EL MIEDO. Algunas personas han comenzado a marcharse formando una fila temerosa, irregular. “Este bar es mío y quiero decir bien alto que junto a la barra, hay unos tipos que han comprado sus bebidas fuera del bar y las han metido aquí dentro. ¡Este bar es mío! ¡estos tíos fuera de aquí ahora mismo!”. Todos miramos al fondo, pero se ve bastante borroso, oscuro, algunas luces rosáceas, rojizas. Junto a la confusión de luces, parece haberse formado un pequeño grupo que discute y arruga sus caras. Sigue huyendo más gente del bar, la fragancia del mal rollo, mientras el dueño del Always se sube al escalón y vuelve a amenazar, “¡estos tíos fuera de aquí ya!”. Distingo al de verde metido en la refriega. En efecto, él que ha bailado hasta besar el suelo con nosotros, está involucrado. Y el dueño del bar se abre camino por medio de grandes zancadas y agarra por el hombro a un tipo que le hace regañinas y se revuelve como un gato epiléptico. La fragancia del mal rollo. Todo empieza. Anesa, Víctor y yo nos vamos.
Fuera todo se ha resquebrajado. Un puzle con hipo. Nadie sabe muy bien lo que está pasando dentro del Always, gente que sale y entra, ruidos que ocultan. Una mujer de nombre Adama nos pide un cigarro y nos dice que viene de Tanzania. Porta Adama un rostro apagado, una sonrisa sincera y una resignación grabada en la piel y en el ojo derecho. Detrás de ella, la calle se dispersa: gente, colores y algún que otro portugués perdido en la noche y mirando de soslayo nuestro grupo, tratando de juntarse con nosotros pero dudando nocturnamente en el momento decisivo, hasta el punto de quedarse de espaldas frente a nosotros, dudando en medio de la noche y sin decirnos nada. Quien si se nos acercan, son unas africanas con sus pelos lacados, sus minifaldas plateadas pidiendo cigarros y dando conversación.
Ya estamos dentro de la furgoneta que nos vuelve a dejar en el compound de vainilla. Escucha ahora. En el salón están Anesa, Víctor y yo. Anesa y Víctor están en frente de mí, sentados en dos sillones mullidos separados por dos reposa brazos y un vaso de agua. Estamos rotos, hay que irse a dormir ¿no? Surge ese momento. Víctor mira de reojo a Anesa, luego me mira a mí. Surge ese momento. Anesa dice algo que en teoría tiene gracia y en la práctica ayuda para que por fin Víctor roce la mano de la eslovena que a los treinta y siete segundos le suelta al murciano, “Víctor ¿crees que este hotel es seguro? ¿crees que puedo dormir sola aquí sin que me pase nada?”.
Chan, chan, chan. Toma Moreno. Víctor dice algo, balbucea, muy lento, y yo digo, “este hotel es insegurísimo, lleno de bichos y sorpresas, no puedes quedarte sola”. Nos reímos los tres. Silencios, nos reímos los tres, y Víctor se levanta con cara de plan en la cara diciendo, “bueno, ha llegado la hora de irse a dormir”. Anesa se levanta a continuación y yo me meto en mi habitación histérico, sabiendo que por el pasillo va a pasar alguien. Va a pasar algo. Hace un calor insoportable aquí dentro. Miro hacia abajo, al resquicio de luz que permite la puerta, a la línea de luz que un momento dado es negra, oscura, alguien está caminando fuera sin duda y luego el remate, la estocada, todo el dolor del mundo: “la voz animada de Anesa en la noche dirigiéndose a alguien que no soy yo”. Y apago la luz con sensación de pringado y derrota. Tu me entiendes.
No sé como lo logro, pero acabo durmiendo. A la mañana siguiente me levanto y lo primero que hago es aproximarme a la ventana de Víctor protegida por una red minuciosa y anti mosquitos. Al acercarme a la red localizo la cara juvenil del murciano y nos envuelve un áurea salida de un confesionario. Interrogo disimuladamente al pobre Víctor que me asegura y perjura que no ha pasado nada con la eslovena y remata con un “soy un gilipollas”. Y algo dentro de mí dice, “¡bien!”.
Original en : Las Palmeras Mienten