En África. un viaje azul marino, portugués y violeta. (2ª parte), por Nuno Cobre

21/03/2012 | Bitácora africana

“NO, NO ES MALARIA”, dice Drazen empapado, “es otra cosa. Una cosa fría que se te mete en los huesos”. Sólo la comida que llega por fin en forma de arroz, pollo y cassava fish, interrumpe el silencio. Descubrimos que sí, que teníamos hambre y al ritmo de un gris remolacha, de la terraza y otros sabores balcánicos, vamos llevándonos los acopios a la ansiosa garganta.
Drazen es militar, no debe andar muy lejos de los dos metros de estatura y cuando te mira parece un oso bonachón, un padre que siempre saca del bolsillo un caramelo más, nunca te pasará nada. “Ahora para ir a Eslovenia por ejemplo, es una pesadilla, no haces más que pasar fronteras, pasaportes, papeleos, tiempo, explicaciones. Pero hay sitios donde de todas formas no quiero volver”. Anesa inclina su cabeza hacia la derecha y dice algo en esloveno o serbo croata, no sé. “Dubrovnik”, dice Drazen. “Aún no quiero volver a Dubrovnik”. “¿Por qué?”, pregunto yo, con una espina bajándome por la faringe. “No sé, no lo sé”, responde Drazen.

Y cuando el soldado gira sus ojos hacia una esquina de la mesa, las tablas del suelo comienzan de repente a temblar, como si nos encontrásemos dentro de un barco que afronta una tempestad inesperada. Al darnos la vuelta, descubrimos un arcoíris de personas ataviadas de lazos hippies y otros trapos. Sobresale del grupo una rubia que da instrucciones al resto levantando sus manos y hablándoles como una madre dirigiéndose a los niños en el cumpleaños de su hijo pequeño. Al mirarla me hace retroceder en el tiempo esta mujer, tengo cinco, seis o siete años, el pelo un poco más largo, algo mimoso. Veo globos y serpentinas, una tarta de chocolate. Es una mujer que ha salido de una fotografía desvaída de los años 60, tal vez de California, de alguna playa. Ante mi sonrisa, guiña el ojo y le pido que nos haga una foto. Nos hace dos ante la mirada circunspecta de Anesa que pierde brillo, pierde brillo la eslovena que escucha a la sueca decir, “esta noche iremos al Always”.

La tarde va cayendo mansa y violeta. En realidad no estamos almorzando, sino cenando. Son casi las siete y aún debemos ir a la residencia, asegurar un techo. Víctor es genial. Había reservado tres habitaciones en algún hotel de Nanchba, pero no se acuerda. “Creo que estaba por aquí…”. Yo, Iván, el hombre que a veces se cansa, recuerdo un hotelucho cercano donde vine a parar hace unos meses por esos logaritmos de la vida. Sólo pienso en ese hotel, no lo considero porque en realidad aquello era un puticlub enmascarado donde el problema no era la alta proliferación de damas de la noche sino el ruido de puertas, botellas y efectos colaterales de facturas confusas.

Tras cinco minutos dando tumbos dentro de la furgoneta, Víctor baja la ventanilla y espera a que el Nissan Patrol de Drazen se ponga a la misma altura para revelarle, “estoy perdido”. Todos estamos un poco perdidos, no pasa nada. Drazen, el padre, esgrime una mueca paternalista, un abrazo y hace un gesto con la cabeza para que lo sigamos. En medio de una noche clorofílica, me da por pensar en Vietnam y en la droga, la hartura, una buena ametralladora y un collar de balas que rozan mis rodillas. Avanzamos en la oscuridad y nos introducimos por fin en un compound protegido por una verja que alberga una casa con siete u ocho habitaciones color vainilla.

El propietario del hostal saluda con el mentón y se hace rogar ondulando sus hombros. Tío vivo. Surge la típica negociación africana, el barrio, el inicio de todo. Llegamos a un acuerdo pecuniario gracias a una frase decisiva de Víctor, “¿qué prefieres que te demos esto o que nos vayamos y no ganes nada?”. Trascendental, el murciano. El tipo que regenta el hostal asiente y luego dice que sí, pero en realidad no tiene muchas ganas de nada. Dice que no pondrá la mosquitera porque no hay mosquitos, dice que no pondrá una colcha más porque dormiremos bien, dice que no nos dará una llave porque es un sitio seguro y dice que le paguemos ahora porque mañana irá a misa. Y dice, dice.

Víctor vuelve a luchar por Anesa, a pesar de su propia auto advertencia, “está muy buena pero está casada…”. Contra viento y marea, como nos gusta, el murciano consigue la mejor cama para Anesa, una mosquitera reluciente y una palangana rebosante de agua cristalina. Anesa no se duchará sin embargo. No obstante. Pero. Se niega la eslovena a remojarse en un agua dudosa que descansa sobre una palangana oscura, algo que está por encima de ella.

Yo no tengo problema, no es la primera vez ni mucho menos, así que voy repasando pacientemente todo mi cuerpo con una esponja curiosa hasta llegar al culmen final: la catarata. Es decir, el agua de la palangana cayendo desde arriba sobre mi cuerpo como una catarata juguetona, promesa, con ilusiones de Iguazú o de Niágara. Al otro lado del pasillo, Víctor piensa que Anesa siempre luce bien y cuando la ve saliendo de su habitación tras hablar por teléfono supuestamente con su marido, permanece congelado al menos por unos segundos ante la imagen angelical y femenina, sabiendo que no hay mayor milagro posible que una mujer.

Somos seis piernas hasta que llega Drazen de nuevo al mando del Nissan Patrol y nos conduce en medio de la noche, de la tierra y de los secretos. Me pregunto de pronto por qué buscamos La guarida de los portugueses, en lugar de bajarnos en medio del camino y quedarnos al lado de un árbol, en medio de la oscuridad. Al lado de un árbol en medio de la nada. Pero al lado de un árbol en medio de la nada, no escuchas música, no encontrarás ni un canapé, ni gente con la que interactuar, te molestarán los insectos de la noche, tal vez contraigas la malaria y además te sentirás muy solo. Pero pienso que en realidad nunca sabremos lo que pasa al lado de un árbol en medio de la oscuridad porque nunca lo hemos hecho y sospecho que nunca lo haremos.

La guarida de los portugueses está cerca. Junto al Always, es la única motivación nocturna de Nanchba. Los portugueses ya llevan unos años aquí trabajando en la fábrica de plásticos. La noche es profunda y oceánicamente nocturna cuando nos adentramos en el compound que esconde La guarida. No nos creemos que ese compound albergue un bar y una terraza negra cubierta por unas redes verdes imposibles para los mosquitos. Recibimos sonrisas, música, bienvenidas, calor, sabor a secta no sé, silencio, tristeza, supervivencia y el plástico. Quizás así se sienta la gente que viva en Plutón, quizás.

Original en Las Palmeras Mienten

Autor

  • Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

Más artículos de Nuno Cobre