempre nos acompañó.

Sabes, ya no sé si Barcelona es grande o pequeña. He olvidado a qué sabía el cherne. No sé distinguir entre el gazpacho y el salmorejo. Me marean las cartas de los restaurantes. Nunca he sabido lo que me llevo a la boca en el Sushi. Sabes, noto que a veces floto, cuando te pellizcas el codo y éste ya no está, cuando no te encuentras la lengua, cuando la cabeza es un disparo de voces y recomendaciones. Órdenes. Lamentos. Ni siquiera sé si existo. Ni siquiera estoy seguro de estar escribiendo este texto, de estar presionando los botones que suben y bajan como las teclas de un piano frío en una sala rosa. Un milagro. Me he olvidado de respirar. Vivir en la Tierra despierta mi claustrofobia. Enciende mi vértigo ¿Pero es verdad eso de que estamos flotando en medio del Universo? Deseo perderme de una vez por las playas de California, y sin decírselo a nadie, sin compartirlo con nadie, escuchar lo que sonaba hace tiempo en el Whisky A go-go.

La silla al rodarse; la voz rotunda y cortada de los guardas que custodian mi casa; asfixiar a una vocal; la energía envenenada de un e-mail; el claxon antipático y definitivamente estúpido al lado del STOP; mi risa falsa de un color parecido al litio; simpatía por las esmeraldas y el spray de nata; la droga de la música dentro del coche: saber que es verdad que todo es posible; problemas con la preposición “que”; el ronroneo del ‘qué pasará’; la pesada enciclopedia encallando sobre la mesa; la pereza; un derechazo de tenis, chúpate esa cabrón; otra volea de tenis, esta vez de revés, orgásmica y con clase, ahí la llevas nen; el piar de los pajaritos que nunca ceden, placer regular, son increíbles; unos zapatos que corren rápido por el pasillo de la oficina; otra cerveza por favor.

Al volver a mi país. Ya me he olvidado hasta de mi casa. Me pierdo en la cocina, no distingo un pueblo del otro, el Sur es dificilísimo. Asombrado. Descubro el espectáculo de detalles que mi tierra ofrece. Ahora lo veo todo. Ahora lo puedo ver todo y no me cabe nada. No retengo nada. Lo volveré olvidar. Ganas de perderme en paseos infinitos en medio de los apartamentos, los bungalows, entrar en las piscinas ajenas, descifrar la palabra solarium.

De nuevo en África. Una voz seca y amargada; la tele del vecino se oye mogollón; el vecino le dice algo a su mujer, ella también le dice algo a su marido; ¿todo el mundo puede ser simpático si me lo propongo?; la hartura; la voz cómplice y pérfida al revelar un secreto; el casero sirio vuelve a gritar, le va a dar algo; la voz tierna y lacerante de Brigitte Bardot en Le Mèpris; los eructos de las motocicletas chinas que hallas en todo lados; el trajín del otro vecino, no sé si está ordenando los cacharros, o tal vez planche; unos pasos sobre mi techo; un cable que se alarga; el chaparrón del agua de la ducha limpiándote por dentro una mañana más, volvamos a intentarlo; el saludo amable del armario al abrirse, el reencuentro; la pasta de diente no sé como suena aún, pero creo; la música del móvil cuando te llaman un lunes. Un sabor.

Al lado de casa los niños disputan un partido de fútbol más, chillidos de infancia y alegría inconsciente. Dicen que la vida es corta. También hay mucha música en mi barrio. Una hilera de bares. Suele haber mucha música, he dicho. Flavour, Bob Marley, por ejemplo. El sonido fresco y directo del pantalón del pijama al ajustarlo, tas; el cua cua de una voz norteamericana; la misma pregunta una vez más; golazo de Messi; el olor a cine de las diapositivas cuando giran; reunión; unas gafas posándose sobre una mesa, serenas, ordenadas; las grietas de una galleta al erosionarse entre tus dientes; el zarpazo del agua del váter: regenerador, pesado, nuevo; la voz del policía pidiéndote el pasaporte en el aeropuerto; unas botas negras; las rueditas de una maleta que viaja una vez más; las olas abrazando al barco; la porcelana de la taza de café tallando una vez más la mesa de la paciencia.

Y el treinta de diciembre, todo lo demás.

Original en Las Palmeras Mienten

Autor

  • Nuno Cobre

    Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

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