La viuda del periodista Jean Leonard Rugambage, asesinado por denunciar los abusos del régimen de Paul Kagame, habla desde Vitoria, donde vive exiliada junto a su hijo de siete años, de la necesidad de libertad de expresión, de verdad y dignidad.
Ruanda es un país marcado por uno de los genocidios más pavorosos del siglo XX. También es uno de los que más ha cambiado en los más de veinte años transcurridos desde las matanzas. Se ha desarrollado de manera espectacular, pero dista mucho de haberse convertido en un régimen ejemplar. El periodista Jean Leonard Rugambage fue uno de los que intentó ejercer lo que en una democracia homologable es de rigor: contar lo que el poder no quiere que se cuente. Sin embargo, el régimen de Paul Kagame no se contentó con silenciar a Rugambage (fue eliminado a la puerta de su casa en 2010 por investigar el intento de asesinato de un antiguo general que rompió con Kigali y se exilió en Suráfrica), sino que trató de comprar el silencio de su viuda para echar tierra al asunto. «Tuve razones para abandonar mi país», dice Epiphanie Ndekerumukobwa, de 31 años, exiliada en Vitoria con su hijo Juan Cruz Bonheur, de siete, que vio a su padre ensangrentado al volante de su coche cuando tenía dos años. Ndekerumukobwa ha seguido el ejemplo de su marido. No se calla. No tiene miedo de hablar: «Jean Leonard Rugambage me ha dado valor. ¿Vamos a callar? ¿Hasta cuándo? Si callamos por miedo nunca cambiarán las cosas en Ruanda».
Con el respaldo económico de las Misiones Diocesanas de Vitoria y el apoyo de Reporteros Sin Fronteras, que denunció el asesinato de su marido, vive en la capital alavesa. A pesar de haber estudiado en la universidad ruandesa ciencias administrativas solo encontró trabajo durante un año en una empresa de limpiezas. Reconoce que «la vida no tiene recetas» y que hay que hacer lo que se pueda en cada momento. Habla con suavidad, con una mirada que trata de ser serena, pero a menudo denota un fondo de tristeza. Al término de la conversación, mientras caminamos hacia la estación de ferrocarril, le pregunto qué piensa del nacionalismo. Dice que no lo entiende, que cuando habla de ello con otros inmigrantes africanos en Vitoria piensan: «Se nota que no tienen otra cosa que hacer». Le parece que no tiene sentido, que hay problemas mucho más importantes. No pone condiciones ni deja fuera cuestiones que puedan incomodarla, traerle problemas, o remover viejas heridas. Habla un español cálido, con suaves resonancias africanas, además del kinyaruanda y francés natales, y algo de inglés. Su hijo habla también euskera. No participa en política. Cree que en el País Vasco solo hay tres o cuatro familias ruandesas. Siente nostalgia de la familia, de los amigos, de los vecinos, de Ruanda en general, de las colinas. Espera volver cuando haya garantías de seguridad para ella y su hijo. «Para mí Ruanda es como una canción francesa que dice: «Mi país natal es un paraíso que nos dejó Dios». Para mí también es así. Cuando pienso en Ruanda siento que me falta algo muy importante en mi vida».
— ¿Es Ruanda una dictadura?
—Sí. Yo diría que sí.
—¿Por qué?
—Porque nadie es libre sin permiso de las autoridades.
—Sin embargo las autoridades presumen de que es un país que celebra elecciones de vez en cuando, y además que es el Parlamento de todo el mundo, si no recuerdo mal, que tiene más diputadas.
—Eso no resuelve nada. Ahí dicen que hay democracia, que es el pueblo el que vota en las elecciones. Para mí y para muchos ruandeses que están dentro y fuera del país las elecciones son falsas. ¿Por qué? Porque a la hora de ir a elegir te enseñan, te dicen a quién tienes que votar. Si no haces lo que te dicen luego sufrirás las consecuencias: cárcel, muerte, desaparición.
—¿Represalias?
—Sí.
—¿Qué llevó a una mujer ruandesa como usted a Vitoria?
