Un hombre con hambre es un hombre enfadado
Esta frase se utiliza a menudo para conectar el desempleo juvenil, la pobreza y la violencia. Inútil advertencia que pretende servir de llamamiento a la acción. ¿Pero existe alguna prueba de esta relación? La mitad de la población actual del África subsahariana tiene menos de 25 años. En Somalia, el 62,9 % de la población es menor de 24. La media de edad en Nigeria es de 14 años. Un país con un mayor número de personas en edad de trabajar puede ser positivo para la economía y el desarrollo. Sin embargo, en lugar de ver estos cambios demográficos como algo positivo, parece haber una inquebrantable preocupación por lo que este repentino aumento de población joven pueda suponer para la paz y la seguridad.
Después de todo, el rápido crecimiento económico que se ha podido observar en muchos países africanos no ha traído consigo un aumento de empleo. Esto sucede en Nigeria, donde, durante la última década, se ha producido un crecimiento económico del 7 %, al tiempo que se ha duplicado la tasa de desempleo. Al mismo tiempo, la modernidad y la globalización han hecho que aumente la distancia entre las esperanzas de los jóvenes y sus realidades. Cuando ven cómo viven los otros, tienden a estar menos satisfechos con la propia vida. Unido a esto, nos encontramos con una situación en la que las instituciones estatales y no estatales se han debilitado y luchan por sobrevivir. Estos cambios se están produciendo sobre un trasfondo de aumento de inseguridad y violencia, en cuyo centro están los jóvenes.
La combinación de todos estos factores ha llevado a que se simplifiquen demasiado las asunciones sobre la relación entre el aumento de población joven, la alta tasa de desempleo y la violencia. «La gente cree que los jóvenes parados provocan conflictos armados» afirmó Kimairis Toogood, de Alerta Internacional, una organización por la paz. «Lo dicen sin matizar, sin contar con los distintos factores que contribuyen a la frustración y quejas de la juventud y sin pruebas que lo demuestren».
La juventud se ha vuelto una amenaza y una fuente de preocupación. Los jóvenes parados son vistos como bombas de relojería, listas para ser detonadas en cualquier momento. Conforman un grupo de posibles reclutas, listos para formar parte de movimientos armados y criminales. Son un problema subyacente. Esta narrativa ha llevado al pánico, y los políticos luchan por encontrar una solución (o al menos dicen que lo hacen).
Es comprensible que la gente piense así. Después de todo, hemos visto multitud de grupos violentos y bandas a lo largo del continente, formados en su mayoría por gente joven. Con sólo un 16 % de jóvenes en el África subsahariana con empleos formales remunerados, el paro parece una causa probable de que entren a formar parte de estos grupos. Como dijo Toogood, «citan cualquier guerra civil y dicen: “¿veis a todos esos jóvenes con pistolas? Seguro que estaban en el paro”. Y ya está. Nadie quiere invertir tiempo en preguntar los matices, en general la gente es demasiado vaga para hacer eso».
De hecho, este modo de pensar tiene un fallo fundamental. Estudio tras estudio han demostrado que no hay pruebas que demuestren esta asumida correlación. Un trabajo de investigación sobre el tema no encontró muestra del efecto que causaba la creación de empleo en países con un historial de violencia. Por ejemplo, el apoyo al Emirato Islámico de Afganistán (al que nos solemos referir como «gobierno talibán») no disminuyó en el país cuando los jóvenes encontraron trabajo; y lo mismo pasó en Somalia con el apoyo a los grupos armados.
Parece ser que, aunque el desempleo puede causar frustración y marginación, no es el único motivo por el que los jóvenes entran a formar parte de grupos violentos. De hecho, los estudios demuestran que la gente toma las armas, no porque sean pobres, sino porque están enfadados. Son estas experiencias de injusticia las que llevan a la violencia política, no la pobreza. Los errores que cometen los Estados hacen que aumente esta dinámica.
