Durante los últimos diez días, y tras volver apresuradamente de Goma, en la República Democrática del Congo, la grave enfermedad que sufre mi madre me ha tenido ocupado en hacerle compañía en la habitación del hospital donde lleva ingresada desde finales del mes pasado. Durante las muchas horas “muertas” pasadas allí he vuelto a reflexionar sobre cómo se vive la experiencia de la enfermedad en África y una vez más he pensado que si alguna vez tengo que pasar una temporada larga enfermo prefiero que sea en este continente.
Ya sé que los medios, tanto humanos como técnicos, de los hospitales en un país europeo no se pueden comparar con los medios (o más bien la falta de ellos) de cualquier nación africana. En España, además, tenemos uno de los mejores sistemas de sanidad pública del mundo, a pesar de las listas de espera y de cualquier otra carencia que podamos detectar. A pesar de la crisis, aún tenemos una sanidad gratuita pródiga en medios de calidad y no dudo de que es éste uno de los factores que explican la alta esperanza de vida que tenemos en España, superior a los 80 años. Cuando se ha vivido mucho tiempo, como es mi caso, en un país, donde la mayor parte de sus habitantes no suelen pasar de los 45 y donde infinidad de niños mueren antes de cumplir el quinto año de vida, esto es algo que sorprende gratamente, sobre todo cuando uno se da cuenta de que los padres de uno han vivido ya más de 80 años y con bastante calidad de vida.
Pero donde abundan los medios para detectar enfermedades y curarlas, o por lo menos mantenerlas a raya, andamos muy escasos de otros aspectos humanos. Cuidar de un enfermo en un hospital español es, en muchos casos, librar una triste batalla contra la soledad. Aparte de la familia más inmediata, pocas son las visitas que uno puede esperar recibir. Alguna llamada telefónica de personas que, muy cortésmente, se interesan por el estado del paciente, hacen votos por su pronta recuperación y tal vez expresan vagos deseos de pasarse a visitarle cuando sea posible… y casi siempre nada más. Las horas silenciosas que uno pasa al pie de la cama en la habitación del hospital me recuerdan, por contraste, al calor humano que he percibido siempre cuando he pasado por la experiencia de estar enfermo durante los 20 años que pasé en Uganda. Ya fuera en casa o –en la única experiencia que he tenido de estar ingresado en un hospital- en una cama hospitalaria, la sucesión interminable de personas que venían a verme y desearme una pronta mejoría siempre me impresionó como una solidaridad encomiable que destaca como uno de los mejores valores de la cultura cotidiana de la gente en África. Recuerdo también una ocasión en que mi suegra estuvo ingresada en un hospital de Kampala durante una semana y su habitación era un constante ir y venir de personas que incluso a veces tenían que hacer cola para entrar, en muchos casos con un recipiente de comida en la mano o cualquier otro regalo. La habitación de un enfermo en África, por muy miserable que sea, suele estar adornada de tarjetas que auguran una pronta recuperación, flores, cestillos y objetos que comunican presencias humanas cercanas y afectuosas.
En esto, como en tantas cosas, no me acostumbro a lo que se considera como habitual o socialmente aceptado en Europa. Aquí se rehúye el dolor ajeno, por no hablar del propio, y la enfermedad se ha convertido en uno de los muchos temás tabú desterrados por una sociedad que adora el éxito y la satisfacción inmediata. Se nos llena la boca de hablar de solidaridad mientras los enfermos se hunden en la soledad. En esto, como en muchas otras cosas, África tendría mucho que enseñarnos.
Original en En clave de África