—Una mujer ruandesa normalmente es una mujer como las demás, una mujer trabajadora, una mujer que tiene ganas de vivir, de salir adelante, buscar el bienestar de su familia, y a mí me ocurre lo mismo: tengo a mi familia, tengo a mi hijo, que tengo que sacar adelante. Y es lo que estoy intentado hacer.
—Me gustaría que me contara desde el inicio, dónde nació, cómo se llama su aldea, cuántos hermanos tiene, qué estudió…
—Mi nacionalidad es ruandesa. Vengo del centro de Ruanda. Antes del genocidio era la provincia de Gitarama, ahora es la provincia del sur, en la comuna de Mugina. El pueblo es Mugina. No era un pueblo grande. Nací en 1983. En el 94, durante la guerra, yo tenía diez años. Somos cuatro hermanos. Mi padre era comerciante. Tenía una tienda en Kigali, y en Mugina tenía campos de cultivo y vacas, y sobre todo se dedicaba a vender leche porque tenía muchas vacas.
—¿Eran una familia de clase media?
—Sí, de clase media. No éramos ni pobres ni ricos. Otra cosa es que vengo de una familia polígama. De parte de mi madre somos cuatro, pero mi padre tenía otra mujer, su primera mujer, mayor, que tenía siete hijos. Todos murieron y solo queda una hermana.
—¿Su padre tenía dos familias? Una con una mujer mayor que su madre, y tenía siete hijos, y todos murieron menos unos. ¿Y después se casó con su madre?
—No, nunca ha vivido con mi madre. Nosotros con mi madre, y mi padre, en otra parte. Murieron en la guerra.
—¿Su madre sabía que tenía otra familia y otra mujer?
—Sí.
—¿Y lo aceptaba?
—Sí, claro. Mi madre tenía a su marido, y tenía dos hijos que nacieron antes que yo. Luego se divorció. Volvió donde su familia, con sus padres, y después me tuvo a mí con el hombre que tenía otra familia, y luego nació otro hermano, pero de otro padre distinto.
—Es complicado.
—[Se ríe] Es así. Por eso no me resulta fácil explicarlo.
—¿Y qué estudió?
—Estudié primero en Butare, los primeros tres años de secundaria, y luego los tres últimos en Kamoyi, entre Mugina y Kigali.
—¿Le gustaba estudiar?
—Sí, mucho.
—¿Tiene buenos recuerdos de la infancia?
—Sí, y era una buena estudiante, desde primaria hasta la universidad.
—¿En la universidad estudió administración de empresas?
—Ciencias administrativas.
—¿En Kigali?
—Estudié periodismo durante un año y allí estuve con Jean Leonard Rugambage, que era amigo y se convertiría en mi marido.
—¿Le conoció en la universidad?
—Le conocía desde pequeña porque somos del mismo pueblo. Éramos vecinos. Pero tras un año de estudiar periodismo tuve miedo, sobre todo cuando descubrí los riesgos que implicaba, y elegí otra opción.
—¿Pensó que el periodismo podía ser peligroso?
—Sí.
—¿Su familia es hutu o tutsi?
—Mi madre es hutu. Mi padre era tutsi. Por eso murió en la guerra.
—¿Le mataron?
—Sí.
—¿Cuándo le mataron?
—En el 94, en abril.
—¿Estaba cerca o se enteró después?
—El lugar donde vivía con mi madre y mis hermanos estaba cerca de la iglesia donde los tutsis se refugiaron en la guerra. Al principio, cuando empezaron los enfrentamientos, vivíamos todos allí. Pero cuando las cosas se fueron poniendo más feas tuvimos que escapar.
—¿Se siente hutu o tutsi?
—Yo no me siento nada de eso.
—¿Para usted no es importante?
—No es importante. Porque, primero tengo parte de hutu parte de tutsi. Y no me ha servido de nada ser una cosa u otra. Además, he sufrido durante la guerra, cuando mataron a los tutsis, porque perdí a buena parte de mi familia, de la familia de mi padre, muchos. Y del lado de mi madre, cuando los tutsis se hicieron con el poder, perdí también a otra parte de mi familia. He perdido a mi padre, su mujer, seis hermanos. Además, tíos, tías, primos…
—Antes de que estallara el genocidio, ¿oía rumores, tenía miedo de que ocurriera algo?
