Lo peor de hacer las cosas impulsivamente es que no tienes a quien culpar si salen mal. Norma básica del irresponsable. Así, una tarde me desperté de la siesta y decidí que tenía que ir a Mauritania, otra vez. Al día siguiente, para disgusto de mi madre, me compré un billete a El Aiún y uno de vuelta desde Nouadhibou. ¿La idea?, subirme al tren de mineral que une la costa con las minas de Zouerat para desde allí compartir Toyota y visitar las bibliotecas medievales de Chinguetti; séptima ciudad santa del Islam y entrada a ese gran cuarto vacío de la arena que es El Sahara. Sí, un tren pero sin asientos. Un animal mecánico de tres kilómetros de vagonetas de mineral de hierro al que te subes bajo tu propio riesgo y ya veremos cuando te puedes bajar. Así es La Maura, cruda a los sentidos.
Llegué a Nouadhibou tras mil kilómetros de autoestop y viejos Mercedes 190 compartidos desde el sur de Marruecos para presentarme al cónsul de España en la ciudad costera. ¿Conocen Nouadhibou?, es simple, piensen en Taco y sus casas en bloque gris de hace treinta años. Sí, al cónsul, un sujeto que vivía atrincherado en el consulado, que estaba obsesionado con los secuestros y que tan pronto me vio los andares de despreocupado, en cólera montó. ”No se preocupe señor cónsul, si me secuestra Al qaeda, no quiero que mueva un bolígrafo, quédese leyendo El País…” con la misma salí a la calle y me fui a una cantina regentada por un galego busca fortunas relacionado con el mundo de la pesca – lo normal en Africa – donde me dijo – , ¿ Así que o tren?, o Señor cónsul aún le dura o enfado por un rapaz catalán que también se o presentó con a idea do facer camino hacia o interior…solo. Pobre funcionario ciego viviendo de espaldas a un país que a la vista es todo un regalo.
Aún no ha llegado pero el suelo ya tiembla bajo la furia de sus cuatro locomotoras diésel con sus ojos encendidos. Te intimida. Llegó el día de subirme al tren. A duras penas las vagonetas se han detenido y ya una muchedumbre con fardos, neveras y hasta con una cabra, trepan por las escalinatas. Y allí estaba mi vagón, el que azarosamente me tocó; lancé la mochila y con barba roja y turbante me subí a mi carruaje de hierro con una veintena de horas por delante para llegar a la puerta del Sahara.
Mauritania es un llano infinito. Vacío. Precario en infraestructuras pero rico en la noble simpleza de sus gentes sin prisa. Tan cerca de Canarias, se torna en un auténtico desconocido. Con dos veces la extensión de España y apenas cuatro millones de habitantes, es estar en otro planeta; para los que somos Star Wars freaks es Tatooine y sus gentes los moradores de las arenas.
El tren tose, arranca a tirones y se va adentrando en el desierto dibujando meandros de metal en tramos de vías tan ondulados que a una boa de ferro se asemeja. Chirríos de artritis metálica en cada reviro son los jadeos de la maquinaria más larga del planeta. Con el día ya de rodillas ante la azulona sotana de la noche, se abre el teatro celeste bajo mil pléyades sobre tu cabeza. Fogatas y una guitarra saharaui dan encanto a un viaje que se adentra al desierto. Envío un SMS a casa – aún no me ha secuestrado Al qaeda jajaja – Vivo con un humor difícil, lo pago a diario y a menudo sólo rio yo.
Vas hipnotizado por la magia del instante. Atrapado. A la izquierda está la fantasmagórica sombra de Ben Amira, la piedra más grande de la tierra donde Alá se sienta a pensar. Un monolito de granito negro que surge de la nada como si del mismísimo cielo hubiera caído. La noche avanza sobre raíles y tumbado en una colchoneta te acuna el ronroneo metálico. En pocos lugares he dormido más plácidamente. Recuerdo despertarme en la baja madrugada y sentir el bofetón de calor que el desierto desprende. Jamás olvidaré aquella imagen…La nube rojiza del polvo de ferrita que desprende el tren se funde con la arena en suspensión para difuminar el horizonte en una acuarela color teja; es la antesala del infierno o así me gusta imaginarla.
Mauritania sólo tiene dos carreteras asfaltadas. Tiralíneas aburridos que unen una encrucijada en el interior llamada Atar con la costa donde vive la mayoría de la gente. El resto son nómadas, existencias solitarias y el silencio del viento que esculpe la tierra.
Alguien vocifera ¡Choum! , ¡Choum! , ¡Choum!, gritos y golpes metálicos te despiertan. Después de dieciocho horas de arrumacos en una cuna de hierro estamos en el recodo y eso significa que ha habido suerte, el tren se detiene antes de las minas y puedes bajarte. No siempre lo hace, me balbucea en español escupido un señor mayor de rostro sabio; ¡In š?? All?h¡ le respondo. El recodo es celebre pues era donde el Frente Polisario le disparaba al tren en los años de plomo y té saharaui. Algunas vagonetas aún tienen las muescas. Dormido y sucio, y tras haber tragado el suficiente polvo de ferrita para pitar en todos los aeropuertos por el resto de mi vida, me dispongo a negociar un asiento con hombres enigmáticos a los que sólo se les ven sus ojos negros sin fondo y que manejan flejes de billetes sudados color añil; son las cinco de la madrugada y aún quedan doscientos kilómetros a través de un laberinto de pistas hasta Atar para volver a negociar el coche que me lleve a Chinguetti, pero esa es otra historia…
El vagabundeo salió perfecto y después de tres semanas sin apenas bañarme, llegué de una pieza a casa. Mauritania está vacía sobre su arena pero llena en sensaciones…Un día prometo hablarles de su hombre santo que rehúsa ser operado de cataratas pues ve con el alma, de la esclavitud o del engorde forzado de las niñas.
…mi madre tardó varios días en volver a dirigirme la palabra.
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CEAULL