“PORQUE SI NO, UNO SE MUERE”. Alrededor de una mesa redonda y de plástico. Bebemos con V unas cervezas Asoc. Los ojos se dilatan y adoptan la forma de pequeños óvalos azucarados. Que suben y bajan. Se nos acerca Iván y nos dice, “porque si no, uno se muere, este fin de semana marché a Nanchba. Hay que salir. Sabes, a veces hay que salir”. Y nos cuenta en primera persona con una voz acariciada:
Éramos tres, puesto que la somalí se había dado de baja a última hora. Quedábamos, Anesa la eslovena, Víctor y yo, Iván. El hombre que se cansa en noviembre, en febrero, sabes. El hombre que a veces necesita respirar. El hombre que debe reconciliarse con la vida cada cierto tiempo. Y recordar que hay más gente, y que al final, una puerta.
La felicidad se deja ver de vez en cuando y creí reconocerla al salir del compound y encontrarme a Víctor y Anesa junto a una furgoneta blanca, esperando por mí. Sábado por la mañana, con luz, quemados de lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. Te sientes rebelde y libre al montarte en esa furgoneta y marcharte. Jódete tú, punto negro. Ahora yo.
Luego Víctor arranca el motor y suena el Changes de David Bowie y avanzamos a través de unas carreteras que comienzan siendo lisas y amigables para convertirse en auténticos calvarios de tierra, agujeros, baches, saltos y joder. Estamos acostumbrados ya, hermanos. Nos flanquean el zinc y las chabolas y la lógica africana que se nos escapa. Sólo sé que vemos mucha gente que se dirige a todos sitios, mezclándose como hormigueros confusos y hambrientos. Como siempre, un rato después no me acuerdo de nada. He intentado concentrarme en las imágenes que saltan a través del cristal, pero no veo nada. Tan solo gente, cubos, palanganas, heladeras polvorientas, vestidos de algodón chillones y coloreados, letreros que no aguantan y se posan a duras penas sobre cuatro maderas y el zinc anunciando “barber shop”, “business center”, botellas de gasolina de color violáceo creo, mangos, musangas, palmeras, de vez en cuando el mar y por la radio David Bowie tío, David Bowie cantándonos Changes y allá vamos. Jódete punto negro. No me matarás, no me matarás. Voy a seguir.
No somos gente práctica. Nunca lo hemos sido. Preferimos la escalera al ascensor. Así que nos perdemos casi adrede, atraemos los baches y los surcos, convirtiendo un viaje de tres horas en un trayecto de más de trescientos minutos. Porque no nos gustan los ascensores. En cuanto a las conversaciones, éstas son animadas y azules dentro de la furgoneta. Porque sabes, ya nos da igual todo. Estamos los tres, juntos, unidos, inyectados de sábado por la mañana, quemados de lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. Y ya nadie nos puede parar.
Conduce Víctor, pero en un momento dado el volante pasa a las manos de Anesa. Víctor pasa al asiento trasero y se encuentra a la eslovena por el espejo retrovisor: gafas de sol, pelo lacio y recogido, semblante cristalino, los labios. Recuerda a una visión de Kusturica. La vida es un milagro. Al son de David Bowie. Avanzando, quemados de lunes y de miércoles… La eslovena Anesa habla mucho, es una locomotora de energía, que cuando no conduce pone una mano sobre tu hombro y te cuenta cuando vivía en la antigua Yugoslavia y se veía obligada a pegar una foto de Tito en todos sus cuadernos, a desfilar con pañuelos rojos, a creer que sólo había lunes. En medio de los baches y los agujeros, Anesa bambolea sus hombros al ritmo de David Bowie, como la canción que te levanta por fin y te entrega unas alas. Y de repentes crees que nunca morirás, que nunca te vas a morir.
Sin darnos cuenta, porque nunca nos damos cuenta, llegamos a Nanchba. Nos hemos olvidado de comer, de dormir. Andamos tan nerviosos últimamente que nos hemos olvidado de comer, de dormir y si nos dirigimos a esa terraza a comer es porque intuimos que necesitaremos llevarnos algo a la boca. Porque sospechamos que somos seres humanos que necesitan llevarse algo a la boca de vez en cuando. Mientras Nanchba nos recibe con su frenética calle principal atestada de cacharros, ruidos, gente, tierra y colores. Porque siempre los colores aquí. Nadie nos puede detener.
Y al llegar a la terraza, no muy lejos de la única discoteca del lugar, la famosa Always, vemos el mar que siempre nos salva. Una playa, unos silencios, unidos, conjurados contra los puntos negros. Incluso el propietario libanés nos recibe con una sonrisa cómplice, somnolienta, acolchada, de esas sonrisas que te permiten estar en paz en los sitios. Por aquí tan solo hay algún que otro libanés más que fuma narguilé, al ritmo de la nada, paremos el mundo de una vez, no quiero seguir moviéndome. Quedarnos aquí, con Anesa, con Víctor.
Sabemos que la comida tardará unas dos horas en llegar, pero nos da igual. Incluso a Drazen al que Anesa ha llamado por el móvil en una lengua eslava y maravillosa, le da igual. Drazen llega todo sudado, pero no ha estado corriendo. Drazen suda y suda y no sabe lo que tiene. Entonces se lo pregunto.
Original en : Las Palmeras Mienten