—Nunca había visto problemas entre hutus y tutsis. Solo cuando leía la historia del país, lo que había pasado en los años cincuenta y sesenta, porque parte de la familia de mi padre se habían refugiado en países cercanos, como Uganda y Burundi. Pero desde que nací nunca había visto problemas entre hutus y tutsis. Había amistad entre unos y otros, los hutus se casaban con los tutsis, incluso mi tío, hermano de mi madre, se casó con una tutsi, y se llevaban bien. Yo también, como tengo padre tutsi y madre hutu, nos llevábamos bien, con la mujer de mi padre… No había ningún problema. La guerra empezó a comienzos de los años 90, cuando empezaron a llegar refugiados que venían del norte y del oeste, entre ellos inkotanyis (guerrilleros tutsis), pero la guerra no empezó de verdad para nosotros hasta 1994.
—¿Cómo se explica el genocidio? ¿Tiene alguna explicación?
—No sé muy bien…
—Pero cuando en Vitoria le preguntan qué ocurrió en su país en 1994, ¿qué les dice?
—No voy a entrar mucho en ello, pero lo que la gente dice es que el poder estaba en manos de los hutu, y los tutsis lo querían también, y los problemas arrancaban de ahí. Porque al llegar al poder los hutus se lo habían arrebatado a un tutsi. Es una historia de lucha por el poder.
—Pero ¿tiene alguna explicación de por qué en Ruanda hubo tantas y tantas matanzas, y después? ¿Alguna razón que se pueda explicar?
—[Se piensa las repuestas con calma] Se dice que los hutus estaban indignados porque los tutsis acababan de matar a su presidente [el presidente ruandés, Juvénal Habyarimana, fue asesinado el 6 de abril de 1994, cuando su avión fue derribado cuando iba a aterrizar en Kigali. Eso desencadenó el genocidio que en cien días acabó con la vida de unos 800.000 ruandeses, tutsis en su inmensa mayoría, pero también hutus moderados que no quisieron participar en la matanza], empezaron a vengarse de los tutsis.
—¿Pero cómo pudo ocurrir una matanza tan grande?
—Yo creo que viene de las historias los años cincuenta y sesenta. Había un rencor guardado y cuando hubo ocasión llegó la venganza.
—Tenía diez años cuando ocurrió el genocidio. ¿Cómo vivió esos día?
—¡Hu! Tengo muy malos recuerdos de la guerra. Vi morir a gente, a gente que conocía, a gente que no conocía, y que sabía que no habían hecho nada malo. Y eso se me grabó como un recuerdo muy muy terrible. Incluso he visto a miembros de mi familia morir ante mis ojos.
—¿Y no corrió también peligro de morir?
—Sí, varias veces. Varias veces. Pero sobre todo mi madre. Pero en la guerra no mataban solo a los tutsis, sino también a los hutus moderados, y a los que tenían riqueza y propiedades.
—Cuando llegaron las matanzas al lugar donde vivía, qué hicieron?
—Nos fuimos con la familia de mi tío, que estaba algo más alejada de la iglesia del pueblo. Pero a pesar de todo seguíamos oyendo gritos y llantos, y los que escapaban de la iglesia les perseguían para matarles con machetes y fusiles. Después de un mes, prácticamente toda la gente de la región tuvo que huir para ponerse a salvo, porque también empezaron a llegar inkotanyis. Y todo el mundo tuvo que salir. Fuimos a un lugar algo alejado de Gitarama. Al llegar allí los inkotanyis que habían venido de Uganda con Paul Kagame ya habían ya conquistado todo el país. Eso fue a fines de junio. Mis hermanos habían huido a Congo.
—¿Pero ustedes no tuvieron que salir de Ruanda?
—No, yo no. Mi hermana pequeña, mi madre y yo volvimos a casa. Solo que luego después de tres meses acompañamos a nuestra madre a Goma, en Congo, para tratar de convencer a nuestros hermanos para que regresaran a Ruanda. Les encontramos, pero ellos tenía miedo, porque había corrido la voz de que no había esperanza en Ruanda, los inkotanyi mataban a todo el mundo… Tenían miedo de volver. Pasamos tres meses con mi madre en Goma, pero la vida allí, en los campos de refugiados, era muy difícil, y mi madre dijo: «Si vosotros no queréis volver, quedaos. Yo regreso con las niñas». Ellos no volvieron hasta 1996.
