VÍCTOR, ANESA Y YO OCUPAMOS EL CENTRO DE LA SALA FORMANDO UN TRIÁNGULO FOSFERESCENTE. Nos ponemos a bailar con ganas a pesar de las constantes interrupciones africanas que buscan evidentemente el cuerpo de Anesa. El cuerpo de Anesa. Ya te he contado alguna vez, en algún sito, que. Aquí en Nanchba hay que agacharse para bailar, hay que ponerse casi de cuclillas, besar el suelo y recordar el origen del hombre. Míralo. Este tipo de verde y sin huesos se agacha tanto, reluce tanto que decido imitarlo, agacharme poco a poco (bajandooo) alargar mis brazos alrededor de un algo imaginario y ahí debajo, fundiéndome con el piso, bailo. Mi baile africano provoca un estampido de risas entre mis colegas y los propios africanos. Todos somos primates.
Llega un gafotas con sonrisa de oreja a oreja, que choca esas cinco con Víctor para integrarse en el triángulo y a los cuatro segundos aproximadamente revela sus verdaderas y maquiavélicas intenciones, cuando acorrala a Anesa con un baile pachangero y descoordinado. Lo peor. Víctor se mira el puño, quiere romperle la cara, darle una patada en el culo, pero Anesa se va encargando ella solita de espantar al intruso desplegando esa bordería femenina que acontece ante la falta de interés de la hembra. Ellas son letales, hermano. Letales.
No mucho más tarde, un gordo intolerable le dará por bailar justo en nuestra área, en nuestro triángulo que tanto sudor nos había logrado conquistar. El tremendo gordo me pisa y el hijo puta no sólo no levanta el pie durante unos segundos dolorosos, sino que se echa un bailecito de lo más moderno, de tío enrollado. Al principio pienso que esta bola de grasa se ha equivocado, que suelta sus tentáculos a pasear por despiste, diversión e ignorancia, pero cuando le veo dándole un codazo a Víctor, empujándolo con el hombro y luego rematándolo con un certero culazo de gordo, entiendo que se trata de un plan perfectamente organizado, tal vez con financiación terrorista incluida.
La sueca ya había entrado, rápido, al grano, hippie, colorida, sabiendo a tarta de chocolate. La miro de vez en cuando como haciendo que miro a otro lado (ya sabes) mientras sigo con mis bailes primates y la risa boba. Ayuda la cerveza. Casi pisándole los talones a la escandinava, entran también algunos portugueses desperdigados a los que Anesa mira por el rabillo del ojo. Estamos ya todos los que no pintamos nada en un sitio que no pinta nada. Lo que nos gusta. Porque eso es lo que nos gusta a la gente que acabamos por estos lares. Dejarnos caer por la nada, sabes, todo eso. La nada, la nada, toda la nada.
Ahí voy.
Al acercarme a la barra me obligo a ser positivo y optimista, y me acerco a la sueca toda rubia con una sonrisa. Ella también sonríe y yo le pido a Dios que nos rodee de una energía positiva y continuista, swing man, swing. Cerca de nuestra estampa, el tipo calvo y blanco va dando gritos y se pone a entrar y a salir, nadie le hace caso. Es la primera vez que veo un blanco ignorado en África, un blanco sin estatus. Un blanco perdido. Y yo le digo a la sueca que voy a beber algo para no estropear nada. Como el que juega una vez en el casino, gana y se retira, por si acaso. Avances.
En la pista Anesa ha sacado a bailar a uno de los portugueses (mierda) uno rubito con cara de niño bueno pero peligrosísimo. Trucos malos y repetidos. Ya sabes: al principio el amigo portugués se nos acerca a Víctor y a mí con sonrisa angelical y como pidiendo permiso; una vez admitido nos dice algo para afianzar la integración, y a los cinco minutos el cabrón se está pegando un baile imposible de seguir con Anesa, algo que pone histérico a Víctor que no puede seguir esos ritmos reptiles y subterráneos. Somos todos unos monos de mucho cuidado.
Cuando Anesa tiene suficiente, le da un toquito con el hombro al portugués para que se abra. Un borracho blanco se ha caído al suelo al lado nuestra y no se ha abierto la cabeza de milagro. Sin embargo, las cosas lo que son, el tipo se levanta entre risas y pide otra copa. La sueca lo roza cuando sale casi corriendo del local precedida de un tipo con la cara roja. Yo, Iván, el hombre que tengo mis momentos, salgo corriendo detrás de ella y logro tocarle la espalda para pedirle un teléfono que me da ante la mirada de fuego de su acompañante. I got it, babe.
Dentro suena de nuevo el Waka Waka de Shakira que es interrumpido de golpe cuando el DJ desconecta la música y le pasa un micrófono a un tipo altísimo y con un sombrero negro. Silencio. La música deja de sonar como una decepción sucede a otra. El tipo espigado se afianza con el micro, tal vez para cantarnos una canción. Su semblante es una incógnita. Es la expresión de alguien que tal vez quiera tomarse unas copas con los amigos, pero al mismo tiempo pareciera que algo no le acabase de convencer.
Con una voz de locutor aterciopelada se lleva el micro a los labios y proclama que el bar es suyo, “this bar is for me!”. Información que confirman los lugareños, “sí, él es el jefe, y tiene muy mala leche”.
Original en : Las Palmeras Mienten