«Es preciso que conozcamos la heterogeneidad de la juventud», dijo Toogood. Apuntó que las causas de que los jóvenes tomen parte en conflictos son diversas y están unidas a muchos factores políticos y socioeconómicos. «Es más una cuestión de desigualdades sistemáticas y estructurales que están institucionalizadas; y éstas triunfan tengan o no los jóvenes trabajo».
Grace Jerry, directora ejecutiva de Inclusive Friends, una organización por los derechos de las personas con discapacidades en el estado de Plateau (Nigeria), está de acuerdo. Habló de las realidades de los jóvenes discapacitados. «Cuando se margina a la gente tanto tiempo, se vuelve violenta. Sólo quieren libertad. Quieren hacer algo. Quieren demostrar algo», dijo.
La gente joven puede aguantar estar en el paro, lo que les lleva al enfado es la corrupción, discriminación, humillación, y el sentimiento de engaño y desprecio por parte de las agencias de seguridad. Dadas las grandes diferencias entre pobre y ricos, los jóvenes ven las diferencias entre sus vidas y las de la élite. Mientras algunos van a buenos colegios y consiguen trabajo, otros luchan por sobrevivir, son engañados por sus jefes y acosados por el Estado.
Está claro que si constantemente se les considera amenazas en potencia lo lógico es que se frustren y alejen. Como dice Toogood, «hace que se les vea como “perpetradores” del sistema, y que les vean así también los gobernantes y las víctimas».
Después de todo, la mayoría de los jóvenes sí que trabaja. No se pueden permitir no hacerlo porque necesitan mantenerse ellos y a sus familias. Sin embargo, trabajar en el campo o en un sector informal no entra dentro de lo que la gente considera «empleos». A pesar del dinero que ganan y de las horas que trabajan, hanta ellos mismos terminan diciendo que están en el paro. Como resultado de este modo de pensar, los jóvenes se pasan años técnicamente desempleados sin lograr reconocimiento ni estatus a pesar de las contribuciones sustanciales a sus familias y comunidades. Estas diferencias entre las aspiraciones y la realidad aumentan con los obstáculos y desafíos a los que se enfrentan en puestos de trabajos tan precarios.
Por ejemplo, a pesar del trabajo que dan las okadas (taxi motocicleta): ingresos para el gobierno, ganancias para los mecánicos y gastos de comercio más bajos; los conductores de las okada suelen ser tachados de irresponsables, criminales en potencia que sólo quieren ganar dinero para comprar alcohol y drogas. Ni en Ghana ni en Nigeria se han encontrado muestras de la relación entre estos conductores y la criminalidad. Sin embargo, en muchos lugares se han prohibido las okadas, especialmente en las ciudades, y les aíslan a todos en sectores marginales de la sociedad. Esto no sólo ha destruido las vidas de millones de jóvenes y de sus familias en todo África sino que también ha encarecido los costes de transporte, y a muchos les cuesta poderse permitir una alternativa de viaje.
Los vendedores ambulantes también han contribuido al crecimiento económico, sobre todo en las ciudades de todo el continente. En los últimos años, cada vez más jóvenes se han unido a las mujeres mayores, que conforman la mayoría de estos comerciantes. Sin embargo, ellos también se quejan de los obstáculos: desalojos, continuos acosos, abuso de autoridad y extorsión.
Si creemos que los jóvenes son una amenaza es que no somos capaces de ver esas realidades. Todos los políticos y los programas que se centran en la creación de empleo suelen ignorar a las mujeres y a los discapacitados.
Después de todo, toda la frustración relacionada con la desigualdad y las dificultades para mantener a las familias son motivos para que tanto las mujeres como los hombres jóvenes entren a formar parte de grupos armados. Durante los últimos meses, la implicación de las mujeres en Jama’atu Ahlis Sunna Lidda’awati Wal Jihad (JAS), más conocido como Boko Haram, ha ocupado los titulares a causa del número de mujeres que han llevado a cabo ataques suicida. Este es sólo un ejemplo de los papeles directos e indirectos que tienen las mujeres en todos los conflictos, desde tomar parte en la violencia ellas mismas hasta animar a otros a que lo hagan.