—Cuando se produjo el ataque del ejército ruandés en Goma y muchas ruandeses volvieron a casa, mientras otros se internaron en Congo.
—Sí.
—¿Cómo fue la historia con su marido?
—A Jean Leonard Rugambage [siempre que se refiere a él dice su nombre completo] le conocí desde que era pequeño. Él, que era hutu, también huyó a Congo, y vivía en Goma, cerca de donde estaban mis hermanos. Él había sido soldado durante el régimen de Habyarimana.
—¿Durante el genocidio combatió contra las tropas de Kagame?
—Sí. Pero cuando volvió pasó un año encarcelado, y lo pasó muy mal. Las cárceles estaban llenas. En la cárcel también metieron a mis hermanos cuando volvieron en el 96, y pasaron dos años. Al salir de la cárcel, Rugambage retomó los estudios. Él era once años mayor que yo, pero ingresamos al mismo tiempo en la universidad. Estuvimos un año en la misma clase de periodismo. En 2005 le volvieron a encarcelar.
—¿Por qué?
—Después de la guerra hubo una terrible venganza. Hubo represalias contra los que participaron en las matanzas, pero también contra muchos hutus que no habían participado. Él, como era un hombre que siempre buscaba la verdad, intentaba ayudar a la gente que tenía miedo incluso de preguntar por sus familiares encarcelados, para que no les acusaran también a ellos. Él intentaba ayudar a todas estas personas, sobre todo en los tribunales tradicionales, los gacaca, que intentaron solventar muchas de las querellas suscitadas tras el genocidio sin tener que recurrir a la justicia ordinaria, que estaba desbordada. Pero sus intervenciones no gustaron a las autoridades y le volvieron a meter en la cárcel.
—¿Y cuánto tiempo pasó en prisión esta segunda vez?
—Estuvo otro año.
—Cuando le encarcelaron, ¿ya estaba trabajando de periodista?
—Sí, mientras estudiaba la carrera ya trabajaba de periodista escribiendo artículos en el periódico «Umuco», que había creado un amigo suyo. En este periódico había publicado un artículo muy crítico sobre el funcionamiento de los tribunales gacaca, que no funcionaban bien y no contribuían a la causa de la justicia, y había también mucha corrupción, y eso también influyó para que fuera encarcelado.
—¿Cuando abandonó la cárcel fue cuando empezó a trabajar para «Umuvugizi»?
—Sí.
—¿Que era de otro amigo suyo?
—Sí.
—¿Y en este periódico siguió escribiendo artículos críticos sobre el régimen de Kagame?
—Hacia el gobierno, los gacaca, todo lo que no funcionaba.
—¿Hablaban de política, del país, de lo que solía escribir?
—No, no solíamos hablar de política, ni de noticias del periódico. Hablábamos de nuestra vida, de nuestros familiares. No dejaba de recibir amenazas, en el camino a casa, en la oficina. Él quiso crear su propio periódico y le negaron el permiso.
—¿Vivían entonces en Kigali?
—Sí, yo empecé a trabajar en 2005. Cuando llegué a la universidad de Kigali empecé a trabajar, aunque no con un empleo fijo, primero en un colegio como maestra, y luego de recepcionista en el hotel de las Mil Colinas. Nos casamos en 2008.
—¿Su marido, mientras tanto, siguió investigando y publicando artículos en «Umuvugizi» sobre el gobierno de Paul Kagame, y sobre la persecución de los disidentes del régimen, como el intento de asesinato en Suráfrica del general Kayumba Nyamwasa, en las que implicaba al jefe de los Servicios de Inteligencia de Kigali?
—Él no me contaba nada, pero a veces le escuchaba hablar por teléfono con el director de «Umuvugizi», pero me impedía leer los documentos que tenía guardados en casa.
—¿Viajó a Suráfrica para buscar información?
—No, no fue por ese asunto. Fue antes a una conferencia de periodistas para hablar de su trabajo y de la libertad de expresión.
—¿Publicó entonces un artículo sobre el intento de asesinato de Nyamwasa?
