Corro. Corro al lado de una irlandesa y un namibio. Aguanto bien porque suelo hacer footing unas dos veces por semana. El namibio también da zancadas largas e impone un buen ritmo. No sabemos por donde ir, ¿importa? Sí, debe importar. Tengo ganas de seguir corriendo, de empaparme, de liberarme de algo invisible pero pegajoso. Deseo seguir avanzando, buscar una salida por medio de las zapatillas, el asfalto, los charcos de grasa que se desparraman por la carretera, los puntos de aceite que aspiran al anonimato, a lo eterno.
Busco sin querer una respuesta en lo que me ofrecen mis ojos, en las sombrillas polvorientas que escoltan mi carrera, en los carteles de hierro oxidados que no me miran, en las palmeras que siguen secándose sin que pase nada, en la gasolinera SP de la esquina, aún vacía, tan solo un todoterreno gris repostando diesel. En todo eso busco algo aunque me repito a mi mismo, que me centre en el presente, en el momento.
Miro atrás. La irlandesa no puede seguirnos a mí y al namibio. Hace unos minutos que su cara parece una loncha de mortadela. Se ha puesto tan rosada que. El africano y yo nos paramos para que la muchacha de Limerick pueda recuperarse. En realidad. No íbamos tan rápido. Nos paramos en frente de las embajadas. Estamos desesperados. Nadie lo dice, pero estamos desesperados. Ahora caminamos y nos cuenta la chica irlandesa que está escribiendo una tesis medioambiental sobre los recursos naturales de una zona muy específica del África del Oeste. Estamos desesperados. “A veces encuentras elefantes en los pueblos y los africanos no le dan la más mínima importancia. Lo que para nosotros sería un hallazgo espectacular, para ellos es una parte más del paisaje. Tienes que decirles que los elefantes nos parecen increíbles a los blancos para que a la próxima te peguen un silbido y te avisen”.
Hemos vuelto a correr. La irlandesa se ha puesto en marcha por dictadura grupal. Agacha su cabeza, la introduce entre los hombros. Sufre. Volvemos a parar. El namibio y yo suspiramos por dentro. Aspiramos a seguir corriendo, a seguir buscando. Pero la educación tiene estas cosas. Volvemos caminando plácidamente hacia la montaña de donde hemos salido hace un rato. Ahora. Estamos sobre una colina desde donde se ve gran parte de la ciudad. ¿Importa? Sí, importa. ¿Te importa lo que estoy viendo desde este loma? ¿Y si no te lo cuento?
Veo algo que no te voy a contar. Y me giro. Y al girarme me encuentro con un hotel en ruinas. Un hotel muy conocido en toda la ciudad desde hace años, por haber albergado en su momento (ay esos “en su momento”) a ínclitos huéspedes que pernoctaban en sus lujosas habitaciones en frente de botellas de champagne y corchos volando. Imagínate la cantidad, ¿la cantidad de qué? ¿debería contarlo? No lo voy a contar. Paso a otra cosa: al mediodía irían a la piscina, se tirarían de cabeza, mientras en lo salones interiores de sillones mullidos se cerrarían negocios, se acordaría alguna entrega de un cargamento de armas, listo para desembarcar en África con toda la eficiencia, nada de engorrosas burocracias. Se brindaría, se haría el amor (cursi composición, “hacer el amor”) se pondrían malas caras de vez en cuando, se gritaría a los camareros para que se diesen prisa en traer la cuenta, se soñaría, se imaginaría. Habría carcajadas.
Estamos desesperados. Por todo. Y ahora, el hotel no es más que un esqueleto con una piscina desconchada, rellena de piedras informes y paredes despegadas que permiten asomarse a unos cables rotos que recuerdan a los tentáculos de un pulpo atrapado. Cerca, el ascensor permanece paralizado en la primera planta. “¿A qué hora es el desayuno mañana?”, le digo a un guarda con una gorra y un cigarro que se le cae por una esquina de su boca. Voy de gracioso respetuoso, la irlandesa se anima, “¿habrá croissants?” . El guarda agacha la cabeza, nos mira como siguiendo el juego pero sin estar seguro del todo. “Bien, mi mujer y yo vamos a dar una vuelta, y luego cenaremos en el restaurante”, digo yo. A los desesperados siempre nos sorprende una luz que siempre acaba por encender. Y te animas. Ya sabes, al final, todo sale bien.
Nos adentramos por el hotel esquelético porque a los seres humanos les atrae estos pasados. Encima de nuestras cabezas, de nuestros pensamientos, se levanta algo que no te voy a contar ¿por qué debería contártelo? Eh, ¿por qué? Bordeamos la piscina, la dejamos atrás y seguimos por un pasillo que nos presenta el puerto y dos diques en forma de brazos que dan la bienvenida al mar, o lo golpean, o lo abrazan, que el lector decida. En el filo del pasillo hay una pareja que ha dejado de besarse desde que la irlandesa y yo nos hemos plantado aquí con nuestros caretazos. Los desesperados también podemos cortar el rollo. Se ve todo, un todo que como sabes, no te voy a contar.
La irlandesa y yo nos metemos en otro cuarto donde la caca expulsa un aroma distinto, un olor que no sueles oler, una fragancia que alguien decidió una vez que apestaba y que no era buena. ¿Por qué? Salimos de ahí con esas caras descompuestas, progresamos quitándonos varias piedras por el camino, y en la salida nos encontramos con otro guarda al que le digo, “he dejado la llave en la recepción. Vamos a dar una vuelta por los jardines. Pensamos cenar en el restaurante del hotel esta noche”. Adopto la expresión de Iván Drago en Rocky IV para que vea que voy en serio. El guarda me mira con la boca un poco abierta, y luego me dice, “hey, feliz año nuevo”. “Feliz año nuevo para ti, también”, le contesto. Ya sabes, al final. Acaba tú la frase, lector. Anímate.
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Original en: Las Palmeras Mienten