Jerry habló del enfado creciente en los jóvenes con discapacidades, que ven a otros con oportunidades que a ellos se les niegan por su condición. Se dan cuenta de que la gente se fija antes en su discapacidad que en sus habilidades o experiencia y en lo que podrían colaborar. «Un joven en esa situación se enfada, y cuando lo hacen se vuelven violentos. En algunos casos no se les puede culpar, se les ha marginado, se les ha dejado de lado durante demasiado tiempo», explicó. En una ocasión, los integrantes de una comunidad se sorprendieron porque una persona discapacitada estaba entre los que habían perpetrado actos violentos. «Cuando le preguntaron por qué lo había hecho dijo que quería demostrar algo. “¿Creen que no puedo matar? ¿Creen que no puedo usar un arma? Bueno, dejen que se lo demuestre”. Se le había marginado demasiado tiempo y necesitaba hacer algo», dijo.
La gente a veces tampoco analiza las realidades de los hombres jóvenes en su contexto. En muchas sociedades, ser un hombre significa ser capaz de mantener a una familia, estar casado y ser generoso con la comunidad. Alcanzar esto resulta difícil a menudo, en especial en contextos de corrupción, desigualdad y marginación. El hecho de que este no sea siempre el camino para hacerse un hombre no significa que la presión sobre los jóvenes sea menor. Muchos están atrapados entre ser niños y ser adultos, sin ser en realidad ninguna de las dos cosas. La violencia puede servir para canalizar esta frustración, ganarse el respeto del resto y ser un hombre.
El pánico que rodea a la juventud desempleada lleva a que se les culpe por la violencia en lugar de ver las necesidades e intereses de su movilización. También se ignora la realidad de que no todos los jóvenes son violentos, muchos de ellos trabajan por la paz y el desarrollo en sus comunidades.
Mariya lleva dos años recogiendo fruta y ropa de personas de su comunidad para distribuirla entre los desplazados internos por causas de violencia. «Viven en nuestra comunidad, tengo que hacer todo lo que pueda para ayudarles», dice. También se encarga de resolver conflictos como mediador informal y de acercarse a las niñas que han sido víctimas de violencia y hablar con ellas.
Chukwuma acaba de abrir un local con ordenadores. Es un sitio al que la gente puede acudir para usar un ordenador o recibir clases de informática. Da clases gratuitas para niños, le interesa especialmente acercarse a niños de familias pobres. Habla de lo emocionado que está con su trabajo, sabiendo el potencial que tiene saber utilizar un ordenador para crear oportunidades para los jóvenes en el mundo tecnológico en que vivimos.
Mariya y Chukwuma trabajan por el bienestar de sus comunidades. Ayudan a que la gente aprenda y viva en paz. Cuando la gente piensa en juventud, pocas veces piensa en personas como ellos.
Intentar prevenir la violencia centrándose en el paro juvenil es tratar el síntoma, no la verdadera causa. Amancillar a los jóvenes y hacer de ellos cabezas de turco no hace más que incrementar su marginación. Es evidente que dar trabajo a todos los jóvenes no implicará necesariamente el fin de la violencia si no se resuelven asuntos fundamentales de desigualdad e injusticia.
Para prevenir que los jóvenes se decanten por la violencia, hace falta resolver problemas complejos, entre los que se incluyen mejorar la seguridad, crear oportunidades reales de educación y empleo, terminar con la corrupción desde su origen y acabar con los prejuicios. Afrontar estos aspectos es mucho más complicado que crear empleo, pero también es mucho más efectivo.
Después de todo, es más probable que un hombre (o mujer) haga uso de la violencia si está enfadado, pero no sólo el hambre lleva al enfado.
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