—No llegó a publicarlo, estaba todavía en el proceso de investigación. El redactor jefe del periódico, Jean-Bosco Gasasira, había huido a Uganda porque no dejaba de recibir amenazas y llegaron a atacarle y a golpearle con martillos en la cabeza. Dirigía el periódico desde el exilio. Mi marido hablaba con frecuencia por teléfono con él, de cómo era el caso y de cómo iban las investigaciones. Yo escuchaba sus conversaciones. Un día oí que hablaba con alguna persona importante de la policía secreta ruandesa sobre este asunto. Creo que ese fue el motivo para asesinarle. Porque tenía informaciones muy secretas y muy perjudiciales para el gobierno de Kigali, e iba a publicarlo.
—¿Su marido le confesó que tenía miedo?
—No me dijo que tuviera miedo, pero yo lo notaba.
—¿Él era consciente de que si seguía por ese camino su vida peligraba?
—Sí. Porque incluso cuando llegaba por la noche y llamaba a la puerta y yo tardaba porque estaba durmiendo, me apremiaba diciéndome: «Venga, abre rápido. ¿Acaso no sabes lo que me puede pasar»”. Yo notaba que tenía miedo.
—¿Cómo fue el día que le mataron?
—Aquel día se celebraba el entierro de una amiga, una trabajadora de un amigo nuestro que tenía un hotel en Kigali. Tenía que ir al entierro. Se levantó temprano. Yo tenía una clase, estaba sacándome el carné de conducir. Le dije que no podía acompañarle porque tenía clase. Esa mañana yo notaba algo extraño en él, estaba distinto, como triste, y desganado. Ni siquiera desayunó, y apenas dijo una palabra. Con el coche de prácticas pasé ante el hotel donde se había reunido toda la gente que iba al funeral. Y me fijé que no tenía buen aspecto. Me preguntaba si había pasado algo, si es que la chica que había muerto era su amiga. No sé, pensaba preguntarle. Es cierto que todo el mundo estaba triste, pero él más. Después de que lo mataran me contó la mujer del dueño del hotel que cuando fueron al entierro les estuvo siguiendo todo el tiempo un coche que no tenía placas de matrícula. De vuelta a Kigali, lo mismo. Los propietarios le dejaron a la puerta del hotel, donde había dejado su propio coche. Al volver a casa el coche sin matrícula estaba aparcado, esperando. Ni siquiera pudo salir del coche. Allí le mataron.
—¿Y dónde estaba usted en ese momento?
—Yo estaba durmiendo. Eran las diez de la noche, noche cerrada. Oí los disparos, pero no pensé que fueran disparos, sino que alguien estaba celebrando la Copa del Mundo de Fútbol. Entonces vinieron a buscarme los vecinos. Y cuando llegué allí estaba, dentro del coche, al volante, muerto.
—¿Y su hijo, estaba con usted?
—Salí sin saber qué había pasado. No le iba a dejar en la casa solo, y además estaba la gente, gritando: «¡Venga, venga, venga!». Tuve miedo, cogí al niño y cuando llegué le vi sangrando, y claro que el niño también le vio, y se puso a llorar. Yo no fui capaz de llorar. No lo entendí enseguida. No sabía ni lo que estaba viendo. No lloré hasta que pasaron unos días, hasta que me di cuenta de lo que había pasado.
—¿A partir de ese momento qué pasó?
—Cuando llegué estaba todo lleno de policías. No sé cómo se habían enterado tan pronto. Me impidieron que me acercara, que le tocara, y empezaron a hacerme preguntas. ¿Qué hacía mi marido? ¿Quién crees que podía querer matarle? Les dije que no tenía problemas con nadie. Pero yo sabía que seguramente le habían matado por sus investigaciones, sería peligroso hablar de ello. No quise decir nada, porque sabía que sería peor. Enseguida pensé curso de asalto inflable que quien le había matado era uno de ellos. Después le pregunté a los vecinos, a ver si sabían algo. Los dueños de un bar que había en la calle que llevaba a nuestra casa, y que eran nuestros amigos, me dijeron que habían visto a un chico vestido de civil hablando por teléfono y que decía «ya viene. Prepárate». Dicen que había uno en el bar, uno junto a nuestra casa, y el coche estaba aparcado a unos cincuenta metros de nuestra casa. Y parece que después de matarle subieron a ese coche y se fueron.
—Después del asesinato, ¿qué hizo?
—Primero tuve miedo. Porque lo que me había contado la propietaria del hotel, y los del bar, me di cuenta de que era el mismo coche que le había seguido. En Ruanda no puede circular un coche sin matricula si no es de ellos. Tuve miedo. Por eso no fui a ver al juez. La policía me preguntaba si tenía algún problema con las autoridades, con el gobierno, y yo respondía que no. Si tenía que ver con su trabajo, y les dije que no. Y me dijeron que si no sabía nada entonces tenía que decir que su muerte no tenía nada que ver con las autoridades, ni con su trabajo. Un día después del entierro vino un funcionario a darme una serie de recomendaciones. Lo que me dejó sin palabras es que me dijera que mi marido no era bueno, porque criticaba al gobierno. Y que yo tenía que estar callada, y que si me preguntaban tenía que decir que su muerte no tenía nada que ver con su trabajo.
—¿Querían echar tierra?
—Sí. Me llamó Jean-Bosco Gasasira para consolarme, y me llamaron desde Reporteros Sin Fronteras en París, para darme el pésame y preguntarme qué había pasado. Les dije que no podía hablar por teléfono. Empezó a venir gente desconocida a verme y a preguntarme por el material que había dejado mi marido. Pero eso lo saqué pronto y lo puse a buen recaudo. Tiré algunas cosas y guardé otras. Lo que veía que me podía perjudicar lo tiré, y el resto lo guardé.
—¿Y dónde está ahora?
—Guardado, en Ruanda.
—¿Y cuándo decidió huir a Uganda?
—Cuando no dejaban de venir a preguntarme por el material. Al principio se mostraban amables, pero empezaron a ponerse más agresivos. Dejamos mi casa y nos fuimos a vivir con mi madre, pero siguieron viniendo a preguntar. Y se pusieron tan duros que me di cuenta de que no podía seguir viviendo en Ruanda. Fue entonces cuando decidí irme del país. Y solo el día que íbamos a salir mi hijo y yo le dije a mi madre que iba a coger el autobús para Uganda. Cuando llegué no sé cómo Jean-Bosco supo donde estaba, me llamó, nos vimos.
—¿Cuánto tiempo estuvo en Uganda?
—Ocho meses. Pero también allí tuve problemas, no con la policía ugandesa, sino con policías ruandeses de paisano. A una amiga mía la sacaron de su coche y la llevaron a la embajada de Ruanda en Kampala y le preguntaron si me conocía y si conocía a mi marido. Como mi amiga conocía el caso no dijo nada y cuando le soltaron me lo contó todo. Allí en Uganda hablé con Reporteros Sin Fronteras. Intentaron conseguirme un visado en la embajada de Bélgica, pero no funcionó. Entonces me puse en contacto con amigos de aquí de España, con Juan Cruz, un sacerdote español que habíamos conocido en Ruanda, que era nuestro vecino. Y me ayudaron a salir. Primero pasamos seis meses en Bélgica, porque tengo un hermano que vive allí. Queríamos quedarnos, pero no era posible. Teníamos visado español y nos obligaron a venir aquí. Primero estuvimos en Madrid, luego en Sigüenza, con una asociación que ayuda a los inmigrantes. Y finalmente acabamos en Vitoria.
—¿Usted y su marido eran católicos, practicantes?
—Sí.
—Si tuviera que describir a su marido como persona y como periodista ¿qué diría de él?
—¿Ahora mismo?
—Sí.
—Tengo mucha pena porque le mataron. Me da mucha pena que no pudiera criar a su hijo, Juan Cruz, al que quería mucho. Era su primer y único hijo. Pero siento orgullo, porque para mí fue un héroe. No se calló como muchos otros, que son inteligentes, y con estudios, tienen capacidad para cambiar las cosas, pero por miedo se quedan callados y no sirve de nada. Él trató de cambiar las cosas, no tuvo miedo. Por eso es un buen ejemplo.
—¿Le cuenta todo eso a su hijo?
—Sí.
—¿Cuando salieron de Ruanda cuántos años tenía él?
—Dos años.
—Lleva ya más tiempo en España que en Ruanda.
—Sí.
—¿Le gustaría volver a Ruanda?
—Me gusta mi país, y allí está mi familia. Pero por otra parte no tengo buenos recuerdos. Sé que es mi país, y cuando tenga posibilidades de volver volveré. Porque a fin de cuentas es mi país, que es donde tengo que vivir.
—¿Tiene estatuto de refugiada?
—Sí. Cuando llegamos me declaré refugiada política, y seis meses después de llegar a Barajas nos dieron la residencia y el estatuto de refugiados. Ahora vivimos en Vitoria gracias a las Misiones Diocesanas de Vitoria.
—Dijo una vez en un acto de Reporteros sin Fronteras en Madrid: «El periodismo merece muchísimo la pena; con libertad de expresión, llegaríamos a lo que los ruandeses de verdad necesitan: la reconciliación, la paz». ¿Lo sigue pensando? ¿Es lo que su marido defendía?
—Sí, sí. Porque sin información libre, sin saber no se puede conseguir nada.
—¿Cree que en Ruanda no hay información libre?
—No hay información libre. Nada de nada.
—¿Tiene miedo aquí en Vitoria? ¿Se ha sentido alguna vez vigilada?
—No, no. En Uganda sí que sentía miedo. Sabía que estaba cerca de Ruanda, y sabía que hay muchos ruandeses, y que me podían secuestrar. Pero desde que mi marido murió me he sentido un poco más fuerte.
—¿Le ha servido de inspiración?
—Me ha dado valor. ¿Vamos a callar? ¿Hasta cuándo? Si no hay información, si no se cuentan las cosas, no se puede conseguir nada, no se puede conseguir nada. Si callamos por miedo nunca cambiarán las cosas en Ruanda.
—Estudió en Ruanda ciencias administrativas, y aquí en Vitoria ha trabajado para una empresa de limpiezas. No ha conseguido trabajar en lo que le gustaría. ¿Cree que está infravalorada, que podría aportar mucho a la sociedad que la ha acogido?
—Yo no quiero ser una persona importante. Lo único que quiero es tener una vida digna. Puedo hacer cualquier tipo de trabajo, siempre que sea un trabajo digno. Por eso fui a pedir trabajo a la empresa de limpieza, y estuve trabajando durante un año.
—¿Ha sufrido algún tipo de racismo desde que llegó?
—Personalmente, no, y voy a decir por qué: creo que por mi caso la gente siempre ha tenido piedad de mí, y me han querido apoyar. Me he sentido acogido.
—¿Quién es Paul Kagame para usted?
—No sé el nombre que podría dar. Antes del genocidio me parecía alguien admirable, que ha salvado la vida a la gente. Pero después empecé a ver que no era así, que también tiene grandes defectos, y las manos manchadas de sangre.
—Sin embargo, la imagen que tiene Ruanda en el mundo, sobre todo en el Reino Unido y Estados Unidos, es muy buena. Se le ve como un país que ha sabido desarrollarse después del genocidio, limpio, donde todo funciona. ¿Es así, o es solo una parte de la realidad?
—Es una parte de la realidad, porque en Ruanda se han construido grandes edificios, es verdad que es un país limpio, pero tras la fachada hay mucha sangre, y cuando la riqueza está basada en la sangre no vale la pena. Yo prefiero comer poco y vivir sencillamente, pero sin sangrar.
—¿Está de acuerdo en que además del genocidio de 1994, hubo después un segundo genocidio en Congo?
—Sí, y no solo en Congo. Cuando los inkontanyis de Kagame tomaron el poder también mataron a muchos hutus. En Mugina mataron a muchos.
—¿Quién es Epiphanie Ndekerumukobwa?
— Epiphanie Ndekerumukobwa, viuda de un periodista, madre de Juan Cruz Bonheur, y una mujer que busca la paz y la reconciliación, y ojalá, ojalá Dios nos ayude a que los ruandeses volvamos a ser un pueblo unido.
Una entrevista realizada por Alfonso Armada
Fuente: ABC.es
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